LAS ALBÓNDIGAS DE MER

Hoy voy a usar esta ventana para «contestar» a mi amiga Mer Barona, yo le digo Merceditas porque soy muy de usar el nombre que me da la gana y no el que me dicen, soy así de rara. Tuve un amigo del que soy incapaz de recordar su nombre porque yo decidí que se llamaba Fernando, y sé positivamente que no es su nombre, pero para mí no puede responder a otro. La hermana de Mer para mí es Cristobalita, no lo pone así en su deneí, pero qué culpa tendré yo de que claramente se llame así…

Merceditas es amiga de volantes que eso es casi ser amiga para toda la vida, nos vemos de feria en feria pero hablamos todos los días por las redes sociales, o nos leemos, que todo no es interactuar aunque las dos seamos de palabra fácil, nos felicitamos la Navidad al modo más añejo, con nuestras felicitaciones en papel, y nos chinchamos porque de eso va la vida, de reírse de lo propio y lo ajeno. También bailamos sevillanas divinamente.

Si no odiara la palabra disfrutona diría que Mer lo es. Como todo el mundo tiene (tendrá) sus días malos y tristes, pero lo transmite como añoranza o melancolía y le queda mucho más elegante. Parece que nunca se enfada, ojito con eso porque puede dar más miedo. Ella se define como una «flipada intensita», pero lo cierto es que creo que Mer es tan de verdad que no le da miedo decir lo que siente o lo que piensa por cursi que sea, y sí, criaturas, todos tenemos un lado cursi debajo de la piel por muy cerdos que sean algunos. O algunas. El caso es que ella se muestra sin pudor y lo hace con palabras muy bonitas. Para asumir ese riesgo hay que ser muy valiente y estar preparada para las consecuencias. Es algo parecido a salir con zapatos de tacón alto por los adoquines sevillanos: un riesgo que merece la pena correr.

Contestarle desde aquí es bajar un escalón porque ella habla desde la elegante tribuna de la columna del periódico de provincias que es como me imagino la sosegada belleza del amor, un amor maduro, sin estridencias y lleno de pequeñas emociones. Lo mío es el amor doméstico, cotidiano, amor de pagar facturas de la luz y planchar la ropa.

Desde «Sobre amigos y albóndigas» Mer habla de amistad sin física y de comida ácrata. Además se acuerda de mí y eso es un privilegio. Mer piensa que soy ordenada y cartesiana pero no es cierto. Me molesta la falta de estética que produce la falta de simetría, es un problema a caballo entre el TOC y la búsqueda infinita de la belleza. Yo tengo mis manías pero no tengo orden y como me conozco me hago la pirula, por eso nunca hago una bandeja de albóndigas, simplemente las voy moldeando y echando en la sartén para no darme el disgusto de que no me salgan iguales o no las pueda poner en orden. Tampoco las cuento, y si mi subconsciente se empeña en ir numerándolas, me enfado y hago unas pocas muy rápido para no saber cuantas hay. No hay como conocerse para evitarse.

Lo que sí les recomiendo (desde mi sillita, como Mafalda) es que lean a Merceditas todos los lunes porque les va a llenar un día difícil de palabras bonitas, de historias que quedan, de anécdotas y realidad, y eso en los tiempos que corren es medicinal.

MIEDO

Ayer tuve miedo. Miedo atroz, del que te paraliza. Nunca había tenido este tipo de miedo y hay que reconocer que tengo sobrada experiencia: no soy la mujer más valiente que hay.

Hay miedos que te hacen ser fuerte y seguir adelante. Miedo que espolea. A ese miedo yo estoy acostumbrada, es el que hace huir hacia delante. Es un miedo «materno», que organiza, dispone, llena tuper de comida por lo que pueda pasar y atiende a los demás. Este miedo lo sientes y no le dejas lugar en tu cabeza, es sólo una voz al final, un eco afónico, avanzas por miedo y casi lo olvidas.

Conozco el miedo latente, siempre está ahí, miedo de guardia. Es el que me produce que mis hijas no están bien o les pase algo, el miedo a que se sientan tristes, sufran, maduren a base de golpes -como todos- y yo no pueda hacer nada por ayudarles. Y en ocasiones, además, no debo ayudarles porque tienen que aprender solas.

He vivido el miedo escénico, el de hablar en público, el de no cumplir las expectativas, el que me producen los bichos, el que de niña me hacía encender la luz antes de entrar al baño…

Ayer, por primera vez en mi vida, tuve miedo un miedo nuevo, miedo a morir. Me ahogaba levemente a cuentas del coronavirus, no podía respirar bien, me entraba aire por la nariz pero no llegaba, no me llegaba, boqueaba como un pez fuera del agua y no tenía la sensación de los pulmones llenos, algo tan fácil y natural. Me ahogaba y me empezaba a poner nerviosa y mis nervios hacían que me ahogara más. Sentía una losa en el pecho. Me latían las sienes. Intentaba distraerme y no podía. Tosía y tosía, hasta darme la vuelta, hasta tener arcadas, hasta notar crujir mis costillas y el esternón. Me decía a mí misma que las personas realmente graves necesitaban un respirador y yo seguía respirando sin uno, me intentaba convencer que todo estaba bien y que yo misma me estaba poniendo peor…pero después de dos años de pandemia la cabeza es difícil de controlar.

Tuve miedo de no volver a sentir los besos, las caricias y los abrazos, pánico a no ver a mis hijas convertirse en las mujeres que ya casi son. Pensaba: ¿cómo voy a darle este disgusto a mi madre?

Qué mal se razona con miedo y después de una noche de insomnio total. Qué mal se piensa cuando en tu cabeza solo hay información negativa porque las cosas buenas no aparecen en un ataque de pánico.

Lloré y lloré. Temblaba como si estuviera mojándome en mitad de una tormenta e hice todo lo que se espera de una persona más normal: disimular y seguir como si nada. Puede que ese sea mi súper poder, yo sé disimular.

Hoy me levanté mejor y el miedo ya no está, pero he aprendido. Ahora soy aun más consciente de la vulnerabilidad de los cuerpos, de lo efímero de la vida, de la suerte que tenemos y de que un diazepam a tiempo es una victoria.