Le llegó un mensaje que esperó a abrir. Ahuyentó casi al camarero.
Cogió su móvil silenciando un jadeo que se convirtió en una boca entreabierta y algo parecido a un suspiro. Desbloqueó el aparatito que hace nada vibró coqueto encima de la mesa, abrió la aplicación con la destreza de la costumbre y la caricia en el dedo. Se detuvo. Aún tenía que volver el camarero. Podía abrirlo, pero no quería. Se hizo esperar a sí misma. Cuánta ansiedad. Respiraba con la boca abierta. El escote de la camisa, generoso hasta un botón más de donde indicaba el decoro, subía y bajaba incesante e indiscreto.
El camarero curioso la observaba en el trayecto en el que se acercaba con la cerveza que ella le había pedido. Incluso parecía que iba más lento de lo usual. Ella se dejaba mirar, coqueta y desafiante. Estaba acostumbrada a ser un centro de atención indeseado, o tal vez deseadísimo. Le podían las ganas, así que miró a los ojos a quien le iba a dejar en segundos a solas con su mensaje. La mirada fue un latigazo que convirtió al camarero casi en esclavo. Llegó, posó la cerveza y huyó dócil.
Por fin a solas con el teléfono. Vuelta al desbloqueo. Cuando sabía que al otro lado había un mensaje suyo, esa caricia se volvía conocida e íntima, muy íntima. Bebió un trago largo de cerveza helada y una gota se desplazó por su barbilla, no llegó a su pecho porque se evaporó por el camino. Ardía.
Comenzó a leer. Gimió de manera sorda y discreta. Siguió leyendo y tuvo que cruzar las piernas. Ahora sí jadeaba sin esconderse. Bebió lo que quedaba en el vaso intentando disimular lo que no tenía escondite alguno. Notaba las mejillas arder y mientras terminaba de leer el mensaje rebuscaba en su bolso. Pagó la cuenta de manera excesivamente generosa y salió con prisa temerosa de que notaran la excitación que le habían provocado un puñado de palabras deliciosamente elegidas.
Llegó a casa con la intención clara. A duras penas podía atinar con la llave en el portal, se le estaba poniendo complicado meterla y no quería usar el telefonillo, temía el tono alterado de su voz. En el ascensor se miró al espejo: arrebolada, con los ojos brillantes, los labios más coloreados de tanto mordérselos, el pelo desordenándose como un presagio.
Al fin en casa. Sabía que iba a suceder. No iba a negárselo. El deseo incluso le nublaba la vista. Sus afilados tacones resonaron en el mármol y se abrió su puerta. El escritor del mensaje le esperaba. La pared del recibidor en su espalda sólo fue el preámbulo…