CARLA

Fue hace casi quince meses y no recuerdo la historia. Quizás se me perdiera entre las muchas noticias que abarrotan los telediarios, las cabeceras de los periódicos. Puede que ni siquiera le dieran eco en la tirada nacional. A lo mejor algún programa de televisión sí lo hizo y siempre que la madre se moviera. En Gijón a lo mejor fue tema de conversación unos días. Es probable que la culpa fuera mía. No puedo saber por qué no me enteré y me entero ahora.

Llega la noticia – en portada en un periódico– porque se reabre el caso, porque hay una abogado con ganas de trabajar, porque hay un delito real, seamos justos, un presunto delito. Es fácil perder la perspectiva y el lenguaje políticamente correcto cuando lees en tan pocas líneas, tanto desgarro. Puede que cuente que tenga una hija que los próximos que cumpla (s.D.q) sean los mismos catorce con los que Carla llegó al punto y final.

Llegó un día en el que no pudo más. Nadie la socorrió, no pudo pedir ayuda, no supo tender la mano o ésta se le quedó suspendida en el aire sin que nadie se acercara a salvarla. Supongo que se acabará sabiendo porque ella ya no puede contarlo. Las redes sociales contarán lo que ella gritó en silencio o cerca de sordos que no quieren complicarse la existencia. Quién sabe.

Siempre hubo una niña gordita a la que se le fustigaba, un niño bueno al que le robaban el bocadillo, alguien que recibía collejas o se le encerraba en el baño. No lo disculpo. Entre otras cosas porque si había que estar en un bando, yo estaba en el que sufría, pero sólo eran pequeñas cosas. Minucias. Ahora la agresividad es superlativa, «la bautizaron con aguas fecales», le pegaban y además (algo que supone un maldad premeditada, un matonismo 2.0) la grababan. Si entiendo poco la violencia sin sentido, menos aún el placer de retratar a alguien humillada por las palizas o las persecuciones.

Me resulta tan aberrante que no acierto a encontrar un hilo que me haga llegar a una razón, por  ilógica y brutal que sea, pero un por qué. Sólo la maldad, en grupo, contra alguien débil ( igual poco agraciada, puede que gordita, hiperactiva, tímida…), me surge como respuesta. Me imagino la angustia durante los nueve meses del curso, esperando, coaccionada, asustada, sin saber por dónde iba a venir la siguiente paliza. Así todos los días. Maltratada físicamente, destrozada psicológicamente. No todo el mundo tiene resortes para sobrellevar una carga tan dura, y menos a los catorce años.

Y durante todo ese tiempo en el centro nadie vio nada: «nunca apreció la existencia de acoso escolar en relación con su alumna». Hicieron entrevistas y se tomaron medidas correctivas, está claro que insuficientes. Es incontestable que esa Orientadora falló tanto como el centro, como el sistema, como la sociedad en su conjunto que permitió (y permite) que se pueda vapulear hasta el extremo a una niña que acude a clase ( a un inmigrante que va en el metro de Barcelona, a un indigente que por sus adicciones permite que le quemen la barba en Dos Hermanas…). Presionada hasta el extremo que decide acabar con su vida.

Un suicidio inducido debería ser tratado como algo más que «delito contra la integridad moral». Comprendo que es difícil de probar y que es fácil dejarse llevar por la justicia visceral. Pero debemos tener resortes que identifiquen el problema y si no se puede remediar la tragedia, que sea intransigente con los culpables.

Me pregunto qué tipo de adultos serán esos compañeros de Carla. Quizás sea más fácil (incluso más barato) ponerles freno ahora, enderezarles el comportamiento, frenarles y gestionarles esa agresividad. Aún se está a tiempo. Aunque sea por egoísmo, la sociedad debería exigir que estos adolescentes matones tengan una oportunidad de reconvertirse en adultos «normales».

Lamento haber sido una de esas voces que no te escuchó, Carla. Era imposible, había distancia, pero ni siquiera me enteré de que te lanzaste al mar infinito buscando la paz en un Cantábrico de primavera. Ojalá seas la última de una lista de dolor causado por otros porque sí, sin razones, sólo por el gusto de sentirse más que alguien. Perdóname a mí y a tantos que en medio de nuestras prisas, enredados en nuestra vida, no miramos alrededor lo suficiente para descubrir las manos tendidas, desesperadas, de quien sufre.

 

 

SIN TÍTULO. ANÓNIMO. (para mí)

SIN TÍTULO. ANÓNIMO. (para mí)

No sé si esta foto tiene título, tampoco sé quien la hizo. No sé donde es. En una esquina, entre dos cuentas de Twitter, apareció. Y me dolió. Me golpeó en la boca del estómago, en el lacrimal que se desbordó, en el pulso que se paró, en el alma que necesitó una tonelada de esos apósitos que Mafalda no sabía como ponerse en el alma.
Me llamó la atención la mano infantil, aferrada, sucia. Es la mano-manita- en la que la fe puede al terror. La mano que busca salvarse del dolor, de los escombros, del horror. En esos dedos que están usando toda su fuerza, hay vida. En esa manita que debería tener juguetes, alimentos de calidad, amor a raudales, hay miedo. En ese abrazo está la entrega total de su vida, seguramente no lo sepa, pero esta foto es la que conmemora el principio de algo nuevo, distinto a lo que lleva conocido.
Y como me gustan los finales que acaban bien, espero, deseo, rezo, para que esta foto sea el kilómetro cero de una vida llena de todo lo bueno, que su mente no tenga cobijo para todos esos malos momentos y que sea tan feliz como todo los niños se merecen.

 

NOTA: Me confirman que es Alepo y fue durante un bombardeo del régimen sirio. El 14 de Febrero. Me falta saber el autor.

TENDENCIAS DE VERANO

Puedo ser reincidente en el tema y palabra de honor (y no tiene nada que ver con el tipo de escote) que mi pensamiento, desde ayer, era escribir una historia de amor. No tenía muy claro si el relato acabaría bien, si sería descarnado en lo sentimental y entonces, acabaría trágicamente. Me planteé, dado que empiezan las vacaciones y es tiempo de relax y interacciones nuevas, un amor inocente desde la adolescencia. Aunque lo que de verdad me apetecía era escribir de un amor anciano constante en el tiempo o incluso novedoso a partir de un baile en Benidorm. Pero no puedo. Hay algo que me urge más.

Empecemos. Soy partidaria de una frase que decía mi tía tatarabuela, una gran señora, que si yo tuviera casa como los Lannister o los Stark, sería mi lema: «La libertad de los hijitos de Dios». Con esa frase ella dejaba claro que lo mejor es que cada uno hiciera lo que le diera la gana desde su libertad y que nadie tenía que entrometerse en la vida de nadie. Sobre todo que la dejaran vivir a su manera. Hay que reconocer que tiene mérito esa frase dicha por una mujer que nació en el siglo XIX, eso sí, era un poco británica.

Ha llegado el verano y a la vez que desaparecen abrigos y medias, desaparecen complejos. Yo que los tengo todos -complejos, no abrigos, que ya quisiera porque me encantan- y admiro a la gente que no tiene ninguno o que se despoja de ellos con la misma facilidad que se pela una gamba. Pero hay límites. Uno de ellos es el uso de sandalias sin un mínimo de pedicura, sirve la doméstica, pero por favor…

Me reafirmo en que cada uno haga lo que quiera, pero quisiera que no me sangraran los ojos cuando voy por la calle. Me gustaría poder contener ese escalofrío que sucede justo antes de ver una imagen terrorífica, pero no puedo. No exagero. Hablaré en femenino pero puede extrapolarse al mundo varonil que empieza a radicalizarse. Una cosa es no vestirse de abuelo y otra caer en la inmundicia del antiestilo.

La mujer desde que se descubrió como tal ha querido estar favorecida con las prendas que se ponía. Puede que fuera para su placer, verse guapa, o para atrapar las miradas ajenas, pero es irrelevante. Ellas buscaban el color que más le favorecía a su tono de piel, las hechuras -se dice así- más adecuadas para su cuerpo y todo eso dentro de unas modas amplias y nada coercitivas. Existían profesionales, esto también lo hemos perdido casi del todo, que aconsejaban y, con los pequeños trucos de costura, hacían milagros por la mujer que acudía a sus privilegiadas manos. Yo reconozco que estoy deseando acudir a alguna camisería a medida (en mi caso será Bespoke, no es spam, es un firme deseo) a hacerme una que obre el milagro de la perfección y es que pienso que no se puede ir más perfecta que con una camisa blanca. Pero eso sería un tema de egoblogger y no es mi caso.

Hoy en día se llevan los minishort y los crop top (las camisetas cortas de toda la vida), de acuerdo, es una moda que se impone desde las tiendas, desde una firma que diseña para modelos, pero no todas lo somos. La mayoría no lo es. También son un must los leggins y las falditas muy cortas. Es cierto que en unas piernas firmes, torneadas y delgadas pueden ser unas prendas muy favorecedoras, pero no es menos cierto que a partir de cierto volumen deja de ser favorecedor.

Comprendo la ilusión de ir a la moda, pero no puedo entender hasta que punto se prefiere caer en lo grotesco por tal de obedecer a los dictados de alguien que pone en su tienda, un perchero con esas prendas. Decir «no» es duro, pero no imposible. Tampoco entiendo que nadie les diga (alguien las debe querer) que así no van bonitas, que hay otras cosas que pueden ser tendencia y que les favorecerán mucho más.

Todas podemos ser preciosas, de hecho lo somos, pero no todo nos sienta bien. Echo mucho de menos a la mujer elegante por las calles de mi ciudad, de todas las ciudades, la que independientemente del dinero que puede gastar en ropa, la ocupación y la talla, busca la excelencia para sí misma y esto sí que otorga un plus en la autoestima y hasta puede que consiga desprenderse de complejos con la sensualidad de una dama.

MANERAS DE ESCRIBIR

Ruego léase el título de este texto con la música del incombustible Rosendo, rebusquen en su memoria, en el iPod o en las listas de Spotify, si todo eso falla, busquen en YouTube, el himno ochentero que nacía en la voz del vocalista de Leño: «Maneras de vivir». Rosendo es ese hombre poco agraciado, de gran cabellera, que ha hecho del rock español dos o tres pisos de la tarta que lo forman. No es que tenga que ver con lo que quisiera exponer -con cierto acierto y gracejo- renglones más abajo, es que así suena en mi cabeza y, ya puestos, partamos todos de la misma base. Canten conmigo…¡maneras de escribir!

Como a la hora de elegir a los amigos, a los de verdad, a los que son pocos pero valientes, nuestra biblioteca personal se basa en afinidades y gustos. Siempre hay eslabones perdidos, libros a los que se le dio la oportunidad y sin embargo no dieron la talla según nuestro baremos subjetivo. Esos son los que ocupan el final de los estantes, las baldas de abajo, y los recónditos ángulos muertos de la estantería. Están casi nuevos. Tengo que reconocer que tengo varios. Me da mucho coraje equivocarme con un libro, tanto o más que con una persona.

Los libros hablan de los autores. Quizás con cierto disimulo nos forjan la idea de otra persona distinta, el escritor se esconde del público, no quiere dejar su impronta, pero leyendo entre líneas, aparece la verdadera personalidad del autor. Y ese autor se convierte en un amigo desconocido con el que puedes discrepar y tener opiniones distintas, pero que adoras. Me ha sucedido mientras me bebía el último de Lorenzo Silva, «Los cuerpos extraños». Silva es un autor del que me leo -sí o sí- todo lo que saque de Vila y Chamorro (algún día explicaré la razón). Pues bien, antes del tercer capítulo, el autor al que considero un novelista ágil, se había marcado un speech literario contra los bancos, la crisis y los políticos por boca de su Bevilacqua semejante al que puede dejar en ciento cuarenta caracteres en su tuiter, o con algunos más, en sus artículos periodísticos.

Ahora me enfrento a un autor que me desorienta, leo «El enredo de la bolsa y la vida» que no sé por qué se me traspapeló en su momento y pasó a la estantería sin que yo lo leyera. Eduardo Mendoza, el autor que lo firma, es absolutamente bipolar a través de sus libros, y espero que no lea esto, y si lo hace que no se enfade conmigo, pero no consigo leerme sus libros «serios». A ellos que llegué dándole la oportunidad por la fe que tenía en el autor, y sin embargo me ha sido imposible, ni con «La verdad del caso Savolta» ni con «Riña de gatos» -que son con los que lo he intentado- he conseguido enamorarme de ese perfil cabal del autor. Cuando me leí «Sin noticias de Gurb», hace muchísimo tiempo, decidí que no podía haber nada más genial. Es un estilo entre la locura y la perfección lingüística tan único que no he conseguido encontrar en otro autor semejante. Hay que ser un genio para usar esos arcaísmos y que a la vez quede una literatura tan fluida. Y hay que ser aún más genio para que sea la cuarta entrega de un detective al que aún no le ha puesto nombre.

Sé que muchos considerarán un contrasentido que otro de mis autores favoritos (que son de los que tengo casi todos sus libros) sea Arturo Pérez- Reverte. Con él me ha sucedido algo triste, para mí lo ha sido y lo escribo con total sinceridad. Igual que cuando te sientes desilusionado por un amor o un amigo, yo he sufrido -y no sin cierto dolor- un desapego por el autor y por extensión por sus libros. Tal ha sido el divorcio que no tengo el último, es el que me falta. En 1990 me leí «La Tabla de Flandes», yo tenía catorce años y me quedé impresionada por el libro, sin saber nada de ajedrez. Me leí rápidamente los dos libros anteriores que tenía y me hice fija en todas sus novedades editoriales y periodísticas. Pero llegó tuiter y me mostró alguien que no tenía nada que ver con lo que yo había adivinado (mal) por sus libros, entrevistas y artículos. Fallo garrafal veinticuatro años más tarde.

A Alvite le tengo la devoción de la empleada eficaz. No puedo negar que me encanta lo que escribe, no todo, que la pasión no nubla el conocimiento, aunque prácticamente la totalidad, sin enmiendas. El estilo negro, descreído, audaz y sin censura es algo que tengo que admirar de quien de cada línea hace nacer una metáfora. Lo he leído con la lupa de aspirar a un trabajo bien hecho, pero también lo he desmenuzado con cubiertos de pescado por gusto y pasión lectora. Lo conozco tanto que ahora adivino el final de las frases aunque las escribiera hace veinte años.

Alvite forma parte de un género que me tiene algo perpleja porque nadie ha estudiado su por qué y yo no sé si estoy capacitada para hacerlo. Es el género del periodista gallego que se introduce en la literatura o que incluso hace de sus columnas periodísticas una fusión literaria a la par que rebosante de actualidad. Es un estilo mordaz, con retranca, serio y formal que sin embargo resulta divertido (a veces hasta llegar a la carcajada). Casi siempre pesimista y con algo de morriña, pero a la vez con cierta luz entre la oscuridad. Son brillantes. No sé si es porque en Galicia suceden muchas cosas noticiables o justo por todo lo contrario, que pasan pocas y se puede uno permitir el lujo de adornar con excelente literatura lo que se escribe. Igual es cosa del adn gallego o del agua que beben, pero entre José Luis, Jabois y mi última adquisición, Tallón, empiezo a pensar que algo pasa en ese corner de España y debería ser analizado (ya sé que hay más: Ónega (el de antes, más que el de ahora), Cunqueiro, Camba, y  muchos más, que no se me enfade nadie).

También soy acérrima seguidora de Ruiz-Zafón, al que echo de menos con líneas nuevas. (¿Falta mucho?) Tanto su literatura adulta como la juvenil son una delicia a la que recurro en ocasiones, cuando la nostalgia -como ahora- se hace patente por su ausencia y la devoro si hay novedad editorial. De él me gusta hasta el dragón con el que firma ahora sus libros. «Marina» es mi refugio entre mariposas, mis lágrimas adolescentes desde casi la cuarentena. Y esto ha sido toda una confesión.

He leído mucho a García-Márquez, a Isabel Allende, ambos son un lujo de la escritura de palabras transoceánicas que suenan aún más bonitas a este otra orilla del charco. Y si le unen un poco de leyendas y del realismo mágico del que tanto se habla, y pocos conocen, mejor. «Cien años de soledad» y «La casa de los espíritus», cada uno en su estilo, salvando las distancias, son dos libros que recuerdo perfectamente, línea a línea, y eso con mi débil memoria es muy significativo.

No hay duda que no hay vacaciones para mí si no devoro los Agatha Cristhie, «La casa de la Troya», las tiras de Mafalda, al Jevees de Wodehouse y un buen puñado de Anne Perry y/o Terry Pratchett – y los Harry Potter, si hay tiempo-. Reconozco que «Los Tres Mosqueteros» es recurrente entre mis lecturas y que no he conseguido apasionarme por María Dueñas ni por la ciencia ficción (mea culpa).

Pero por encima de todos, un escaloncito más arriba, sin duda, siempre estará Delibes. Nadie más grande que él. Ninguna palabra mejor escrita, hasta las comas saben diferentes si nacieron de la mano (porque era de la mano) de Don Miguel. Mi libro favorito fue el primero que leí, «El Camino», con Daniel el Mochuelo y ese mundo infantil tan adulto. El resto también, pero de todos mis libros (y en casa es el único tesoro que hay, nuestra biblioteca) el más releído, el más manoseado, el que más veces ha dormido a mi lado, es «El Camino».

Creo que no tengo más autores amigos, de esos con los que me tomaría un café, sobre todo si están vivos, pero sí tengo más libros fetiche. El problema es que me está quedando un texto tan largo que parece que intento hacer méritos para que se fijen en mí los de Jot Down y no es el caso. Ya lo iré contando…

CABSY´S

Ayer en mitad de una conversación me di cuenta y me gustó atraer un recuerdo tan lejano. Me sentí abrazada por el ayer y pensé inmediatamente que hoy tendría que hacer lo posible y lo imposible por escribir de ello. Las musas a veces están escondidas en cualquier sitio, en recónditos lugares y salta la libre cuando menos lo esperas. Liebres rubias.

Inciso: yo que soy urbanita, y a mucha honra, me quedé sorprendidísima el primer día que vi una liebre viva por el campo, bueno, en realidad era cruzando una carretera. Frenamos, se paró, miró, y se fue tan tranquila como si esos focos hubieran sido su momento de gloria en la alfombra roja en un estreno de Hollywood. Ella salió ilesa y yo impresionada, son enormes.

En el fragor de la conversación apareció como un espectro convocado por ouija  un «Salón de té» del lugar que me vio crecer. No sé cuantos quedan con ese nombre, supongo que en Londres muchos, quizás haya reminiscencias británicas en India y hasta puede que Gibraltar mantenga alguno, pero en Algeciras queda el Cabsy´s con esa nomenclatura. El nombre era exótico, pero «rompedor». No sé en que año se fundó aunque tiene la estética de los años sesenta. Es un sitio que aún destila clase, estilo, pero ajado. Es como la última de representante de una familia de rancio abolengo venida a menos por las deudas.

Tiene una terraza fuera que está muy disputada entre las personas de edad, no son abuelos, ya son bisabuelos los que se sientan allí, con sus cuidadores, a veces con su familia, y con algo de suerte corretea por allí algún bisnieto inquieto. Señoras de peluquería, nunca fallan, toda la vida las llamé así a esas señoras con cardados de laca Nelly, grandes perlas y labios pintados en rojo o fucsia. Siempre, toda la vida, en esa terraza ha habido algún consumidor con perro. En los perros también ha habido modas y desde la inmensa pareja de «gran danés» de unos conocidos comerciantes de la ciudad, hasta el lazarillo pastor alemán de un invidente, ha habido de todo, hasta llegar ahora a la afición por los miniperros.

Pero a mi me gusta su interior flanqueado por cristaleras semi opacas como  si sus escaparates se hubieran hecho de duralex oscuro. Se acierta a ver el interior pero en una oscuridad que desde dentro se comprueba que no es real. La barra, a la derecha, en verano abre su puerta para poner un mostrador de helados, donde los niños pegábamos la nariz, pero dentro conserva la altivez de una exquisita madera forrada de piel negra acolchada.

Las mesas son redondas y unas butaquitas eternas, siempre cuatro en cada mesa. Cuando por casualidad hay cinco, porque lo requiere la concurrencia, rápidamente se ofrecen a poner otra mesa que no encaja del todo, pero que le da tranquilidad visual al camarero. El mismo camarero desde hace treinta y cinco años. No sé que será de mí cuando yo pase por la puerta y no lo adivine dentro, trabajando, como siempre. Ahora me nace el temor de que al volver en estas vacaciones, ya no esté. Me inquieto.

Pero lo mejor es su escalera. Sinuosa, ancha, marmólea. La barandilla de elegante caoba termina en una inmensa bola dorada. Por lo menos cuando tienes las manos pequeñas te parece tan grande como un globo terráqueo escolar. Y arriba, en la planta superior, -algo que por aquel entonces no tenían todas las cafeterías- más mesas, con más cristaleras, pero con la intimidad que da no estar a pie de calle y de miradas curiosas. Al fondo están los baños, a mí me resultaron siempre lo más elegantes. Dos puertas beige, brillantes, largas y eternas  con unos dibujos preciosos e indicadores. En esa planta celebré con mis amigas mi décimo cumpleaños. Antes no estaba ni Princelandia, ni Mc Donalds y si querías librar a mamá de preparar una ingente bandeja de sándwiches ibas a una cafetería.

La última vez que entré y subí esas escaleras fue hace dieciséis años. Tomaba café con mi novio. En una servilleta y con mi pluma (del Rey León, debo reconocerlo) hacíamos cuentas. Eran sencillas, a los veintidós años recién cumplidos no se suele tener una cartera de acciones. Terminé la última suma con su voz sumando conmigo y nos miramos sonreímos y nos dijimos que sí. Al año siguiente nos casamos.

Tengo que volver este año, no puedo dejar de hacerlo. Entraré dentro y seré yo la que pida una cerveza, como entonces la pedían mis mayores. Y me la pondrán en una copa de curvas generosas, fría y goteando, con la espuma justa. Y me traerán un platito con patatas fritas, chips, y encima algunas aceitunas y volveré a quejarme, años más tarde, de que las pongan así, por que se mojan las patatas…y así no me gustan…

cabsy_s