CABSY´S

Ayer en mitad de una conversación me di cuenta y me gustó atraer un recuerdo tan lejano. Me sentí abrazada por el ayer y pensé inmediatamente que hoy tendría que hacer lo posible y lo imposible por escribir de ello. Las musas a veces están escondidas en cualquier sitio, en recónditos lugares y salta la libre cuando menos lo esperas. Liebres rubias.

Inciso: yo que soy urbanita, y a mucha honra, me quedé sorprendidísima el primer día que vi una liebre viva por el campo, bueno, en realidad era cruzando una carretera. Frenamos, se paró, miró, y se fue tan tranquila como si esos focos hubieran sido su momento de gloria en la alfombra roja en un estreno de Hollywood. Ella salió ilesa y yo impresionada, son enormes.

En el fragor de la conversación apareció como un espectro convocado por ouija  un «Salón de té» del lugar que me vio crecer. No sé cuantos quedan con ese nombre, supongo que en Londres muchos, quizás haya reminiscencias británicas en India y hasta puede que Gibraltar mantenga alguno, pero en Algeciras queda el Cabsy´s con esa nomenclatura. El nombre era exótico, pero «rompedor». No sé en que año se fundó aunque tiene la estética de los años sesenta. Es un sitio que aún destila clase, estilo, pero ajado. Es como la última de representante de una familia de rancio abolengo venida a menos por las deudas.

Tiene una terraza fuera que está muy disputada entre las personas de edad, no son abuelos, ya son bisabuelos los que se sientan allí, con sus cuidadores, a veces con su familia, y con algo de suerte corretea por allí algún bisnieto inquieto. Señoras de peluquería, nunca fallan, toda la vida las llamé así a esas señoras con cardados de laca Nelly, grandes perlas y labios pintados en rojo o fucsia. Siempre, toda la vida, en esa terraza ha habido algún consumidor con perro. En los perros también ha habido modas y desde la inmensa pareja de «gran danés» de unos conocidos comerciantes de la ciudad, hasta el lazarillo pastor alemán de un invidente, ha habido de todo, hasta llegar ahora a la afición por los miniperros.

Pero a mi me gusta su interior flanqueado por cristaleras semi opacas como  si sus escaparates se hubieran hecho de duralex oscuro. Se acierta a ver el interior pero en una oscuridad que desde dentro se comprueba que no es real. La barra, a la derecha, en verano abre su puerta para poner un mostrador de helados, donde los niños pegábamos la nariz, pero dentro conserva la altivez de una exquisita madera forrada de piel negra acolchada.

Las mesas son redondas y unas butaquitas eternas, siempre cuatro en cada mesa. Cuando por casualidad hay cinco, porque lo requiere la concurrencia, rápidamente se ofrecen a poner otra mesa que no encaja del todo, pero que le da tranquilidad visual al camarero. El mismo camarero desde hace treinta y cinco años. No sé que será de mí cuando yo pase por la puerta y no lo adivine dentro, trabajando, como siempre. Ahora me nace el temor de que al volver en estas vacaciones, ya no esté. Me inquieto.

Pero lo mejor es su escalera. Sinuosa, ancha, marmólea. La barandilla de elegante caoba termina en una inmensa bola dorada. Por lo menos cuando tienes las manos pequeñas te parece tan grande como un globo terráqueo escolar. Y arriba, en la planta superior, -algo que por aquel entonces no tenían todas las cafeterías- más mesas, con más cristaleras, pero con la intimidad que da no estar a pie de calle y de miradas curiosas. Al fondo están los baños, a mí me resultaron siempre lo más elegantes. Dos puertas beige, brillantes, largas y eternas  con unos dibujos preciosos e indicadores. En esa planta celebré con mis amigas mi décimo cumpleaños. Antes no estaba ni Princelandia, ni Mc Donalds y si querías librar a mamá de preparar una ingente bandeja de sándwiches ibas a una cafetería.

La última vez que entré y subí esas escaleras fue hace dieciséis años. Tomaba café con mi novio. En una servilleta y con mi pluma (del Rey León, debo reconocerlo) hacíamos cuentas. Eran sencillas, a los veintidós años recién cumplidos no se suele tener una cartera de acciones. Terminé la última suma con su voz sumando conmigo y nos miramos sonreímos y nos dijimos que sí. Al año siguiente nos casamos.

Tengo que volver este año, no puedo dejar de hacerlo. Entraré dentro y seré yo la que pida una cerveza, como entonces la pedían mis mayores. Y me la pondrán en una copa de curvas generosas, fría y goteando, con la espuma justa. Y me traerán un platito con patatas fritas, chips, y encima algunas aceitunas y volveré a quejarme, años más tarde, de que las pongan así, por que se mojan las patatas…y así no me gustan…

cabsy_s

 

 

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