De un tiempo a esta parte observo, no sin cierto estupor, como ha ido gestionándose el tema de los libros de autoayuda. Vuelvo al tema años más tarde porque vamos a peor, a mucho peor.
He repetido en varias ocasiones que no puedo estar más en desacuerdo con ellos y que «acertar» entre tópicos y generalidades varias no deja de ser un timo, charlatanería, como la gitana de la puerta de la Catedral de Granada: «ven pa’ca morena que te voy a leer la buenaventura. Veo a tu lado un moreno muy guapo y un rubio que encandila, uno lleva uniforme, y vas a ser muy feliz, y toítas las lágrimas se te van a gorvé alegrías». Analicemos: por supuesto que cualquier persona tiene cerca a un rubio y a un moreno, faltaría más, aunque sólo sea el vecino de al lado, o el conductor del bus que -¡oh, albricias!- también puede estar computado como individuo de uniforme; ni que decir tiene que si le informas que ya estás casada, por ejemplo, el rubio pasa a tener tres años y el moreno cuatro, o es tu padre, o el párroco de tu localidad, ¡el caso es que siempre hay un resquicio donde agarrarse! Y vas a ser muy feliz, claro que sí, en términos generales miras hacia atrás y siempre ha habido algo que te hizo sonreír, pero…¡ojo! que también te avisan que habrá lágrimas. El acierto es del 100% y no se te ocurra darle menos de 5 €.
Mi timo favorito es el de las «personas tóxicas», y me encanta porque no existen y ya son como los alienígenas ancestrales, que viven entre nosotros según el canal Historia. Tengo más fe en la existencia del Ratón Pérez. Hay gente antipática, hay malas personas, hay individuos con los que no somos compatibles que hacen inmensamente feliz a otras personas, hay (digámoslo claro) verdaderos hijos de puta, pero nadie es tóxico.
Hay personas que nos hacen daño y en nuestra inteligencia está apartarlos de nuestra vida, no darles importancia o sufrir como un condenado en el patíbulo porque el dolor, amiguitos, es subjetivo. Tanto que se ha aceptado el término «umbral del dolor» como algo físico, difícilmente calibrable pero sin embargo real, y no somos capaces de aceptar que ese término también es válido para el alma, o los sentimientos, o los chacras, o lo que tenga cada uno. Como dicen los castizos: «la primera guantá que me des…es culpa tuya, la segunda es culpa mía».
Y toda esta mentira de las toxicidades, repetida hasta el extremo, se ha vuelto una verdad, como la niña de la curva, el cocodrilo de las alcantarillas de Nueva York y el pleno empleo. Hemos llegado al punto de que nadie se mira al espejo con desnudez de excusas y se reconoce los fallos que tiene, y desde ahí, hace por mejorar. Esto ya se hacía desde tiempos inmemoriales, se llamaba examen de conciencia, dolor de los pecados y propósito de enmienda, y no digo que nos rasguemos las vestiduras, ni que nos machaquemos el ego, tampoco hay que caer en una anorexia de la autoestima, pero sí un poquito de sinceridad.
A veces hay que reconocer que nos hemos equivocado, que hemos metido la pata, que parte de nuestra suerte y nuestro día a día tiene mucho que ver con las consecuencias de nuestros actos. No todo, pero en parte sí. Y entonces en vez de decirse delante del espejo, cómo puede pasarme esto si soy el mejor, si soy el más guapo, si estoy cañón, si soy el más bueno y pa chulo mi pirulo…dejar de culpar a los demás de todo y, sin caer en la autocompasión, salir con la cabeza alta al mundo a ser mejor persona.