VACÍO CON CAMA (foto de Fran Silva)

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Entrelazo las piernas y me acurruco en mi propio regazo, me cobija la esquina del dormitorio. Paredes blancas que se sienten más frías que nunca. El suelo donde estoy sentada, helado, no está más congelado que mi interior. Tiemblo por dentro. Me estremezco.

Tu galán de noche donde dormía tu chaqueta, inerte, al fondo, lejos de mí. Nunca te conté que cuando no estabas por la noche a mí lado, abría el armario y cogía cualquiera de tus chaquetas, daba igual que fuera vieja que nueva, y la colgaba con esmero para que estuvieras un poco más cerca de mí, como si algo te hubiera retrasado para venir a la cama,  nuestra cama, y al girarme y cerrar los ojos, pensarte. Lo hubiera hecho de todos modos, siempre fuiste mi pensamiento favorito.

Sonrío triste.

Ya sólo queda enredado como telaraña, el dosel que compraste entre risas para mí, para que fuera como una princesa. Jugaba a esconderme para que me encontraras. Nos tapábamos de un mundo que no queríamos ver. Cuántas emociones bajo ese techo con el que hilamos nuestros sueños, juntos, de la mano. No tengo que hacer esfuerzos para encontrarlas, las tengo a flor de piel.

Cuando me preguntan si lo abandono todo por huir de tu recuerdo no suelo contestar, pero si lo hiciera les explicaría que no necesito nada material para traerte a mí, para que vuelvas a mi lado, para que todas aquello que vivimos se materialice en forma de recuerdo, otra vez. Mi renuncia a nuestro hogar no tiene que ver con mi dolor.

Me levanto y lloro. Sin estruendos. Estoy sola. Ya no estás, amor, pero estarás siempre conmigo…

 

MIEDO

Llegó la noche y un montoncito de algodones húmedos y emborronados en negro se amontonaban a la derecha de su mano. La línea de debajo de las pestañas era concienzuda y nunca se iba del todo, eran ojeras impostadas en prevención de las que estaban por llegar. Sólo era un anticipo sincero de lo que sucedería. Era muy tarde y tendría que madrugar.

El maquillaje se borró tras lavarse la cara y en crudo volvió a reconocer a quien no solía disfrazar ni rostro ni sentimientos. Siempre era ella, perladas las pestañas de rímel o recién levantada, sólo que su rostro había perdido el adorno que fomentaba su mayor o menor belleza.

Ya no era tan joven, ni tenía la piel tan tersa, algunas arrugas se iban añadiendo como muescas de vaquero, unas veces eran de reír y otra de tragar lágrimas. En el peor de los casos era un descolgamiento facial de aburrimiento. Pero seguía pudiendo encontrarse dentro de la chispas de sus ojos, aunque ahora estuvieran un poco más hundidos. Y en eso se concentró. Era donde se encontraba mejor a su yo más íntimo.

Ahora que había conseguido ver la dignidad junto a ella cuando se miraba al espejo, tocaba sincerarse con lo que estaba pensando, con esas ideas que suelen apartarse porque no se tiene tiempo para diseccionarlas o porque se tiene miedo a lo que se pueda encontrar. Esta vez no debía huir, poder podía, era el momento de cerrar los ojos y al poner la cabeza en la almohada, lo más probable era que se quedara inmediatamente dormida, no había muchos problemas que le quitaran el sueño. Casi ninguno. Su cuerpo cansado podía más que su mente inquieta.

Se había encontrado con una nueva faceta de su manera de ser que le tenía perpleja. No sabía qué significaba y si siempre sería así, pero cuando antes había asumido los temas del corazón como blancos y negros, como algo que debía vivir intensamente o que el corazón le rechazaba desde el primer momento, se encontraba que había matices de color y estaba sorprendida.

Era posible asumir maneras de querer diferentes, no era difícil. No había tabúes en su manera de amar, ni jamás justificó una opción sexual, no había que hacerlo, la intimidad tiene esa faceta, que es privada y propia, nadie debía de juzgarla. Ni pedir explicaciones. Pero y cuando era el sentimiento lo que cambiaba, cuando era la base lo que se le removía, no sabía como actuar, eso le tenía desconcertada.

No estaba todo escrito del amor, ahora se daba cuenta, no había autoayuda ante el mundo que se le abría. Ni en libros ni en su experiencia personal, claro, era todo tan nuevo que no tenía donde acudir. No sabía qué hacer y lo que es peor no sabía identificar lo que le estaba pasando. A partir de ahí no sabía actuar, estaba paralizada. Y no hacer nada jamás fue su opción. Necesitaba saber por dónde debían pisar sus pasos para llegar a donde fuera que estuviera la meta, que tampoco lo sabía.

No sabía si debía llorar y lamentarse, si reír y sentirse afortunada, si esconderse y huir. Quería ser feliz y le estaba dando miedo serlo, o quizás era una trampa del destino para sentirse la más desgraciada de las mujeres a corto plazo. Nunca había una decisión sin riesgo, sin embargo estaba asustada. Quizás no fuera amor. Y si era sólo ganas de amar. Y si tenía miedo de amar.

Esa era la única verdad, tenía miedo a lo desconocido. Estaba aterrada con ella misma. Mejor dormir.

 

LLUEVE…

Y llueve.

Y no quiero que llueva nunca, jamás, ni porque sea necesario. La lluvia me sabe a melancolía y ésta a lágrimas. Para esconder las lágrimas es suficiente con el agua de la ducha cayendo con fuerza sobre los cuerpos desnudos, a ser posible ardiendo, para que se lleve parte de la epidermis dolida y yacente. Y la niebla que provoque no necesite que llegue la tarde para que sea momento de dar un paseo. Esa es la lluvia que quiero, caliente, ordenada y con niebla de espejo.

Comprendo, a duras penas, que para que exista la lluvia de higiene es preciso que llueva, pero si me hubieran dejado a mí el diseño del mundo, el agua nacería desde dentro y en lugares específicos. Sin necesidad de aguaceros ni tormentas. Y la nieve surgiría desde las montañas como si fueran flores y matorrales. El cielo siempre estaría azul, soleado y sin nubes. Haría menos o más frío, algunas veces permitiría algunas nubes esponjosas para tener con que jugar, pero nunca serían nubes bajas, ni negras, ni grises. Rayos, truenos y centellas estarían desterrados, quizás les permitiera vivir en otro planeta.

El viento es el único que me desconcierta, porque me gusta y le temo, me aturde y lo disfruto. Quizás le permitiría pasear dentro de  un horario estricto, con una puntualidad británica. Claro, los británicos dispondrían de prados verdes, de ríos plenos, pero sin necesidad de que su horizonte fuese siempre gris.

No existirían los charcos, ni las botas de agua. No importa, es un mal menor. Se podría saltar y chapotear en el mar, en las orillas de los ríos…pero nunca en el asfalto. Habría elegantes bastones, pero nunca paraguas, y las gabardinas, que ahora se llaman trench, serían prendas excéntricas usadas por unos pocos.

Echaría de menos al arcoíris, es cierto, pero lo seguiríamos viendo en las gotas de las fuentes públicas, pegado a las mangueras que regarían las plantas o limpiarían las ciudades. Incluso los fabricantes de botas de agua y paraguas, se podrían dedicar a crear arcoíris a gran escala. Veo negocio con opción de futuro. Soy una emprendedora ágil de mente.

No habría que vivir con la luz encendida pese a ser poco más del  medio día y las meriendas nunca sabrían a cena porque la oscuridad llegó a las cinco de la tarde. Estaríamos siempre llenos de energía y de sol. Y cuando hiciese frío podríamos sentarnos en un banco del parque, bajo sus tímidos rayos, sin tener que limpiar antes las gotas de lluvia y sin tener que temer a que se nos acabe el disfrute por culpa de una nube incómoda.

Comprendo, de verdad, que mis ideas tienen detractores, no entiendo que a nadie le guste la lluvia, no comprendo que se pueda sentir alguien cómodo cuando la humedad le rodea y disfrutar sintiéndose pez por calles y avenidas. No comprendo que la incomodidad que provoca a nuestra vida diaria le sea placentera a alguien. Ni siquiera con sofá y mantita. No hay para tanto.

Desde ayer, de manera constante y pocas veces intermitente, caen las gotas resbalándose por mi cristal. El atardecer es igual que el pleno día porque sigue gris. La noche no ha sabido limpiar las nubes y devolverme el sol. No me gusta. No puedo remediarlo.

Y sigue lloviendo.

 

AVANZAR

De vez en cuando me indigno. Como soy de natural femenino y singular, soy individual, que no individualista, aún así no puedo entrar en grupos que enarbolan consignas obsoletas ni me añado a coger pancartas. En realidad, me cuesta identificarme al cien por cien con un colectivo. Soy la rampante oveja negra que pasea su palmito oscurecido por todo tipo de etiquetas, mi definición se llenaría de peros y soy capaz de discordar en un verso suelto.

Para mí indignarme es cabrearme más de lo natural, enfadarme más de lo supuesto, tener más genio que el diario…que ya es decir. Porque sí, tengo carácter, que es lo mismo que decir que no me gusta que me toquen las narices. La pasividad no entra en mi vocabulario, en ningún supuesto. Cuando me indigno ya es algo superlativo.

Ayer me indigné.

Permítanme que hoy sea local, en contra de mi idiosincrasia propia, que es la de ir borrando fronteras, sobre todo mentales. Les pongo en antecedentes desde el Aljarafe sevillano. El Aljarafe es una comarca – como la del Hobbit- de la provincia de Sevilla, no tengo muy claro si es la ese o la a final, pero está pegadita a ella, pero en alto, dentro de lo alto que se puede estar en Sevilla la llana. Desde aquí oteo a la gran ciudad, la capitalidad de la región (o realidad nacional, que dice nuestro reformado estatuto que no votó ni el Tato), y admiro su belleza y contemplo sus desdichas. Porque ya se sabe que nadie es perfecto, las ciudades tampoco.

Sevilla aguanta mal las críticas porque las ve como ataques y nunca como puntos de inflexión para mejorar, y esto no es más que una sentencia absolutamente discutible. Pero como una vez, por no ser nacida en la zona me afearon la conducta de opinión, cada vez que digo algo asumo que me expulsen como a los de esa casa televisiva. Lo malo es que me cuesta callarme, como ya he comentado…lo que no deja de ser incidir en el tema del irrefrenable deseo de opinar, pero para esto hemos venido.

Ayer sucedieron dos cosas de relieve social (y tuitero), una era el cartel que proclama la Cabalgata de sus Majestades los Reyes Magos. Yo soy de estas majestades, abandono mi republicanía para hacerme monárquica hasta la médula, tradicionalista y consumista. Y tan feliz. El cartel lo presentaron a la hora justa para después poder tomarse una cerveza, como deben hacerse las cosas bien hechas. El cartel es precioso, la mano de Ricardo Suárez está detrás y no hace falta que lo digan porque se ve, se nota, y está su huella. Se ve el río a la derecha con la silueta de los camellos montados por la realiza y a la izquierda la ciudad, incluyendo al fondo el Edificio Pelli, para darle cobijo desde abajo a la estrella que iluminó a sus majestades. Pues leí críticas al respecto porque a cierto grupo de personas les parece un despropósito que exista un rascacielos tan alto, «tan feo», representado en algo tan sevillano. Sí, el edificio, fuera del casco antiguo, tiene detractores por el hecho de existir, por estar más alto que el Giraldillo. El edificio Pelli representa el miedo al progreso. Y a mí, que me gusta, me desconcierta las pocas ganas de avanzar.

Esta afirmación me va a costar caro. Lo sé.

Lo segundo que sucedió fue que se inaguró un mercado gourmet, algo que ya existe en otras ciudades, el»Mercado del Barranco», detrás de él una inversión económica importante, entre sus socios un ex torero y un locutor de radio. Es algo relativamente nuevo, una manera de ocio y gastronomía que se planta en la ciudad dando puestos de trabajos directos y no sé cuantos indirectos. No sé cuanta gente lo pisó ayer, pero fue criticado y vapuleado, desde el desconocimiento, que es como se hacen bien las cosas…por lo visto. Supongo que si se ve abocado al cierre porque se le ha hundido desde antes de abrir no habrá lamentos ni lloros por los trabajos perdidos. No habrá manifestaciones y encierros. No se pedirán subvenciones y ayudas para que siga en pie. He aquí otro avance, otra manera de entender las cosas, a las que se le tiran piedras sólo por el hecho de ser nuevo.

La identidad de una ciudad, su manera de ser y sentir, no cambia porque lleguen cosas nuevas, porque se vaya adaptando al progreso. En ese camino hacia el futuro puede haber errores, pero no todo lo que llama la atención por su desconocimiento tiene que ser tildado de negativo y de ataque a la tradición. Da igual que hablemos de nacionalismo regionales, que de localismos extremos, la globalidad nos lleva a multiplicar hasta el infinito las posibilidades de crecer y conocer. Y eso es bueno. El ser humano siempre quiso avanzar, de no ser así aún estaríamos en las cavernas…y sin poder hacer una tortilla de papas. ¡Y eso sí que me indigna!

GERE Y EL BAÑO

Cuando llegó a casa, de noche, con niebla y oscuridad rodeándola no sintió nada especial. También era mala pata. A veces pensaba que las grandes cosas ocurrían desde dentro y ella tenía un interior tan cansado que no era capaz de reaccionar a nada. Jamás tendría una vida te telecomedia americana. No habría un Richard Gere enseñándole a bailar ni a comprar sin mirar el precio. Debería intentar sentir a lo grande para que así las emociones de film se le añadieran a la vida atraídas como imán. Pero es que ser intensa era muy estresante y no necesitaba más.

Abrió la puerta sin parsimonia pues el ascensor había cumplido su función principal…la de provocar unas irremediables ganas de ir al baño. Algo había en el ambiente de esos pequeños recipientes de subida humana que provocaban una necesidad fisiológica urgente. Era una teoría paralela a la de una amiga suya que mantenía que los piojos caían de un avión, fletados por los vendedores de champús y lociones asesinas de bichos asquerosos. Vamos, el mismo razonamiento.

No vivía tan alto, pero el recorrido se le había hecho eterno, por si acaso, y con disimulo, se desabrochó el cinturón y en medio de  un bailecito ridículo, fue capaz de desabrochar el botón del pantalón y bajar la cremallera, luego lo taparía con el chaquetón por si tenía la mala suerte de tener que hacer alguna parada por el camino o había alguien esperando el ascensor en su planta. Tenía vecinos mal pensados.

Todo fue capaz de hacerlo con una mano porque con la otra guardaba, sin cuidado alguno, el móvil en el saco que tenía por bolso -saco que podía  hacerle la competencia a Papá Noel sin sonrojo- y rebuscaba en él las llaves, agitándolo al compás del baile para escucharlas y al menos meter la mano por la zona adecuada. Conseguirlas era como encontrar un tesoro, seguro que descubrir un tesoro era una sensación parecida.

Tentada estuvo de dejar hasta la puerta de casa abierta, pero pegó un tirón que acabó en portazo. Ya no había dignidad. En la privacidad del hogar a oscuras tiró el bolso al suelo y encima – o al lado, o donde fuera- las llaves y emprendió la huida hacia el baño, al que llegó exhausta y sobre la bocina, como las canastas de la NBA. Ni siquiera se quitó el enorme chaquetón que le privaba del frío. No había tiempo.

Ni encendió la luz. Conocía el terreno. Las manos estaban ocupadas en deslizar los pantalones a los tobillos, junto con las braguitas, todo en uno. El baile ya era cuasi tribal, necesitaba ese gesto para que pasaran por la cadera. La taza estaba fría lo que provocaba un escalofrío que nacía donde la espalda perdía su honroso nombre. Pero por fin pudo abandonarse y dejar de hacer ejercicios de contención.

Es un placer del que se habla poco, pero es supremo. Había tenido relaciones sexuales menos placenteras. Es más, había tenido parejas sentimentales que le habían producido menos goce. Sólo había dos excepciones en las que no había reposo ni felicidad miccionatoria: cuando el baño era público, sobre todo si no había donde colgar el bolso o existía un temporizador de luz que exigía el estrés de una una cuenta atrás de artificiero, aunque en la caso de tener vejigas un poco más grandes que las de una hormiga, provocaba movimientos de brazos extraños para conseguir luz, algo así como  los primeros homo sapiens (quizás fueron los erectus, no lo tenía muy claro) cuando lograron el fuego. La otra era cuando había que salir de una acogedora, mullida y cálida cama, en mitad de la noche helada.

Se estaba poniendo reflexiva, sentada en el inodoro, que ella siempre llamaba váter, más le valía darse prisa, lavarse las manos, y retocarse un poco el peinado, a ver si después de tanta intensidad de pensamiento, acababa llamando a la puerta Richard Gere.