SÍNTOMAS

Durante varios días pensó que estaba teniendo los síntomas de la muerte. No era original el pensamiento. Seguro que no era la primera que pensaba que muerte tenía sintomatología porque no era más que la única enfermedad sin cura. Un padecimiento con una mortandad del cien por cien. Seguro que cuando el final acechaba, había pequeños detalles que a poco se prestara atención, se podían reconocer con facilidad y éstos servirían como preaviso. Incluso para muertes presuntamente imprevistas y repentinas. Era una gran paradoja. Nacer, aprender, sobrevivir con el concepto del final, y sin embargo, no tener capacidad para reconocerlo, para saber el día y la hora. La vida no te enseña a percibir que estás en el tiempo de descuento. Sin embargo, estaba convencida de que algo semejante a lo que le estaba pasando debía sentirse los días antes de la expiración definitiva.

Quizá lo suyo no fuera más que una catalepsia sin ejecutar, un coma sin inducir, un abandono de la voluntad y sin embargo, todo ello, sin perder la consciencia. No debaja de ser doloroso saber que no estás siendo quien debes ser, o al menos quien has sido. Eres tú y no puedes reconocerte. Intentar sobreponerte al descalabro vital y no poder hacer nada porque no hay fuerzas reales.

En otros momentos, como si pudiera salir de ella misma, el bullicio poseía su mente y esto le hacía tener disparada la imaginación y la lengua. Necesitaba hacer muchas cosas, todas seguidas o varias a la vez. Pensaba fugazmente, entre destellos y, por tanto, de manera reflexiva y duradera, en ninguna. Era otra manera de no ser, la de abandono por acumulación.

Vivía en un estado de nerviosismo constante. La ansiedad era su característica más usual.

A ratos notaba que le faltaba el aire y por ende, la respiración, y se veía ahogándose en un silencio sepulcral. Creía que hasta el torrente sanguíneo se le ralentizaba. En otros momentos, temía que la taquicardia le ensordeciera y hasta se notara por encima de la ropa. Se avergonzaba pensando que cualquiera podía darse cuenta de que se le había disparado el pulso, aunque sólo fuera porque había un eco de palabras -pocas- en su usual ausencia de ellas.

Las palabras, a lo largo de la vida, tenían un poder claro y rotundo. Algo más allá de la simple descripción, de la comunicación. En la infancia podían sanar y conforme el tiempo decidía avanzar tenían la capacidad de dañar. Eran una de esas cosas que podían ser utilizadas muy en contra de los demás. Y de uno mismo, nadie como las palabras mudas de la conciencia para abofetear el alma.

La montaña rusa emocional le estaba sobrepasando. Se había vuelto física la etereidad. Si se sentía desdichada, abandonada o no correspondida -tuviera o no razones para semejantes conclusiones- el dolor se le clavaba en el estómago, le aprisionaba los pulmones, le anegaba los ojos del lágrimas, le erizaba la piel y hasta sentía unas décimas de fiebre inexistente arrebolándole el rostro mientras le helaba los pies. Si se alegraba, con o sin motivo, se le disparaba la sonrisa hasta que le dolían los mofletes, le brillaban los ojos, le temblaba la voz, sentía un latido interno, como si pudiera oír el más recóndito movimiento de su cuerpo.

Seguramente este estado no debía ser sano, pero en ningún lugar de la vida había un cartel avisando que la emoción perjudicaba seriamente la salud. Estaba segura que este sinvivir no le llevaría a buen puerto y que lo honrado, con ella misma y hasta con el cosmos, sería vivir la vida sin tanta pasión. La pasión entendida en lo bueno y en lo malo. Pero no sabía. Aceptarse tal cual era un paso, aunque sólo sirviera para saber que no se estaba reconociendo, o todo lo contrario.

En el fondo estos síntomas de moribunda sólo le demostraban que estaba viva.

CADUCIDAD SEXUAL

La inconsciente juventud mira hacia el futuro con horizontes difuminados. El mañana se presupone. El final no se da más que por supuesto y mirar hacia atrás se convierte más en algarabía de sonrisas que en lamentos y mucho menos en remordimientos. Al menos en remordimientos de esos que dejan muesca en el alma. La edad no deja de ser algo biológico que afecta para ir a votar y poco más. La maduración no va en función de los años, pudiera ser algo positivo, y sobre todo daría muchas pistas para capear el temporal de amanecer cada día. Ser joven es, sin duda, vivir más que recordar.  Disfrutar sin pensar en consecuencias.

La inconsciente juventud, repito, y en este caso, la mía -que no es tanta, pero necesito arrimarme al tópico-, me llevaba a creer que algo así no podía existir: caducidad sexual. En realidad no había negación posterior a  la  sentencia. No es que me llegara el razonamiento, lo reflexionara y después lo negara. No, no es el caso. Es que ni por asomo pensé que podría suceder algo así. Igual peco de ingenua. No suele ser mi mayor pecado, pero tampoco hablemos tanto de  mí y menos de estas intimidades. Siempre quise decir «esto queda entre mi confesor y yo», pudiera ser un buen momento para intercalarlo.

No se me había pasado siquiera por la imaginación que las personas (humanas y no) tuvieran una caducidad voluntaria o asumida en lo que se refiere a la sexualidad. Supongo que estará escrita en algún lado y hasta puede que esté en braille, como en las cajas de fármacos, pero de todas las cosas que desconozco ésta es una de ellas. Ayer me enteré que existe y hasta que hay quien lo contempla como parte de su vida, o de su mala vida, pero lo hacen con una resignación que convence. Casi me pongo a buscarme mi caducidad con disimulo. Supongo que interiorizar una realidad como esa debe ser duro. Algo así como la indiscutible caída al vacío al saltar desde un helicóptero al grito de ¡Jerónimo!. Yo no sé si en ese momento, y ante una vida feliz pero sin sexo, preferiría que el paracaídas no se abriese. Un final espectacular siempre es mejor que una agonía de tediosa nocturnidad.  También es cierto que a menos expectativas tienes, más alegrías te llevas a poco que suceda algo.

Entiendo que puede haber rachas difíciles, económicas, familiares, laborales, emocionales…, en las que la libido baje a los niveles más subterráneos y no apetezca nada más que esconderse y se rehúya del sexo. Aunque creo que a más dolor más necesidad de sentirse amado, entregado, parte de otro, aunque sea sólo cuestión de un encuentro sin mucho sentimiento. Recuerdo que un día comentaba a mi madre que parecía mentira que personas con pocos ingresos o malas rachas, traían niños al mundo de manera un poco inconsciente, y ella sin quitarme la razón me apostilló, «a veces solo les queda quererse Rocío». No sé si las hormonas pueden ser causante de malas jugadas, supongo que sí. Puedo comprender -un  poco- que la pareja legal deje de apetecer, entendiendo por legalidad la que está de continuo en nuestra vida. Asumo que hay problemas de tipo médico que impiden que las cosas funcionen con la normalidad deseada, aunque siempre hay soluciones. No creo que la extrema fogosidad de la juventud que se esconde por los rincones buscando cualquier rincón sea físicamente viable, pero pensar que hay un fin a la sexualidad, me desconcierta.

Como no tengo por que dudar de semejante horizonte, creo que lo mejor es no perder mucho el tiempo y si llega la caducidad, haced como con los yogures…todavía tienen fecha,  seguro que aguanta un poco más.

LECCIONES BÁSICAS (II)

Recordaran los fieles a esta escalera que ya hubo unas 15 gotas con este título. Las «Lecciones Básicas» primeras intentaban esclarecer el mundo de la ropa interior masculina desde el punto de vista femenino, y viceversa. Reconozco que fue un post muy divertido y con gran acogida popular. La discusión posterior tomó las calles tuiteras y aún colea (perdón por la expresión) el tema del slip anti lujuria. Ellos, como se suponía, desechaban tal característica y blandían con orgullo varios razonamientos en los que la comodidad era la nota predominante. Ellas, sin embargo, aplaudían estas lecciones, con rezos en voz escrita para que cundiera la teoría y no dejaran de pasarla a la práctica. Siendo sincera tampoco era extraño ya que estas primeras lecciones tuvieron como fuente de inspiración un resumen de conversaciones y  debates femeninos. Ellas jugaban (jugábamos) con ventaja.

Prometí entonces que las lecciones no quedarían en una clase magistral de la lencería íntima y que a poco que tuviera oportunidad y arrojo volvería a sintetizar comentarios y testimonios de amigas, conocidas y hasta desconocidas. Sobre todo en lo que respecta al agradable (y siempre complicado) mundo de las relaciones entre hombres y mujeres. Y a ello voy.

Vuelvo a anotar a pie de página (es un decir, que lo voy a decir aquí en medio) que no teorizo cual estudio de Michigan, y ni siquiera tengo datos estadísticos contrastados como bien podría aportar la Universidad de Wisconsin. Es más, ni siquiera creo que Jodorowsky o Coelho me aplaudan. Es mi percepción personal, mi análisis cualitativo de una circunstancia social.

En síntesis, lo mío es un servicio al ciudadano. Con desparpajo y hasta con ínfulas, pero alguien tenía que decirlo. Y si tengo que ser yo, me armo de valor y toreo por naturales este morlaco. Que no se diga que aquí no hay una mujer valiente y comprometida con la sociedad. Igual estoy exagerando.

De un tiempo a esta parte ha surgido un murmullo popular femenino. Creo que ha estado siempre, pero se da la circunstancia de que en una de estas vueltas y revueltas me ha pillado con el piloto encendido y la inspiración preparada. Igual el siempre se reduce a los tiempos en los que las mujeres toman lo que les apetece de la vida y además existen las nuevas tecnologías.

Amigos míos, varones heterosexuales todos, vamos con la lección de hoy. Después de un café, una noche de copas, un día en la playa, una tarde cine, o un encuentro sexual (satisfactorio o no) que no exija más que pasar un buen rato no pasa nada por mandar un mensajito que rememore educadamente el momento anterior. Algo parecido a las tarjetas que se mandaban en la época victoriana para agradecer una cena, o las tarjetas de visita que se enviaban después de la boda donde se agradecía la presencia, el presente u obsequio, y además se informaba de la nueva dirección postal, a la sazón, nido de amor. Este mensaje no compromete ni da pie a que pensemos que buscáis amor eterno. Tranquilos.

Es normal que después de haber estado de fiesta con tus amigas luego mandes un mensaje diciendo: «he llegado viva». Si la ocasión tenía exceso de alcohol puede ser que llegue con faltas de ortografía o ponga «he llagado bosa» pero tú, en igualdad de condiciones, sabes lo que quieren decirte. Tampoco es extraño que llegue un «qué buen ratito» y si has desvirtualizado a alguien se comenta hasta en red social, puede que sea sólo un «me he dejado las gafas de sol en tu coche», pero hay una leve continuidad. Incluso, después de una gran fiesta con amigos es común comentarlo en grupos creados para la ocasión «Gracias a todos, que bien lo pasemos«.

Lo que no es normal es que se dé un silencio sepulcral, ni siquiera pasan las bolas del oeste, no suenan los grillos. Eso provoca desazón. Repito el concepto. No es que se busque un paso previo a la boda, pero si te han dejado en un taxi, en una habitación de hotel, en la puerta de tu casa, o a seis paradas de metro de tu trabajo,  no cuesta nada que se mande un «gracias que bien todo», «avisa cuando llegues», «a ver si repetimos pronto» o hasta «déjame cinco euros», lo que sea puede ser mejor que nada.

Sé que os cuesta comprenderlo, que no forma parte de vuestra costumbre, pero al otro lado seguro que están esperando un mensaje. Aceptad el consejo. Me lo agradeceréis. Depende de quien sea os puede llegar un «que llegué viva, ¿eh?» eso es señal inequívoca de que habéis fallado, os han empatado sin prórroga. Igual habéis estado cumbre, todo unos caballeros cuando correspondía y golfos donde se precisaba, habéis dejado un buen sabor de boca pero…no lo olvidéis, aunque sea una cita de pura amistad, entre amigos, sin pretensiones sentimentales ni sexuales -y con más razón si la tenéis- no os cuesta nada, aunque sea un insulso bicho cabezón y amarillo, señores…mandad un mensajito…

(A vosotras, inspiración y demandantes dignas – y en silencio- de mensajitos, por la ayuda que me prestáis)

POR DENTRO

Quizás fuera  mejor no analizar tanto, pero tengo que buscar respuestas al desasosiego que me está arañando el segundero de mi día. Lo cierto es que ya han corrido demasiado los minutos, angustiosos o no. O han sido quizás demasiados los instantes que hemos dejado correr. Ahora no sé si ha sido queriendo o sin querer, pero el tiempo pasó, poco, pero lo justo para saber que ha habido demasiados suspiros. Es tarde. No hay que lamentarlo.

Se  me quedaron palabras por decirte y creo que ya no te las voy a decir nunca. Ya no me atrevo. La elegancia de tu presencia es con la que marcas cada momento y  mientras, yo asisto atónita intentando llevar el compás de tus códigos de etiqueta existencial, impresionada por tu aplomo y tu manera de ser. Ahora creo que esa conversación ya estaría fuera de lugar. No conjuntaría con tu sonrisa.

En aquel momento tenía atropelladas en el alma cosas que me parecía bien que supieras, que necesitaba que conocieras, que se me hacían borbotones entre los pulmones o donde sea esté el sitio en el que vive el sentimiento. No lo hice. Igual hubiera sido un error, pero me apetecía tanto hacerte partícipe de lo que estaba sintiendo… Me consuelo pensando que el destino, los hados o quien estuviera de guardia en ese instante, frenó a tiempo mi verborrea. Fue mejor.

Quizás ahora, usando el tintero inexistente de las letras pulsadas, sea capaz de liberar  la presión a la que me he sometido eligiendo callar. Lo hago sabiendo que no te llegaran y que si te llegan, no te darás por aludido. Y harás bien, ya son palabras perdidas que no pertenecen a nadie, quizás al eco vacío de la nada. Mejor arrinconarlo, dejarlo atrás y no volverlo ni a pensar. Será difícil, mi subconsciente recuerda siempre lo que más quiero evitar. No, no quiero olvidarte a ti, no me malinterpretes, sólo desterrar mi falta de oportunidad para hablar.

Nada pesa más que una palabra censurada por decisión propia, más incluso que la losa del remordimiento de haber dicho algo fuera de lugar e incorrecto. La vergüenza o el pudor me hacen mejor compañía que las hiladas frases con destinatario sin enviar. Y si el destinatario eres tú, entonces me siento avergonzada de mi cobardía, de mi falta de  reacción, de mi incapacidad para haber insistido o haber provocado un instante semejante al que se truncó.

Sin embargo, pese al voto de silencio que me he impuesto, hay un resquicio en mí al que le pesa no poder decírtelo mirándote a la cara, sabiendo en la expresión de tu cara y en la luz de tu mirada como encajas mis palabras. Creo que he aprendido a leerte. Me duele, un poco, que no oigas el ligero temblor de mi voz emocionada aunque sea al otro lado del teléfono mientras me vacío. He fantaseado con el momento, lo reconozco. En mi ensoñación tú reacción es siempre positiva. Mi imaginación es compasiva.

Ahora suena el teléfono y sé que eres tú quien llama. No voy a decir todo aquello que callo desde entonces, no voy a procurar que la conversación tome derroteros donde pueda explayarme. Es una decisión inamovible, no lo voy a comentar, no saldrá de mí aquel sentimiento en forma de palabras. No sucumbiré, pero me muerdo la lengua y tiemblo por dentro…

CUENTO POR LEER.

Esto era una vez una niña muy guapa que intentaba aprender a leer. Leer le parecía conocer los misterios que encerraban los mensajes, las aventuras, la lista de la compra, y los cuentos. Necesitaba saber leer, pero tendría que conseguirlo  sola.

Lo había pensado muchas veces, quería saber leer y también escribir, pero cuando supiera hacerlo lo guardaría en la caja que tenemos dentro, donde están los secretos grandes, como el día que sin querer se hizo pipí en la ducha porque se le olvidó hacerlo antes de entrar y luego no pudo aguantarlo o cuando cogió aquel puñado de gominolas sin permiso. Qué buenas estaban. No podría contarlo porque entonces quizá papá no se sentaría en el filo de su cama a contarle cuentos. No había nada mejor que el momento de dormir con la voz de papá.

A veces le costaba ir a lavarse los dientes, ponerse el pijama y meterse en la cama. Unos días porque estaba remoloneando en el sofá, otros porque venía entusiasmada de la calle y cuando hacía frío porque no quería desprenderse de su ropa calentita, pero cuando pensaba que llegaba el momento de que papá viniera con ella hacía todas las tareas muy rápido para poderle llamar.

Con total sinceridad tenía que reconocer que ella prefería que los cuentos no fueran leídos de un libro, si no que le inventara historias en las que era protagonista una niña muy guapa que se llamaba como ella, tenía su edad, y a la que le pasaban cosas maravillosas. Casi siempre era una princesa. Como además no tenía libro estaba libre para cogerle la mano o hacerle caricias.

Pero también estaba bien cuando cogía el libro y le ponía voces a los personajes, a veces era tan gracioso que no podía dejar de reírse como si le hiciera cosquillas. Cuando leía, le hablaba muy despacito y el sonido del pasar de las hojas le marcaba el parpadeo de sus ojos, cada vez más lento, hasta quedarse dormida. Lo bueno de dormirse así es que al día siguiente podía darle otra vez el mismo libro para conocer el final.

Era difícil aprender sola, a veces buscaba a los abuelos, que leían más despacio, para intentar comprender que cada cosa que le contaban estaba ahí escrita. Pero era difícil. A ellos sí podía preguntarle, como distraída, tampoco quería que supieran lo que pretendía. Si conseguía saber leer cuentos tendría que ocultárselo también a ellos. Al abuelo le gustaba presumir de las cosas que ella hacía bien, y la abuela, que también la llenaba de besos y achuchones, no se lo decía a las amigas cuando ella estaba delante, pero baja la voz cuando alguna vecina venía, y contaba todo lo que ella había dicho y hecho. Se le notaba orgullosa.

Tendría que esmerarse. Las letras le bailaban difusas y conocía a la perfección las que formaban su nombre y hasta algunas más, pero no era suficiente. Escribir era otro gran problema. Quería que esas letras que se alineaban con un orden concreto no le salieran tan torcidas ni tan dispares, los mayores conseguían que sin ninguna línea escrita, las letras quedaran derechitas, como la seño quería que se hiciera la fila en el patio. La seño tenía el mismo éxito que ella dibujando su nombre.

La seño, en ella no había pensado. Era buena y siempre intentaba ayudar a cada uno de los niños de la clase. Incluso con los que se salían al colorear. Seguro que si le contaba su  necesidad de querer conocer lo que dicen las letras y su razón para hacerlo en secreto, le ayudaría. El lunes sin falta le pediría ayuda. Ahora llegaba su momento favorito del día, ya escuchaba desde la cama, los pasos de papá.