EL MENSAJE (+18)

Le llegó un mensaje que esperó a abrir. Ahuyentó casi al camarero.

Cogió su móvil silenciando un jadeo que se convirtió en una boca entreabierta y algo parecido a un suspiro. Desbloqueó el aparatito que hace nada vibró coqueto encima de la mesa, abrió la aplicación con la destreza de la costumbre y la caricia en el dedo. Se detuvo. Aún tenía que volver el camarero. Podía abrirlo, pero no quería. Se hizo esperar a sí misma. Cuánta ansiedad. Respiraba con la boca abierta. El escote de la camisa, generoso hasta un botón más de donde indicaba el decoro, subía y bajaba incesante e indiscreto.

El camarero curioso la observaba en el trayecto en el que se acercaba con la cerveza que ella le había pedido. Incluso parecía que iba más lento de lo usual. Ella se dejaba mirar, coqueta y desafiante. Estaba acostumbrada a ser un centro de atención indeseado, o tal vez deseadísimo. Le podían las ganas, así que miró a los ojos a quien le iba a dejar en segundos a solas con su mensaje. La mirada fue un latigazo que convirtió al camarero casi en esclavo. Llegó, posó la cerveza y huyó dócil.

Por fin a solas con el teléfono. Vuelta al desbloqueo. Cuando sabía que al otro lado había un mensaje suyo, esa caricia se volvía conocida e íntima, muy íntima. Bebió un trago largo de cerveza helada y una gota se desplazó por su barbilla, no llegó a su pecho porque se evaporó por el camino. Ardía.

Comenzó a leer. Gimió de manera sorda y discreta. Siguió leyendo y tuvo que cruzar las piernas. Ahora sí jadeaba sin esconderse. Bebió lo que quedaba en el vaso intentando disimular lo que no tenía escondite alguno. Notaba las mejillas arder y mientras terminaba de leer el mensaje rebuscaba en su bolso. Pagó la cuenta de manera excesivamente generosa y salió con prisa temerosa de que notaran la excitación que le habían provocado un puñado de palabras deliciosamente elegidas.

Llegó a casa con la intención clara. A duras penas podía atinar con la llave en el portal, se le estaba poniendo complicado meterla y no quería usar el telefonillo, temía el tono alterado de su voz. En el ascensor se miró al espejo: arrebolada, con los ojos brillantes, los labios más coloreados de tanto mordérselos, el pelo desordenándose como un presagio.

Al fin en casa. Sabía que iba a suceder. No iba a negárselo. El deseo incluso le nublaba la vista. Sus afilados tacones resonaron en el mármol y se abrió su puerta. El escritor del mensaje le esperaba. La pared del recibidor en su espalda sólo fue el preámbulo…

 

 

 

SOCIABILIDAD Y HORMIGÓN

Podría decir que soy una mujer melancólica, apática y con tenencias suicidas. Una mujer descreída de cine negro que sólo piensa en que los días pasen caminando, lentos y arrastrados, hasta el sepulcro. Podría decir que los silencios llenan mi vida, y que por no tener una conversación, huyo de mí misma. Incluso, si es que está bien visto, podría afirmar que soy rara y solitaria, casi huraña. Pero mentiría.

Me gusta conversar y divertirme, lo que muchos dirían que es un «no te callas ni debajo del agua», aunque tengo que reconocer que la edad hace estragos y soy más templada (que no tibia). La charla con los amigos, incluso con conocidos, es uno de los placeres que tiene la vida y la sociabilidad la tengo bien desarrollada. Como los tiempos son muy modernos, ahora se puede charlar sin que se te seque la boca, así que en el tecleo dactilar también encuentro conversación. Tengo que reconocer que la interacción con personas inteligentes es uno de mis pasatiempos favoritos.

No es menos cierto que, como Miguelito el de Mafalda, a ratos necesito un instante para estar conmigo a solas. Tampoco mucho, que escucharse demasiado es el paso previo a la autocomplacencia y eso me desagrada en grado máximo. El ombliguismo no está entre mis cualidades preferidas para los humanos, que una cosa es quererse y otra muy distinta adorarse, hasta provocar el vómito de los de alrededor.

En una de las conversaciones que surgen en los espacios siderales, (sé que son virtuales, pero con categoría sideral soy más galáctica, como Beckham y Zidane) alguien me hablaba de áridos y hormigón. Reconozco que mi pensamiento primero fue de mafioso siciliano afincado en Brooklyn o en Chicago: «Ya conozco a alguien que puede hacer desaparecer un cadáver». Después de pensarlo, según terminaba el hilo de mi razonamiento, en donde yo veía, con nitidez de High Definition, unos pies asomando por un perfecto cubo de grisáceo hormigón, me estremecí.

Hasta qué punto el cine negro, las novelas policíacas y oscuras, el glamour de los años en blanco y negro, la estética de entonces, la ley seca, los casinos ilegales y el swing, están haciendo mella en mi materia gris. Cómo es posible que desde mi sillón, en una cálida tarde de primavera, sin odios profundos ni rencores extremos, mi cabeza piense en deshacerse de un fallecido. Porque además entiendo que, mi razonamiento implicaba, que el muerto no había llegado a ese estado de falta de respiración de manera natural.

Entonces recordé un episodio de «Castle», esa serie donde un escritor de novelas de misterio se hace asesor de la policía de Nueva York para documentarse, ayudar y enamorarse de la inspectora Beckett. En un capítulo que no recuerdo con exactitud, alguien dice algo así como: «Los que más muertos ocasionan son los asesinos y los escritores». Entonces me sentí mucho mejor, casi bien, no era grave. La imaginación efervescente de junta letras me había hecho ser una asesina en busca de maneras de las que librarse de una cadáver. Empezaba a sentrime orgullosa de mí, tuve que frenar en seco porque tengo que admitir que sí, que casi caigo en la autocomplacencia.

NOSTALGIA CON LIBROS

Los tiempos cambian, la vida sigue y nada de lo que fue, volverá a ser. Es imposible volver a vivir lo vivido y nunca habrá un instante como el anterior. Todo eso es cierto y de perogrullo, e incluso si lo firmara Cohelo -o el ínclito Benedetti-, podría ser un gran power point lleno de gatitos, flores, puestas de sol  y mariposas. Muchas mariposas. Más mariposas de las que existen.

Aprovecho este marco incomparable, para solicitar y/o suplicar, a algún pirata informático que tenga la bondad y el (buen) criterio de leerme y visitar esta humilde morada (como la de Marco y su madre), que investigue la manera de que esos horrores se autodestruyan o, en su defecto, que inocule un virus, produzca un parche, o lo que considere más eficaz y oportuno, para que mi adorable ordenador -Máximus por nombre, no sé si recuerdan- quede inmunizado, libre y protegido de tamañana amenaza y a ser posible que se extienda a las fotos y montajes que luego cuelgan en las redes sociales.

Hay momentos en los que, ofreciéndolo como un sacrificio a los dioses (o porque sabes que te van a preguntar si lo has visto), lees algunas de esas frases o visionas con paciencia el power point de turno, y cuando vas por la tercera línea entre la autoayuda y la diabetes, tienes que sacudirte la purpurina de las pestañas. Eso si no lleva añadida una música del Il Divo o doce faltas de ortografía, entonces, además te sangran los oídos y las pupilas.

Perdón por el speech, pero no podía dejar pasar la oportunidad.

Echar de menos, decía, pensar en lo que sucedió, rememorar circunstancias y sobrellevar el presente con el recuerdo de algo, o de alguien, es condición humana. Tenemos memoria afectiva. Reconozco que soy más de mirar hacia delante que de volverme a contemplar con nostalgia, pero algunas de las historias vividas se quedan rayadas en la piel más que algunos tatuajes.

Yo empiezo a ver anunciada la Feria del Libro de Madrid y reconozco que me entra cierta nostalgia y algo de envidia. El año pasado pasé dos días divertidísimos en lo que iba de los saludos efusivos a la perplejidad; del frío intensísimo y la lluvia pertinaz, a la cálida acogida de los amigos que se pasaban por donde yo estaba trabajando. Fotos, risas, cervecitas y Alvite firmando libros sin descanso. Este año lo echaré mucho de menos, son unos días realmente divertidos.

También siento cierta envidia, sanísima, por esos autores que llegan con su novedad literaria entre las manos. Ese montón de ejemplares apilados a su lado que son parte de su vida dispuesto a ser alguien nuevo en la vida de otra persona. Un ser (los libros son seres cuasi vivos) del que presumir y a la vez, que ofrecer a los demás. Me gustaría saber a qué sabe (valga la redundancia) el instante en el que abres por primera vez tú libro que será su libro. Tiene que ser como desvirgar a un íntimo amigo, la primera vez con alguien que conoces a la perfección y al mismo tiempo lo mancillas escribiendo unas palabras en una de sus primeras hojas, y sin embargo, le estás dejando un mensaje de amor de ida y vuelta.

Ojalá algún día sea yo la que firma esos libros en una de esas estrechísimas casetas y aunque ese momento jamás lo volvería a vivir tal cual, estoy segura de que formaría parte de mis recuerdos más felices -aunque lloviera a cántaros en el Retiro, como es tradición-. Lo deseo tanto que no me importaría que mis frases acabaran en un Power Point.

FIEBRE

Esta noche he debido tener fiebre. Antes de dormir, cual adorable anciana de pelo cano, rebusqué entre mi exigua y doméstica farmacia, y tomé un genérico contra la gripe y su sintomatología, no tanto porque estaba segura de que era lo más adecuado si no porque era lo que había. Esta blanquecina pastilla debió de actuar como antitérmico y las posibles décimas de fiebre desaparecieron, pero a cambio, he sufrido el sopor que causa tanto la febrícula como la desaparición de ésta.

He despertado como Eloise Kelly en Mogambo, acalorada y con la nuca húmeda. Me faltaba una carpa, algún gorila, Clark Gable y una rubia pesadita poniéndose por medio. Descentrada como en un país exótico y extranjerísimo, he conseguido sentarme en la cama, sin saber bien donde estaba y sin dominar el idioma local. No todo el mundo es como el capitán Trueno que, llegara donde llegara, siempre tenía la misma interjección: «¡Cáspita, este dialecto lo conozco yo!» Sin duda alguna nos debería llevar a la reflexión sobre la educación, porque la que recibió el morenazo capitán fue excelente, sobre todo en idiomas. Esa sí que era una generación preparada.

Después de doparme con el tratamiento experimental, por ser un experimento personal -a ver si funciona o no-, y dos cafés ardiendo más tarde, para intentar conseguir suavizar la lija que tengo en mi tráquea, me he dispuesto a apartar las nubes con las que me insultó el amanecer. Ahora he conseguido que el sol salga, al menos un poco, y algo de azul Simpson sí que se cuela por el cristal de mi ventana.

En principio, todo debería ir bien para poder escribir aquella idea que vi nítidamente ayer, pero que ya hoy he olvidado, esa con la que iba a redondear un texto brillante que me hiciera ser la anfitriona del año recibiendo visitas en esa casa. Pero se me ha perdido en el recuerdo, no debí apuntarlo y me veo incapaz de hacer esfuerzos por traerla al presente porque mi cabeza está acolchada, pero sin la excusa de una honrada resaca.

No sé si dedicarme al noble arte de procrastinar o a dejarme llevar por el sopor que produce el cansancio del cuerpo resentido, a ver si en el próximo arrebato de ensoñación, me encuentro todas las tareas que tengo pendientes para hoy terminadas, los problemas resueltos y el texto de las quince gotas, redondo y perfecto, digno de ser Trending Topic, y si no puede ser nada de eso, a ver si al menos despierto montada en una vespa, recorriendo a toda velocidad las calles en unas «Vacaciones en Roma».   

 

 

RETOS

A estas alturas de mi vida, y no es que sea muy mayor permítanme la coquetería-, sigo encontrando retos. Soy Rocky Balboa subiendo las escaleras, peldaño a peldaño, hasta contemplar las vistas de Filadelfia, pero sin sudar, que la transpiración es un asco.

Cuando ya he superado la lucha con la báscula, siendo yo una clara vencedora, todo hay que decirlo, no sin arduo esfuerzo, sufrimiento y tesón; después de aceptar que las pecas no son algo de lo que avergonzarme y que las arrugas de reírme son mucho mejores que las de estar enfurruñada y ninguna de ellas, en todo caso, son un drama existencial, me hice una promesa.

Mi promesa era tan fácil como complicada: superaría la real lucha de clases, que nadie piense que el mundo se mueve por el tira y afloja de ricos y pobres, la que de verdad es un lucha digna de cuadrilátero es la de rubias versus morenas. Puede parecer tarea baladí superar este reto, pero no lo es. Desde mi más tierna infancia sufro mobbing por ser morena. Igual es bulling, no termino de acertar con los términos estos. «Blondding» puede que sea la palabra que busco .

Las rubias estaban asociadas a niñas buenas, cuasi santas, achuchables. Niñas rubitas, -con el diminutivo de la adorabilidad-, eran las de diez en comportamiento. Ellas eran las hijas ejemplares. Tanta era la presión que tenía que fui capaz de fijarme que de todas las princesas de los cuentos, sólo una es morena, Blancanieves. Ni que decir tiene que era -es- mi referente monárquico favorito (y único). Las demás hijas de reyes eran rubias como el sol, o como el trigo, o como las candelas, me da igual, algún epíteto o metáfora barroca se les ocurría para establecer el cabello rubio como una cualidad más de bondad infinita. Eso es acoso, maltrato psicológico capilar.

Yo incluso fui rubia durante un tiempo, decolorantes de por medio, pero tengo que reconocer que no sentí ningún rayo que me llenara de bondad, no hubo un cataclismo en mis conductas y pensamientos, fue una estafa. Tampoco me volví más tonta. Respecto a lo de las rubias tontas yo tengo una teoría: se dice que las rubias son tontas porque en el fondo es el paso que surge espontáneo con el tiempo, el cauce natural que se da desde la bondad. Ya lo dice el saber popular, «es tan buena, que es tonta». Ahí radica todo.

Siempre tuve una duda. Cuando un hombre ve una mujer rubia guapísima puede exclamar «¡Vaya rubia!».  Sin embargo, si la despampanante representante del sexo femenino es morena, el comentario es «No veas que tía…» ¿por qué esta exclusión de la tonalidad del cabello en la definición del sujeto? Moriré con esa duda. Lo sé.

Sin el reto anterior superado, ahora resulta que tengo que plantearme la disyuntiva mujeres simples contra mujeres complejas. Parece ser que es mucho mejor, desde el punto de vista masculino, una mujer simple, fácil como antónimo de complicada. Yo siempre pensé que era mucho mejor tener garra, genio, inteligencia, rapidez mental, algo de ironía y mucha maldad bien entendida y ahora me dicen que es mucho mejor ser pazguata. Inaudito.

No sé si lograré superar lo de las rubias, pero lo de las simples me parece que me va a llevar mucho más tiempo…