Mi abuela siempre ha dicho de los hombres que el que los cuarenta pisa, o se casa o canta Misa. A veces el refranero se queda añejo y le queda un regusto a tiempos pasados que no tiene que ser malo. Es entrañable. Eso sí, dudo que un hombre que cumple los cuarenta hoy en día vea como única salida el sacerdocio o el matrimonio. Seguro que le ha costado llegar hasta ese punto huyendo de compromisos como para echarlo a perder a última hora. O una mujer. Templen las masas de la igualdad.
Hoy me paro y veo en lontananza los treinta y nueve años, ochenta días justos me quedan, y ya quisiera dedicarme a dar la vuelta al mundo de aquí a entonces, pero me temo que no son mis planes inmediatos. Una pena. Creo que pocas cosas me gustarían más.
Treinta y nueve años es una edad respetable, me estoy acostumbrando a lo que viene así que voy a empezar a decir que cumplo casi cuarenta para llevar un rodaje mínimo de quince meses antes de asumir la nueva década. Cuarenta años. Madre mía.
«Lo importante es cumplirlos», sí, lo sé, me conozco todas esas frases y reconozco que no está mal verlo desde ese punto de vista que, además de consolar, es realista. Es un hecho cierto. La cosa va más o menos así: estamos bien, más o menos saludables, felices de forma aceptable y cumplir años no es más que una celebración de la vida (que dirían los cursis). Sí, vale, pero no.
Cuando yo era una niña pequeña y veía en mi colegio a las alumnas de COU -que entonces incluso llevaban un uniforme diferente- yo pensaba que salían del centro, se ponían tacones y se casaban. Luego comprendí que al salir de allí había que hacer una carrera, buscarse un oficio, y me pareció que estudiar era algo que estaba bien, pero que era largo. Lo de ponerse tacones me vi incapaz de saber fecharlo con exactitud. Hoy por hoy sigo sin saberlo y no recuerdo cuando me puse mis primeros zapatos de tacón (del de verdad).
Lo que sí me parecía una edad casi de morirse eran los cuarenta, ay, quizás porque mi madre me tenía engañada y todos los años cumplía «otra vez dieciocho». Aunque ella todavía no los tenía, a mí los cuarenta, por pura progresión matemática, me parecían una cosa lejísima en la que ya sólo podías abrazar la extrema unción y reposar en un esquina hasta que te llegara la hora. Igual podía haberle preguntado la edad a mi abuela y ver que no era para tanto, pero yo ya había entrado en una espiral de pánico y muerte de la que era muy difícil sacarme.
Y ahora me miro en el espejo mientras me voy regando de cremas hidratantes y milagros cosméticos varios -el día que me acuerdo- y voy apreciando alguna arruga, puede que algo de flacidez, quizás alguna mancha, y me veo con pocas ganas de morirme. Pero me veo mayor. Ya soy mayor, ya lo era, pero ahora mi DNI me lo va a dejar claro.
Sólo son treinta y nueve, casi cuarenta, pero igual me planto como mi madre y a partir de entonces voy a cumplir, todos los años, otra vez cuarenta.