DÍA ANODINO

Fue el día en el que se tiñeron de colores los cielos. En plural. Porque debían existir varios para que entraran tal cantidad de tonalidades diferentes. El añil se estremecía al lado de los rojos y los naranjas cursivos se adentraban en rosas, un fondo azul recordaba la esencia en el horizonte. Aquel día ni tenía que ser diferente ni había expectativas de que lo fuera. Ni anodino ni eufórico, era un día de tantos entre el mar del mes de mayo, pero ese amanecer en tecnicolor lo cambiaba todo. La luz reflejada en su piel, el frescor de primera hora erizándole la piel le daba cierta esperanza.

Pero fue en vano, el día no dejó de ser un correr de minutos que parecían horas, la jornada laboral no tenía más que tonos grises y lo más llamativo fue que se confundieron en el menú del almuerzo y le pusieron flan en vez de manzana. Eso y que un viento huracanado le arremolinó la falda del vestido provocando un ridículo momento al volver la esquina, con las manos ocupadas con las bolsas del supermercado, no fue capaz de tapar con suficiente diligencia ni la parte de atrás ni la de delante, sólo un espasmo de espantapájaros hizo que su intimidad lencera no estuviera en los ojos de los demás.

El resumen era demoledor y por más que se aferraba a buscar un momento del día en el que las carcajadas fueran sus únicas palabras, por mucho que intentara recordar en que momento había sonreído sin obligación social, no había nada más allá que números, facturas y un teléfono constante y profesional que le amargaba cada vez que sonaba con tono de problemas.

Si fuera una película estadounidense, un baño de espuma y una copa de vino arreglarían el desastre, al menos le darían un colofón más liviano a lo insulso, pero la vida real está llena de lavadoras, cacharros por recoger y ropa por planchar. Colocar la compra descalza, con el pelo recogido de cualquier manera y la ropa del día aún sin cambiar no serena las expectativas incumplidas. Aun así decidió que todo en la vida podía ser pospuesto y en el mismo ventanal en el que vio amanecer recordó con cierta nostalgia aquellos colores que le hicieron concebir esperanzas. No encontró el ocaso pero sí la nebulosa que precede a la oscuridad que acompasa al miedo, o al escondite de las frustraciones.

La cama seguía intacta y tras una ducha, el pijama fue el único abrigo. La idea de pasar la noche viendo estúpidos programas de televisión, películas memorizadas o leyendo un libro que le acentuara el pequeño pinchazo ocular que le avisaba de una migraña, le pareció de todo menos tentador. Dormir ya, si lo conseguía, era la manera de trasladar la ilusión marchita a un nuevo día para tentar a la primavera del amanecer siguiente y que floreciera.

La cama la acogió con familiaridad de sábanas usadas y a la segunda vuelta evocó su rostro, lo evitaba durante el día para no enredarse en pensamientos que no sabía muy bien como gestionar, sin embargo, por primera vez en el día pudo sonreír, igual con un deje de cierta tristeza en los ojos cerrados, pero al menos había sonreído y lo había hecho con sinceridad. A lo mejor era el presagio que necesitaba para que su mañana fuera por fin una gran jornada. Y en esa fe, por fin, cerró el día.

ESPEJO

Me he comprado un espejo. Es grande. Mide un poco más que yo. Tiene un marco blanco y pronto estará colgado de la pared de mi dormitorio.

No tiene mucha relevancia si no fuera por lo que implica para alguien como yo: acomplejada.

Durante una época de mi vida, los cinco años que estuve en Granada viviendo como madre de familia, los espejos convivían con mi día a día, es más, estuvieron en mi dormitorio. Tenía dos muy grandes en el armario y uno más colgado de la pared, conseguí odiarlos y odiarme. Los compré yo, los elegí yo, fui la única culpable de mi tortura. No pensé que pudieran afectarme tanto, sólo me pareció una buena manera de que la habitación pareciera un poco más grande. Fue un error. Si no fuera porque me hubiera costado el divorcio, los habría pintado de negro. No decía nada a nadie, ni siquiera protestaba, pero me ignoraba y me negaba a enfrentarme a mi propio reflejo. Me rehuía y aprendí a ver sólo lo que necesitaba mirar de mí. Y sólo si era imprescindible. Con cierta destreza acabé peinándome sin necesidad de verme reflejada.

Fue entonces me juré no volver a tener un espejo de cuerpo entero. Me prometí que no volvería a pasar más por la angustia de tener que bajar la mirada delante de mí misma y que no volvería a llorar al verme completa, llena de defectos físicos que conseguían hundirme hasta niveles insospechados. De eso hace seis años. Igual no es adulto, ni sensato, puede que sea algo que no debería ni siquiera contar, pero es la verdad. Negarlo sería una estupidez y tampoco voy a decir que lo tenga absolutamente superado. Sólo he dado un paso que me ha costado mucho más que el dinero que marcaba la etiqueta.

El primer paso que di fue mirarme en el espejo del ascensor y el que hay en el portal de casa. Se que habrá quien no me crea porque incluso llegué a hacerme alguna foto, pero lo hago sin verme, en la costumbre de entonces, la de mirar sólo un punto que no me desagrade del todo. Reconozco que cuando me hago alguna foto luego me entretengo en ampliarla con el móvil para castigarme con los defectos que veo. Esto no creo que lo vaya a superar tan fácilmente. Las cosas poco a poco.

Ayer me compré un espejo. Me lo repito y no me lo creo.

Hoy he pasado por delante, está apoyado en mi armario, desafiante y altivo. Me he armado de valor, sin premeditación  he sido capaz de mirarme matizada por el plástico que lo envuelve. Me he obligado a pararme y contemplar cada parte de mí, no he evitado ninguna, no ha sido fácil. Podía ver reflejado mi pulso desbocado y cierto miedo a mí misma. Como última prueba de fuego, a la desesperada, como un kamikaze emocional,  me he desnudado y me he vuelto a mirar. Se me ha aguado la mirada pero no he llorado. Me he vuelto a vestir y me he sentado en el filo de la cama. He respirado hondo y me he plantado otra vez enfrente. Unos segundos nada más. Suficiente. No he vuelto a entrar a la habitación.

Ahora tendré que hacerlo y no sé si quiero verme derrengada después de todo el día, cansada, con calor y seguro que con ojeras. Mañana vendrán a ponerlo en su sitio y estará sin el filtro que le otorga el film que lo protege. Me produce cierta ansiedad, pero igual que he ido superando otros miedos, estoy dispuesta a superar este. Me digo que sólo es un espejo, y que sólo soy yo, pero me asusta.

(A quien tanto ha hecho por este paso, para que no me suelte de la mano y venga pronto a mirarse al espejo conmigo)

VOLCÁN DURMIENTE…O NO.

Me he dado cuenta de que hay algo que me impide escribir. No sé si esto sucede siempre o si es algo que sólo me pasa a mí. Reconozco ser bastante especial, por no decir rara, y ya no sé cuando voy al compás del mundo o con el paso cambiado. Hay veces que en la negritud propia dentro de la manada inmaculada intento  travestirme en beige para pasar desapercibida sin perder la dignidad de la cabeza levantada.

He rescatado textos de autores hablando de la sequedad íntima, nada que ver con el Vaginesil, sino con ese desierto que nace de dentro y que impide plasmar lo que se vive y se siente. No es falta de experiencia, no es que el mundo no siga girando y se pueda seguir observando desde la privilegiada atalaya de las letras, es que no sale la oportunidad ni el deseo de contarlo. Y mucho menos la capacidad.

Sigo sin acertar con lo que me pasa, lo reconozco. Tan acostumbrada estaba a mi rutina de las gotas, tan pertinaz era en la tarea, que jamás me planteé que me pudiera ocurrir. Es cierto que he tenido alguna laguna, puede que no supiera de que escribir, incluso -muchas veces- sólo salieran historias vacías y textos vacuos, pero siempre había un post nuevo todas las mañanas.

No voy a negar la desilusión que produce no avanzar. Son años luchando y al final sólo apetece bajar los brazos, entregar las armas, algún diccionario, y mirar por última vez la escalera antes de cerrar el portal para siempre. No es una mudanza, ni un embargo, es una ruta a la nada. Ni siquiera los pequeños proyectos me levantan el ánimo frente a las teclas y no sé si convertirme en uno de esos escritores (junta letras)  malditos que nunca llegaron a nada y ni siquiera después de una muerte colosal consiguen que haya un pequeño libro de hojas bastas y encuadernación barata, en el que figure de autor.

Mi libreta de notas tiene más tachones que nuevas ideas, y sólo consta una que apunté hace varios meses. Tengo pendiente escribir sobre las personas que tienen odio en su corazón, rencor, malas experiencias no superadas y que creen que están dispuestos a querer, incluso a amar, desde ese camino de vuelta. Lo cierto es que no retornan, siguen estancados en el ese punto, le ha cambiado el mundo alrededor pero creen que son ellos los que se mueven, algo parecido a la sensación de ver moverse el tren del andén de al lado. No pueden amar, son incapaces, porque el órgano vital donde sea que se acoge el sentimiento lo tienen ocupado por un velo negro que jamás les dejará ser feliz. Aunque lo intenten, aunque lo vendan a la galería, aunque rían, en la soledad de la noche si miran con sinceridad a su interior, descubrirán que se autoengañan, en la oscuridad no se ven los colores. Pero es algo demasiado intenso como para mostrar frivolidad ante el tema o relatarlo sin la seriedad debida.

También debo más de un texto dedicado a quienes de verdad se lo merecen y como son personas importantes para mí, lo sigo posponiendo hasta que me asalte la creatividad. Debo dar miedo porque no hay manera de que las musas vengan a atracarme. Igual las estoy esquivando y no me doy ni cuenta.

No sé si lo honrado es parar, si esforzarme en seguir, si abandonar para siempre o simplemente dejar que el desencanto fluya, la felicidad anide en mi día a día, seguir sonriendo como hasta ahora, (hoy, por ejemplo, tengo agujetas de reír) y asumir que esta batalla la he perdido. No sé si esa es la postura fácil y cobarde. Igual sólo soy un volcán durmiente…pero lo dudo mucho…

UNA DE VACUNAS

Resulta que ahora hay difteria en España. Erradicada desde los años ochenta ha vuelto y espero que no sea para quedarse, hemos dado un salto atrás y me veo tentada de cardarme el flequillo y ponerme calentadores. Lo haría si no fuera porque no me sentaban bien y además no tiene maldita la gracia que haya un niño en estado crítico en un hospital catalán.

La corriente, internacional, de que las vacunas son perjudiciales es una de esas tonterías que hay que aguantar en la vida moderna, igual que te decían que no podías lavarte el pelo si estabas con la regla o que te podías quedar embarazada si te sentabas en la cama de un soltero. En la misma categoría lo pongo. Renunciar al progreso me parece una estupidez de tamaño gigante, hacer que tus hijos no tengan esas opciones me parece un delito.

Entiendo que puede ser bucólico y pastoril intentar frenar un dolor de cabeza o el insomnio con un puñado de hierbas en agua hirviendo. Yo, de hecho, confío tanto que sigo buscando la poción de ese pueblo de galos reducto frente a los romanos, ojalá Panoramix se acercara por mi casa un día de estos y me diera esa fuerza, mientras tanto tomo pastillas de magnesio que no sé si ponerlo en categoría de química o de hierbas, pero como me funciona lo pongo en el epígrafe de «lo necesito». Eso sí, para un dolor de muelas por favor, acércame todos los analgésicos que tengas porque yo no he nacido para sufrir por gusto.

Aunque me resulte sorprendente que alguien en su sano juicio renuncie al jamón, a los entrecotes, y a los montaítos de lomo, puedo aceptar que alguien decida ser vegetariano, lo que no comprendo es que se le prive a un niño de esas proteínas. Conozco el caso de un padre que tuvo que pedir que su hijo comiera carne y lo hace una vez por semana por sentencia judicial. Tampoco logro entender que se le prive de la leche, de los huevos o del pescado. Los adultos pueden hacer con su vida lo que les de la gana siempre y cuando no fastidien a los demás, los niños tienen unos derechos y al final tendremos que acabar legislando menús porque hay padres a los que se les ha pintado la neurona de verde.

Hay en el colegio de mi hija una niña a la que la madre le da de desayuno zumo de frutas rojas y un poco de hinojo. La niña tiene un tono de piel gris y siempre está enferma, todas sus enfermedades las cura con buenos propósitos y mucha naturaleza, pero la cuestión es que no sé si hay derecho a que una madre obligue a una hija a vivir así. Amén de que desayunar hinojo ya es de por sí un delito y si no lo es, debería serlo.

Por cierto, yo todos los años cuando matriculo a mis hijas tengo que fotocopiar la cartilla de vacunación, como si fueran perros, es obligatorio llevar la fotocopia, pero no es obligatorio vacunar, así que aún sigo intentando comprender para qué hacemos el ridículo. No sé si para que el Consejo escolar tenga miedo o por si se da el caso de que yo tenga que moñear a alguna madre si trae una de esas enfermedades al colegio, tener controlados los niños que puedan ser los más expuestos.

Esta decisión de los padres de no vacunar a su hijo va a traer como consecuencia inmediata tener en cuarentena a ciento cincuenta personas, el tratamiento de su hijo y no sé si alguna consecuencia más grave, Dios no lo quiera. Es verdad que la Seguridad Social paga los tratamientos de los fumadores que enferman de cáncer y lo han hecho por voluntad propia, de igual manera que otras enfermedades que nacen de la voluntad individual también se tratan, no es tanto la cuestión económica como el peligro en el que se ha puesto a la sociedad, las consecuencias que puede traer si ha habido contagio y, sobre todo, la indefensión de un menor expuesto a decisiones paternas sin que haya manera de obligar a los padres. Progenitores a los que , como bien se recordaba en Tuiter, se les obliga a llevar a sus hijos en una sillita especial en el coche por su seguridad. Las vacunas deben ser entendidas como imprescindibles para la seguridad del menor y del conjunto de la sociedad.

La ciencia, que avanza a pasos agigantados y nunca suficientemente rápido, nos otorgó el poder de prevenir enfermedades mortales, plagas, pandemias, y salvarnos de unos síntomas desagradables que pueden ser para toda la vida. Hemos adoptado con normalidad que hay enfermedades desaparecidas y que no hay que enfrentarse a ellas como no hace tanto demasiado tiempo. Gracias a esas vacunas la polio, por ejemplo, no forma parte de nuestro día a día en centros de salud. No veo la necesidad de volver atrás.

Ojalá el niño se salve, ojalá no hay contagio y sobre todo espero que esto sirva para tomar decisiones porque a veces a los menores hay que protegerlos hasta de la presunta buena voluntad de los padres…

LA FERIA Y LA BONITA

A estas alturas yo solía estar organizando un viaje a Madrid, eran momentos de presentaciones de libros, de firmas en casetas bajo las inclemencias del tiempo (calor de asfixiarse o lluvias torrenciales) y si no, eran reuniones para nuevos proyectos. Era el momento de gozar de la capital desde las letras y yo disfrutaba como una niña pequeña en la mañana de Reyes.

Lo que yo pude aprender en esos viajes es impagable. Recuerdo conversaciones en las que me dejaban con la boca abierta, sin metáforas, con la literalidad del mentón caído, mientras escuchaba a la vieja guardia del periodismo español. Las comparaciones son odiosas, pero si ahora se venden menos diarios no sólo es por culpa de internet. Las anécdotas de entonces son algo impensable hoy en día

El año pasado, por estas fechas, comenté con una rotundidad incierta: «El año que viene estás firmando «Las Charlas de Nunca», seguro», pero no ha podido ser. A las casetas de Madrid les faltan muchos, pero para mí falta alguien, el mejor, el que estará allí arriba sin ningún tipo de prisa, paladeando humo y gin tonics (hasta el cielo tiene un barman rendido a sus pies, seguro), sonriendo de medio lado y con una algarabía femenina alrededor. Lo imagino pensando que eso de morirse no es tan malo si puedes librarte de la promoción del libro.

A mi jefe, Alvite, había un texto que le gustaba especialmente, sé que era su favorito y por eso lo traigo hoy aquí, porque al acordarme de él me ha venido a la memoria Teresa, la bonita.

LA BONITA

Se llamaba Teresa, como su abuela, pero le decían «La Bonita» porque desde que nació lo era, una niña casi perfecta, de ojos grandes y pelo negro que hasta en la pelusa de recién nacida se adivinaba la melena larga, ensortijada y azabache que le flanqueaba hoy la cara. Su madre le dijo siempre que hasta la paraban por la calle para decirle lo guapa que era su niña, y su padre, ay su padre, que tenía el silencio de los hombre de bien siempre tuvo una palabra y una caricia para su Teresa. De eso habían pasado años, ella tenía ahora esa edad indeterminada entre los diecimuchos y treinta y pocos que tienen las mujeres de su raza.

Seguía teniendo unos inmensos ojos que hacían casi inexistente la presencia de la pupila, algo más cansados de mirar y de ver, y siempre subrayados por el negro de su lápiz, compañero de siempre y único atisbo de maquillaje en su rostro. Por las mañanas, agua y jabón, la línea continua de su mirada y el día comenzaba.

«La Bonita» tenía el desparpajo propio de una mujer del sur y una cautivadora palabrería que no sólo conocía de sus mayores, sino que no dudaba en utilizarla. Era desconfiada e inocente a la vez. También era madre de tres niños. Y viuda. Se casó hace muchos años sin más papel que la prueba de un pañuelo ensangrentado y fue feliz hasta el final. Su marido, su gitano, nunca le puso la mano encima, en contra de lo que dicen por ahí, y sólo estuvo en un lugar equivocado a una mala hora y no se pudo hacer más.

Ella sola sacaba ahora a sus niños para adelante, no faltaban a la escuela y nunca hubo nadie que le pusiera la cara colorada porque sus niños fueran sucios, sin las tareas hechas o sin el material. La escasez y las lágrimas sus hijos no la verían, eso sería por encima de su cadáver, me contaba, pero tampoco le daba alas a las locuras que tienen otros chiquillos.

Ella vendía en el puesto de una prima, y algo se llevaba, y el resto era de «arreglitos» que hacía por ahí, no le pregunté y ella se sonrió, «no es de droga, te lo juro, que ví caer a muchos y supe de donde venía lo malo, por bien que se estuviera un tiempo, que no les faltaba de ná, el final era el que era y además -se encogió de hombros- ahora está la cosa mu vigilá»

Yo sabía que su palabra estaba escrita a fuego en un bloque de hielo, porque liarme sabía hacerlo, o lo intentaba, pero la verdad es que pasaba tabaco de contrabando, «destraperlo» y en los tiempo que corren hasta podía entender, justificar y aceptar algo tan inocente como dos cartones de tabaco a la semana.

Se bebió su café, en vaso, negro con mucha azúcar y se puso de pie, «paga tú y otro día te convío yo, voy a hacer unos mandaos y voy a tirar pa la casa, los niños habrán terminado ya los deberes»

La paré sujetándole levemente de la mano, «¿te hace falta algo Bonita?» Suspiró y me dijo, «son tantas cosas las que me hacen falta que si empiezo no termino, pero mientras no me falten dos manos para trabajar y un trabajito que hacer y mis niños tengan salú…gracias morena, yo se que puedo contar contigo y aunque no te lo creas, estos cafelitos me saben a gloria y me dan la vida, así me aireo, no es orgullo, sabes que si le hiciera falta a mis niños pediría hasta en la puerta de la Iglesia, aunque allí no va mucha gente ya…» Sonreía.

Y yo me quedé allí mirando como se iba y como los hombres se volvían a mirarla al verla pasar y ella, entre distraída y coqueta salía canturreando del bar ya lejos de donde estaban sus pies.