PASIÓN

El fútbol es pasión, y como tal debe ser entendido. Es cierto que también es un negocio, no puedo quitarle la razón a quien me diga que es cuestión de dinero. Pero todo eso no está fundamentado en unos señores en pantalón corto, sean o no atletas, no se basa en sociedades anónimas deportivas o en acciones de bolsa. El fútbol se basa en un escudo, en una bandera, «Va el Madrid con su bandera» dice el himno del Madrid, como bien recuerda hoy Orfeo Suárez. Una bandera sin patria, porque el fútbol es global. Detrás del escudo de un club hay personas apasionadas y de esa pasión a unos colores nace un negocio. Bueno, no es el primer negocio que se basa en una pasión…
Las pasiones se pueden vivir de muchas maneras. Hay quien prefiere la soledad del paladeador de emociones sin interrupciones ajenas. Es muy normal disfrutar de la pasión en familia, con los amigos de toda la vida. Pasión en casa o en los bares. Pero la vida avanza, el mundo gira, los tiempos se hacen runners y se crea una nueva manera de sentir una pasión, cualquier exaltación, todo tipo de sentimiento apasionado se vive ahora on line.
Reconozco que vía Twitter, permítanme usar el tuiteo, es un placer vivir el fútbol. Al menos mi equipo, el que me entusiasma, el Real Madrid, que tiene tuiteros excelentes, apasionados más allá de cualquier límite presuntamente cuerdo son una compañía bárbara en estas lides. Es vivir una locura colectiva a 140 caracteres por segundo, gritar por escrito un gol, abrazarte sin rozarte, cantar sin voz, aplaudir sin manos. Lo vives con personas que conoces (o no), en la vida virtual o en la criminal, pero esa pasión compartida es inolvidable.
Ayer el Real Madrid pasaba, para gloria del madridismo, a la final de la Copa de Europa. Poco menos de un mes para saber si por fin la ansiada Décima (con mayúsculas porque tiene muchos nombres propios detrás) llega a engordar el currículum del club. Yo no dudo que así será. Llegar es un logro, ganarla, la gloria. Estoy ilusionada, con la ilusión que hablaba ayer. Con la misma que llegué al empezar el partido, sin plantearme en ningún momento que fuéramos a perder. Porque es una pasión y uno no se enfrenta a una relación pensando en el gatillazo.
Al terminar el partido anterior, el de ida, hace una semana, tuve una conversación con dos mocitas madridistas que acabó reflejada -mi primer cameo- en un blog que recomiendo vivamente. Fueron risas basadas en una tensión competitiva que fomentamos y buscamos para vivir con energía el pre partido. Aquí podéis ver hasta que punto la pasión afecta, une, divierte. En esto se basa una pasión, en personas que viven las cosas con intensidad, sin miedo, a puerta gayola. Es madridismo sin red.
Y hoy por la mañana queda la sonrisa. Un neófito, pero brillante, bloguero ayer definía con arte y precisión la resaca, lo que vivimos ahora tras la pasión de ayer, es una resaca sin efectos secundarios. Desde primera hora de la mañana nos buscamos todos, los mismos que celebrábamos hace pocas horas el pase a la final, lo hacemos eufóricos y sin acidez de estómago (bueno, esto todos lo no han conseguido) nos vamos leyendo, comentando, creyéndonos el sueño húmedo…de cerveza y sudor que compartimos anoche. Es una resaca mucho más parecida a la mañana siguiente, la que va después de una noche de amor y sexo con ese chico o chica que tanto admirabas en la distancia. Es de café caliente, risa franca y besos.
Permítanme para terminar, dedicar esta primera (y supongo que última) crónica deportiva, a esos madridistas que anoche fueron compañía de mi pasión en familia. Y a todos los que sin serlo pasaron a darme la enhorabuena. ¡Hala Madrid!


 

LA ILUSIÓN

Quiero ir a un sitio.
Lo tengo claro. Es firme el deseo y traslúcida la convicción. Lo llevo pensando varios días, disfruto dándole vueltas a la idea, invento, imagino hasta sentir mi piel erizada. Estoy segura de que lo voy a conseguir, porque soy tozuda y tengo algo de caprichosa higness.
Las cosas para que sucedan, sean las que sean, y lo hagan con plenitud y absoluto disfrute deben conocerse desde antes de que se den. Sí, la espontaneidad está muy bien, pero está sobrevalorada. Hay un inequívoco placer en preparar las cosas, los preliminares de un viaje, de una cita, de unas compras…
Encuentro placer incluso en el momento en el que venciendo a la pereza, la que en ocasiones anida en mí,  comienzo a prepararme un café. El café para mí es manjar de dioses, no sé que sería mi vida sin él. Me enfrento a la cafetera como un alquimista, como un destilador de alcohol ilegal. Repito mecánicamente los pasos pero siendo consciente de mis movimientos. Voy paladeando el sabor mientras huelo los granos molidos al caer,  siento en mi boca un sabor que aún no está, anticipándome. Vuelco el agua, esperando impaciente que se convierta en placer de ébano. Y al poco tiempo, su aroma extendido por toda la casa me va preparando para el fin último. Elijo la taza con cuidado, cada estado de ánimo se merece un recipiente distinto, y por fin sirvo el café. Lo cierto es que pienso todo eso la mayoría de las veces y el resultado, una vez estoy sentada con mi taza en la mano, es el doble de placer. Cada sorbo ha sido previamente disfrutado en la espera. Es un café con preaviso.
Existe la ilusión. Entre todas las cosas que se fomentan, poco se habla de la ilusión. El estado de enajenación mental que ensancha el alma y la llena de suspiros de placer. Las ganas de bailar en soledad incluso derramando alguna lágrima. El cosquilleo clavado en la boca del estómago. La sonrisa indiscreta, que se deja ver hasta en los momentos menos adecuados. Los ojos brillando y la luz en el rostro. Las irresistibles ganas. Querer que avance el tiempo y a la vez disfrutar de todo lo que conllevan esas vísperas. La ilusión como bandera. La ilusión como forma de vivir.
No tiene que ser por algo nuevo, puede ser por un reencuentro, por un  pequeño capricho o por algo inmenso. La cuestión está en disfrutarlo y llenarse de ilusión consciente y cuando llegue el momento, no haya nada que interrumpa el instante de bebérselo a tragos grandes porque esa es la única manera de que, pasado el tiempo, el recuerdo sea casi una evocación literal, una realidad etérea, un volver a sentir…ilusión.

EL LIBRO GORDO

El otro día tenía una conversación sesuda, bueno, más que sesuda una conversación con una persona inteligente, que eso es mucho más de lo que se puede llegar a esperar en según que momentos. Empiezo a valorarlo cada vez más.
Reconozco haber sufrido verdaderos ataques de pánico cuando veía que era imposible que ciertas personas no sólo fueran poco dotadas de actividad lógica neuronal, que eso puede ser en parte herencia genética, si no que además presumían de ello. Vanagloriarse de ser inculto es un mal endémico en nuestra sociedad. Como ejemplo una anécdota en la que no estoy orgullosa de mi comportamiento y pese a que han pasado ya quince años, aún tengo el regusto de haber sido poco elegante y comprensiva.
Por las rarezas que tiene la vida, las casualidades, quién sabe qué, yo estaba en una cocina que no era la mía sacando viandas de bolsas verdes, todas ellas compradas en un mercado angustioso y sudado. Soñaba con irme a la ducha y volver a tener una sensación de higiene que había dejado de sentir desde que entré en esa plaza de abastos. Antes de hacerlo, para que no quedara vestigio alguno de tan angustiosa batalla en mi cuerpo serrano, me puse a colocar la compra, iba buscándole acomodo a frutas, carnes y verduras – el pescado al fregadero, que había que limpiarlo- y mientras acometía con celeridad mis tareas, con la mente puesta en agua hirviendo como medio de desinfección, charlaba con un mujer. Quizás mujer le quedaba grande, era una muchacha. Yo tenía por aquel entonces veintidós años y ella creo que dieciocho. Yo acababa de terminar la carrera y ella iba teñida de un rubio oxigenado que daba mucho miedo. Me preguntaba cómo era eso de estudiar, para qué servía, por qué lo había hecho, y yo echaba balones fuera incapaz de contestar sobre el sentido de mi vida y los pasos dados. Fue entonces cuando me dijo una de las frases más rotundas que he oído en mi vida: «Yo es que no leo libros porque no entiendo las palabras». Sería la edad, el calor, el sentir pegajoso aún en mi ser, o mi falta de tacto, pero le contesté: «Existe un libro que es más gordo que los demás que se llama diccionario y ahí vienen el significado de las palabras». Ella siguió sonriendo, no había entendido nada.
Pues el otro día, mientras tenía esa conversación, recordé ese instante de mi vida y cuando, años más tarde, todo era aún peor, y lo que me llegaba del exterior eran programas de adolescentes iracundos, de talk shows mediocres, de disección de la prensa rosa, de realitys que se auto fagocitaban en programas de «debate» soeces, a gritos, mal guionizados, impostados y vulgares, una hecatombe. Pero entonces me topé con vía de escape on line. Fue entonces cuando descubrí que puede que sean pocos, pero son valientes, aguerridos y cultos. Que todavía hay grupos de personas de las que aprender y disfrutar de su conversación, y que aún queda un sector que entiende las palabras y que si no entiende alguna, no sufre nada por mirar en el libro gordo.

"SUMMERTIME" (+18)

Sonaba «Summertime» en la voz de Aretha y Louis. Lo hacía tras invocar el constante girar de un ondulado disco sometido al yugo de la aguja. Laceración superficial, arañazo en forma de caricia cuasi auto inducida que le hacía hablar. Sonido envolvente de tocadiscos antiguo que en algún momento fue la última moda, hoy sobre una inestable mesa desvencijada, era el mejor complemento para la habitación pequeña, blanca, descalichada. Paralela a un lejano techo, una cama de sábanas húmedas y deshechas. Cabecero de hierro oxidado ya. Persianas subidas. Ventanas abiertas. Calor de tarde de julio. Siesta de sueños concretos, de realidad etérea. 
Sonaba «Summertime» al compás de sus caderas. Ella, felina, lenta, carnal, entraba en un estado de trance musical en el que la sensualidad era un efecto secundario. Cualidad innata. No contaba -ahora- su acompañante, no importaba nadie más, era algo entre la música y su alma, entre la trompeta y su cuerpo. Ojos cerrados, boca entre abierta y la piel predispuesta a sentir el cosquilleo de la emoción que acaba con la epidermis erizándose. Movimientos suaves, sin ningún tipo de violencia o fuerza. Su melena recorriendo la espalda, ni siquiera ésta estaba inerte, aunque no se movía, también sus cabellos tenían vida y desprendían el arrebatador y hormonal placer sexual. Su desnudez hacía brillar el sudor en su piel y los latidos de su corazón se veían palpitar en su cuello, justo donde hacía unos minutos la cubrían de besos y mordiscos de vampirismo erótico.
Las cadenciosas aspas de un ventilador de techo palmeaban el aire buscando ser ayuda en la lid, tarea ímproba e inútil, el verano estaba demostrando esa tarde, todo su poder. El calor espeso complicaba el jadeo y se asemejaba más a las últimas boqueadas de un pez fondeado en tierra firme, aun así los amantes no cesaron, hasta ahora, que sonaba «Summertime.
Él, al sonar la canción, asumió ser un espectador, y el sólo hecho de ser parte de la escena, viéndola desde fuera arrebolada y voluptuosa, era suficiente erotismo. La contemplaba extasiado, excitado y la sentía más mujer. Desde su posición, el vouyerismo participativo le producía un inmenso placer, más que los embistes resultadistas que pudiera imaginar. Si pensaba en que estaba siendo utilizado por esa elegante leona, pudiera ser que la sensación no dejara de mejorar.
La canción iba llegando a su fin, al sonar los últimos compases ella fue abriendo los ojos, volviendo a tener consciencia de la realidad que le rodeaba, clavó su mirada en él y cerró la enreabierta boca en una sonrisa displicente. Agradecida y al mismo tiempo advirtiéndole que le había dejado pertenecer a ese íntimo momento, y que debía aceptarlo como un regalo. No viviría nada igual hasta que volviera a sonar «Summertime»

ERUDICIÓN EN EL LIMBO

Parto de la base de que asumir la imperfección inherente al ser humano no es una pátina de falsa humildad.  Tampoco soy la mujer con la autoestima más férrea del planeta, ni del país, ni siquiera de mi edificio. Asumo con total tranquilidad, mi incapacidad en varios temas, bien porque soy una ignorante en la acotada materia o porque mi memoria, frágil y descortés, se dedica a emborronar mi conocimiento. Cierto es que mi tozudez es mi peor enemiga y que las prisas, a veces, me han jugado más malas pasadas que mi incultura. Admito que la incultura es una gradación intelectual y que va desde el analfabetismo hasta el desasosiego de quien quiere comprender todas los enigmas que se va encontrando a lo largo de la vida. «Sólo sé que no sé nada», no es nada original lo que digo.
La memoria, esa gran desconocida para mí, es la base de la erudición. Es una teoría personal, lo sé, pero tengo argumentos y experiencia para rebatirla, florete en mano – En Garde!-. Por mucho que haya leído, conocido y absorbido de fuentes diversas, por mucho tiempo que desde la infancia haya dedicado a aprender, sin la suficiente retentiva, los conceptos quedan en un limbo intelectual imposible de rescatar. Si de cada lectura, con el paso del tiempo, sólo he absorbido el diez por ciento de lo estudiado, lo que queda como poso de sapiencia, es un porcentaje irrisorio. Si no fuera por el placer que me produce mientras se da el proceso de aprendizaje, lo mejor sería bajar los brazos y darme por vencida.
Me estoy leyendo un libro ahora que me han recomendado. Doscientas páginas que  me van demostrando línea a línea mi incultura y que me abren los ojos sobre lo imperfecta que puedo llegar a ser. Y menos mal que no es un libro de auto ayuda, estaría acabada. Sin embargo, en contra de sentirme desahuciada del mundo del conocimiento, me siento espoleada cual yegua en la soledad de la orilla, al borde del mar, en un ocaso de invierno. (Licencia literaria)
Me dijeron que era un libro imprescindible, y lo suscribo. Me dijeron que lo desmenuzara e interiorizara, que lo hiciera mío sin aportar casi nada de mí. Es decir, que dejara de lado mi tozudez, mis excusas, mis vitales páginas escritas y cual pen drive en blanco, me dedicara a aprender. En contra de mi sentir usual, no me revolví como una anguila, acepté el consejo (orden) y en ello estoy.
Estoy leyendo con una fe animal en quien me lo recomendó, obedeciendo como si me estuvieran lanzando la pelota o me mandaran a sentarme  tras un «¡sit!» enérgico. También lo hago con disciplina cuasi militar, la aprendida en el colegio (Deo gratia), la que me hacía tener apuntes perfectos, y durante una época, llenos de colores. La constancia también presente, la que fuerza la voluntad dispersa y procrastinadora, la misma que puedo llegar a utilizar para someterme a un régimen alimenticio o a una rutina gimnástica.
Lo que me está costando más es subrayar y hacer pequeñas anotaciones. Me suponía -supone- un acto contra mi voluntad. Me he visto en una lucha titánica entre mis valores frente a los libros y obedecer a quien me ha recomendado que lo hiciera. Mi sentimiento de estar violando la invulnerabilidad del escritor (escritores) del texto, de mancillar las elegantes páginas impresas, y aceptar el consejo recibido de alguien en quien tengo confianza suficiente como para darle la razón. Finalmente, para tranquilizar a mi conciencia y no considerarme una delincuente, he aceptado que este libro es un libro de texto y así puedo subrayar sin sentirme culpable. En lápiz, por supuesto.
Las anotaciones son otro tema, casi no me acuerdo de como se escribía, de como eran esas pequeñas flechitas que dirigían a hormiguitas que incansables y trabajadoras, ayudan a comprender o ampliar el texto. Reconozco, sin exageración alguna, que me temblaron las manos al anotar por primera vez, se removían recuerdos, tardes de estudio, se fueron años de mi vida, me sentí niña.
El libro no lo he terminado, voy lenta y paro a paladear lo aprendido, en un intento (¿estéril?) de que se fije más de un diez por ciento en mi desgraciada memoria. Poco más de la cuarta parte ha sido suficiente para esta reflexión. Quizás cuando lo termine vuelva a contaros dónde me han llevado los autores… si soy capaz.