CORAZÓN DESBOCADO

Con los ojos cerrados contó los latidos de su corazón, acompasó la respiración que se empeñaba en quedarse perdida en algún vericueto pulmonar. Uno, dos, tres, cuatro… la mente comenzaba a trabajar y ella empezaba a notar que el ritmo se aceleraba como en una cumbia. Había fallado. Los párpados aún bajados y otra vez buscando referencias de serenidad. No había ruidos en primer plano, silencio a su alrededor, forzando el oído podía escuchar lo que formaba parte de su normalidad, lo que asumía como parte de la nada por costumbre. Había coches, algún pájaro y perros ladrando a lo lejos. Otra vez distraída no conseguía la paz que buscaba.

La relajación era imposible para ella en su estado actual y si era sincera, jamás podría formar parte de las personas que navegan en mares de aceite, densos, comunes y sin alteraciones. Volvía a intentarlo. Los ojos ya fruncidos en la oscuridad, enojada con la incapacidad. Ya no sabía a qué lugar asirse para poder dejar de galopar en la taquicardia. Sin química, alcohol o tabaco se veía mermada en sus facultades de freno emocional. Una pregunta ridícula atravesó su mente, se planteó si se podía escuchar el pulso, intentó distraerse en buscar la respuesta, pero ésta le llegó pronto, claro que se podía, y recordó cada uno de los momentos en los que tuvo que hablar en público y no escuchaba su propia voz ensordecida por los latidos que notaba en los oídos. Ahora que necesitaba concentrarse en ellos tampoco estaban.

Resignada abandonó la idea. Hay personas que son inútiles para tocar el piano, se dijo, por qué no podía existir gente como ella que era incapaz de vivir sin el estrés como música de fondo. Daba igual si esperaba buenas noticias o había tenido un día nefasto, no importaba si era por un viaje inminente o por un insoportable dolor de cabeza, la realidad era que el más mínimo detalle de saltaba los nervios.

Una vez lo intentó con el yoga, también con el tai chi, todas las opciones al final acaban siendo abandonadas porque se sentía tan ridícula, tan poco convencida de lo que estaba haciendo, que la vergüenza le ponía aún más nerviosa. No es que quien se dedicara a eso fuera ridículo, no, es que le pegaba algo así lo mismo que el snowboard u ordeñar vacas. Debe existir en el código genético algún par que determina para lo que estamos capacitados y para lo que no por mucho que se intente.

Descartada la posibilidad de fluir como un río o elevarse como una paloma, la solución quizás estuviera en pensar aquello de lo que rehuía, enfrentarse sin tabúes, tapujos o miedos a lo que le tenía el corazón desbocado como si estuvieran atracándola en un callejón en plena madrugada. Aceptaría el reto que se había marcado, pero sin abrir los ojos. Si los abría todo sería demasiado real, se le dispararía aún más la tensión, la ilusión que le rondaba se volvería impaciencia y ya sería incapaz de reflexionar cuerdamente. Lo de serena estaba visto que era una utopía.

Se concentró y la sonrisa le separó los labios, había días que se acostaba con la sensación de tener las mejillas adormecidas de tanto sonreír. La oscuridad auto inducida le hacía ver con mayor claridad las imágenes que venían en su auxilio, como en un cine -o en aquellas proyecciones domésticas que empezaban por quitar un cuadro del salón- se vio a sí misma feliz y risueña. Un suspiro de los que añaden dos tallas de sujetador se le escapó desde el alma y en los recuerdos se dejó mecer.

Absorta en su propia historia reciente no se dio cuenta de que, por fin, se le había acompasado el tic tac del corazón.

UNA MADRE ES UNA MADRE

Hoy mi hija Julia se ha levantado como si fuera la reina de la canción protesta, no es raro que suceda porque yo parí una noche de frío a una mujer reivindicativa. El silencio no hace mella en su personalidad y sus sentencias suelen ser tan contundentes que suelo callar y esconderme a reír a carcajadas. La mayoría de las veces hago como si no la hubiera escuchado, porque si encima se sabe oída y aplaudida temo que el próximo mueble que entre en casa sea un atril. Y lo que es peor tanto ella como su hermana lo utilizarían. Es curioso como educadas de la misma manera sus ideales sean los mismos y su afán por conseguir las cosas vaya por caminos distintos. La mayor es más sosegada, reflexiva, acepta las leyes y reglas de la democracia, se interesa por los vericuetos reales de la legislación y la pequeña (Julia) lo quiere arreglar todo por el camino más lógico, que no tiene que ser siempre el más legal. Por ejemplo, mientras la mayor se interesa por las leyes internacionales que delimitan fronteras y las distintas formas en las que la inmigración se trata según el país, la pequeña dice que abran las puertas de aduanas, vallas y rejas que ya nos iremos colocando.

Hoy la reivindicación ha sido «Nada ni nadie debería obligarnos a salir de la cama si estamos agustito» El confort como norma no me parece mal entendida, pero estoy viéndomelas venir y cualquier día aparece con tres pelotas hechas con arroz, un par de bolos y cinco perros de nombres distraídos y raza nula. Y con rastas.

Con semejante futuro, en el que yo intentaré participar siempre porque nada me puede parecer más atroz que coartar la libertad de pensamiento de una persona, me veo andando en la cuerda floja, cual funambulista de la maternidad, para que los ideales no se le vayan de las manos y esa solidaridad desmedida (si es que en algún momento sobra) vaya encauzada a ayudar a los demás sin tambores y protestas frente al G14. Tengo que reconocer que la veo más como cooperante internacional, dándome clases de geografía por narices a fuerza de buscarla en sitios remotos, que como seguidora de cualquier tendencia. Otra de sus adorables características es no entender que haya que seguir ningún tipo de norma, ni siquiera lingüística, parte de la base -supongo- de el siempre recordado Manuel Summers y es que «To el mundo es güeno». Fue memorable un almuerzo en el que le expliqué la disciplina de voto…Creo que jamás me sentí tan tonta como entonces ni ella más desconcertada con la imbecilidad política.

Todo esto viene a colación de sus reivindicaciones y de la madre de Baltimore, abajo tenéis el vídeo. No quisiera yo llegar a esos extremos pero he visto pasar el futuro por delante de mí. Por si acaso he cogido ideas, y por supuesto me he sentido identificadísima. Dentro de ese suero que nos ponen en paritorio van respuestas y comportamientos comunes que nos acompañan desde el mismo instante en el que cortan el cordón umbilical, y uno de ellos es el de trasladar todo lo que ocurre al ámbito doméstico. Sería: «Cómo vas a arreglar el mundo si tu cuarto es un asco», (copy @cchurruca) dice la madre enfurecida con el móvil en la mano. Ahí está la contundencia maternal…empieza por tu cuarto y ya si eso intenta luego lo del mundo…y eso a collejas con la mano que le sobra.

Y es que no es cuestión de imponer nuestras ideas a nuestros hijos, pero sí que sepan que a una madre se le obedece, sí o sí.

CONCLUSIONES

Creo que ya he contado en esta escalera, no recuerdo ni que día ni a que vecino, que voy descubriendo cosas de mí por acumulación de conversaciones. Voy charlando con gente, cuento anécdotas, respondo preguntas y de pronto veo la luz al final del túnel y, en vez de dejar de respirar para siempre, llego a conclusiones sobre mí misma. No sé si es el método adecuado, a lo mejor lo suyo es adoptar la posición de la flor de loto, respirar pausadamente, dejar de sentir mi cuerpo y elevarme a un mundo superior y etéreo…pero eso seguro que se me iba a dar fatal porque a poco que suelte la mente, me evado y mi cabeza se me convierte en una jaula de grillos, si no me dieran asco esos bichos.

Soy incapaz de pensar «profundamente en nada» que decía mi abuelo (yo siempre le contestaba, «si es en nada, entonces es en algo» y él me ignoraba con cariño), así que la consecución previa de paz y armonía para enfrentarme a la racionalización y el conocimiento propio se me convierte en utópico. Yo sé quien soy a partir de reflejarme en palabras.

Por ejemplo, después de mucho explicar y entrar conversaciones sobre lo que me gusta y lo que no me gusta culinariamente hablando, conseguí llegar a una conclusión que ha ahorrado a mis sufridos escuchadores una retahíla de palabras y platos que igual no tenían ganas de conocer. Descubrí que a mí me gusta casi todo, menos la lamprea, las interioridades de los bichos, el cordero y cualquier carne que esté cocinada con hueso. Hay excepciones a esto, me gustan los callos y las alitas de pollo. Pues he tardado una pila de años de poder llegar a la conclusión de que no me gusta la carne que está cocinada con hueso. A veces soy muy lenta.

Hoy, sin ir más lejos, a través de una conversación telefónica matutina, diaria y feliz con mi santa madre he conseguido llegar a otra conclusión. Las actividades físico deportivas que tarden más de una hora me aburren, no es que yo sea profundamente floja (que igual también), pero el problema es que me aburro de las cosas con mucha facilidad, soy como esos niños de educación infantil que les tienen que cambiar la actividad cada veinte minutos. Es decir, puedo ir una hora al gimnasio, hacer puenting (lo tengo pendiente) o tirarme en paracaídas (de este año no pasa), pero soy incapaz de imaginarme andando por la montaña diez días, navegando dos semanas, vamos…se me hace larga una maratón hasta por tiempo, de los kilómetros ni hablamos.

Que me aburro de las cosas con facilidad también fue una particularidad propia a la que llegué un día conversando sobre a todas las cosas a las que me había apuntado en mi vida y había abandonado, la de proyectos que se me quedaban a medias y mi incapacidad de contar una historia que me costara más de tres días contarla. Sé que no es una virtud, pero es una realidad. A cambio tengo mucha fuerza de voluntad.

Ahora tengo pendiente una conclusión. Estoy recabando datos en mi memoria, virtual y real (la memoria nunca es real salvo que esté en un disco duro extraíble o un pen dirve ¿no? ) y creo que ya mismo podré llegar a término. Espero no aburrirme por el camino, que me conozco. Ayer decidí que tengo que saber las cosas que me dan miedo para superarlas o aceptarlas. Necesito agruparlas, tengo claro que me da pánico que los que quiero sufran, en cualquiera de sus variantes, pero sobre todo con enfermedades largas o situaciones traumáticas. Sé que tengo terror a que me golpeen en mis puntos débiles, por ejemplo en la autoestima, en otros lados lo llevo mejor, pero donde más blanda soy cada vez me cuesta más remontar una mala experiencia. Tiemblo con las tormentas…

Seguro que hay muchas más cosas porque a veces soy muy cobarde, estoy tratando de encontrarlas, pero no puedo hacerlo sola, necesito que alguien me de conversación. ¿Charlamos?

NO MIRES

La retina de mi ayer infantil tiene guardada ciertas imágenes que me taladraron el alma y que pese a que la farmacología hizo grandes destrozos en mi recuerdos siguen ahí.

El primero que me viene a la memoria es el de Omaira, que fue esa niña colombiana que en 1985 tuvo una muerte retransmitida en directo. Es cierto que yo tenía confundido el momento, siempre pensé que había sido el terremoto de Méjico, pero sin embargo fue un volcán en Colombia, el mismo año. Aquella niña enterrada en el fango con los cadáveres de su familia bajo sus pies, no la olvidaré jamás. Mis nueve años se quedaron estupefactos, sus ojos cansados, su entereza, y que no se pudiera hacer nada por salvarla me hicieron crecer de golpe; aprendí que no había finales felices.

Recuerdo las imágenes de los atentados de la cruel banda de mal nacidos de ETA, todos me conmovían, pero el de la Plaza de la República Dominicana en Madrid fue -para mí- el más espectacular visualmente. Quizás porque ya era más mayor y a los diez años no se olvidan las cosas con la facilidad que se eliminan los malos momentos cuando se aspira sólo a seguir jugando después del bocadillo de la merienda. El informativo de ese día no lo olvidaré jamás, con el calor de la playa aún en la piel.

Puede que estas tragedias me acompañen desde la infancia porque sean las que más me impactaron, las que no se han borrado o las que por fin veía en directo. A fin de cuentas yo me pasaba la vida en el colegio y nunca estaba en el momento del telediario de la noche, pero también puede que fuera porque ya no me decían «No mires». Esa era la frase que te protegía, la natural advertencia familiar que te salvaba de todo lo malo que pudiera ocurrir, a veces iba precedida del aviso del presentador: «Las imágenes que vienen a continuación pueden herir su sensibilidad», decían, y ahora vemos sin preaviso las ejecuciones de esos que se llaman ISIS y que no son más que el mal arrasando por las vidas ajenas. Ni la ciencia ficción, ni los comics de superhéroes infalibles, ni la imaginación más retorcida podían superar a estos seres. Pero ese es otro tema.

Ayer mientras Nepal temblaba y caía en la pantalla de la televisión, atragantada por la desolación y el horror de un país que se derrumba, abrumada por la impotencia que tantas veces me acompaña cuando quiero que nadie sufra y no puedo lograrlo, me escuché a mí misma decirle a mis hijas «No miréis», y me di cuenta de lo que hacía me paré a pensar, ni las salvo del horror, ni de saber lo que de verdad está ocurriendo, no las engaño ni les vendo un mundo ideal, pero reconozco que es algo instintivo querer proteger a quien más quieres de recuerdos duros que le acompañen toda la vida…

BAILE SENSUAL

Yo era una adolescente de trece o catorce años de las de entonces, de las de sueños eternos y falda de uniforme escocesa en tonos verdes, esa que me dejó traumatizada para el color verde cacería casi para los restos porque me hacía parecer una mesa camilla de Edimburgo, si es que en Edimburgo tienen ese placer pequeño que es una «mesaestufa». Había entonces un anuncio que decía: «La lambada es un baile prohibido». Aquello fue un acto glorioso de marketing porque por supuesto se puso mucho más atención a una música algo mediocre (para mi gusto) que venía con su soniquete desde el otro lado del charco y a un baile que consistía en dar vueltas metiendo pierna y moviendo el culo. Así en grandes rasgos. Se suponía que era la sensualidad hecha música, que el roce de los cuerpos era poco menos que un baile sexual en el que la ropa sobraba, veías el vídeo en los 40 principales y casi te convencías, hasta que llegaba la feria de tu pueblo y contemplabas algo que parecían espasmos por hernia de hiato o algo así. Cuerpos zozobrantes intentando ir al compás del acordeón (¿era un acordeón?) y más de un enredo con las piernas que terminaba en traumatología. Lo importante era participar, supongo.

A mí de verdad lo que me parece sensual es el tango, pero también es para los que saben o los que se han criado en el arrabal. No es para todos. Es baile para dioses del compás y me niego a asumir que sea un baile triste o melancólico, es pura sensualidad y a veces, agresividad contenida. Algo así como las cacareadas sombras del señor gris pardo, pero en bonito, en de verdad.

Reconozco que el baile sensual por excelencia y sin quitar mérito a lo anterior, quizás porque lo puede bailar cualquiera y se baila en infinidad de ocasiones, son las sevillanas. De ellas está todo escrito, cantado y dicho y no voy a intentar ser original porque seguro que salgo perdiendo. Para mí es el cortejo perfecto: el roneo. Las sevillanas dan la  oportunidad de mirarse a los ojos y sonreír, de sentir una mano posada en la cintura sin dar que hablar, de pasar de frente o de espaldas muy pegada al otro cuerpo sin que haya nadie escandalizándose, que nuestros antepasados sabían mucho y conocían la manera de «dejarse querer» sin buscarse un problema entre las mentes más estrechas. Y todo esto…si se quiere, que también puede surgir el Canal de La Mancha entre hombre y mujer porque a ninguno de los dos le interese más cercanía y tampoco pasa nada. Es cierto que es un baile que gana mucho entre los de distinto sexo, pero como decía un amigo mío de imaginación floreciente: «ves bailar a dos mujeres juntas y hay cines equis que no son tan explícitos».

Las sevillanas son lances cuasi toreros, un tira y afloja continuo entre hombre y mujer, o una exhibición de cuerpo y brazos entre mujeres frente a hombres que observan. Un hombre que no contempla una mujer bailando sevillanas es porque ella baila fatal o porque él no vale «ni pa estar escondío». Yo me reconozco capaz de bailar cualquier tipo de sevillana, pero aprendí en la calle, y arrastrando los pies por las arenas, es decir, en El Rocío, jamás pisé una academia y comprendo que existan aunque su baile me resulte exagerado e impostado.

Siendo muy jovencita bailé en esas arenas con un chico del Aljarafe, hilábamos una sevillana con otra, hacía calor y estábamos al sol, yo notaba el sudor por mi espalda, pequeñas gotitas, ni me importaba, él bailaba de lujo cuando llegaba la cuarta se arrodillaba a cada cruce final y yo acaba sentada en su rodilla. Él vestía de corto y yo de flamenca, parecía que el resto del mundo no existía, sólo la música, las arenas y nosotros, debía ser tal el espectáculo que acabaron grabándonos para un documental alemán. Jamás lo vi…

La otra vez que se paró el mundo fue literal. Estaba en San Sebastián estudiando, había una fiesta en una discoteca, octubre del 93, por aquel entonces se llevaba en el resto del país bailar sevillanas, hubo una moda nacional. No sé si fue para echarnos pero pusieron una sevillana y yo empecé a bailar con un niño que no conseguí saber si era de Jaén o de Jerez. Conforme empezamos a bailar iban haciéndonos hueco, la gente se iba parando, y al final estaba toda la discoteca pendiente de nosotros dos. A mí ya me entraba algo de vergüenza pero él tenía más tablas que yo, que ya es decir. Reconozco que no estuvo mal. De vuelta a la residencia mis compañeras me preguntaban cómo podíamos vivir en un sitio con hombres así…y yo me reía mucho y les decía que conociéndolos y sabiendo lo canallas que pueden llegar a ser. Y que sobre todo las sevillanas son un baile, sensual, atrevido, erótico si se quiere, el principio de todo…o no, pero sólo son un baile.