OCASO DEL PRINCIPIO

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Bendita y acolchada mala memoria que me permite volver a disfrutar con ojos nuevos placeres en el paladar. Nada como saborear con familiaridad algo absolutamente desconocido. Hoy es el día en el que se encuentran -o se enfrentan- todos los condimentos y pocas cosas más apetecibles  que descubrirlos con los ojos cerrados.

El final hacia un principio común que sin embargo es novedoso y a estrenar. Volver a la rutina decimos en la repetición incesante de frases hechas. Nada más lejos de la realidad, las etapas que se cierran nunca fueron iguales y las que están por comenzar traen la cadencia de otros momentos, pero llena de vicisitudes y sonrisas que jamás se estrenaron.

Mañana es un comienzo que no daré por terminado hasta la mitad del estreno, como un eterno baile de máscaras en el que los antifaces no terminan de desaparecer. Dejando que pase el tiempo con el anhelo de descubrir por fin quien es mi pareja de baile y a la vez queriendo que sea eterna la intriga entre sus brazos. Entonces, allá por el día quince, será otra vez un volver a empezar desde mañana. Será con una copa semejante, pero otra fiesta, con los mismos invitados ya sin parapeto, y la música y baile tendrán reminiscencias de hoy.

Pero ahora toca el descanso, la serenidad cuasi rural, las barreras por saltar sin moverse del sitio, el silencio roto por las chicharras, el calor a plomo de un sol encallado en el verano dominical…son las últimas horas de un comienzo vestido de normalidad…cursi como un beso en el portal, apremiando inclemente como un amante ansioso…hasta mañana.

 

(Foto @danirodmu)

 

GISTAU Y LENTEJAS.

No soy una madre perfecta ni aspiro a serlo. Las personas sin mácula no existen, (mi madre terminaría la frase diciendo que hubo uno y lo crucificaron) y los seres que tienen pocos defectos son insufribles. También pululan los petulantes y endiosados que se creen libres de todo mal, éstos me producen arcadas, y pavor si tengo que enfrentarme a ellos. Dentro de este amplísimo grupo existe un subconjunto digno de película gore de serie B: el grupo de las madres perfectas. Las aborrezco y si existe un tipo de alergia mental, la padezco y no hay antihistamínico que me cure, ni vacuna que me libre.

La maternidad para mí fue algo deseado, buscado y lleno de juvenil entusiasmo, entre otras cosas porque era joven de verdad, no una joven de cuarenta y siete años como se empeñan en decir algunos medios de comunicación, los mismo que hablan de un anciano de sesenta. Yo fui madre desde el minuto uno, porque me diagnosticaron una amenaza de aborto y me entró un pánico desconocido. Una histeria de proporciones épicas. Perdí el control de mí misma, física y mentalmente. De mí dependía que alguien (no un alguien cualquiera, mi hija) naciera o muriera. Antes de los dos meses de embarazo yo ya era madre, de pleno derecho y no tuve tiempo ni para la preparación mental.

Todo esto viene al hilo de un brillante artículo de Gistau que pese a ser de abril del 2010, yo he conocido esta mañana. Lamento haber estado cuatro años largos ignorando esta obra maestra, porque lo es. Aunque esté mal visto que un columnista hable de sentimientos porque siempre existe el miedo de acabar siendo alguien almibarado, como esos que llenan con frases que provocan comas diabéticos, en este artículo -como en otras ocasiones- Gistau lo borda.

Conforme leía sonreía asintiendo, menos mal que estaba sola, sentada a los pies de mi cama. Si me pilla acompañada o por la calle seguro pensarían -otra vez más- que estaba loca. Antes de terminar el segundo párrafo sonreía y me caían las lágrimas. Le doy toda la razón a D. David en su artículo, las mujeres somos madres desde el minuto uno, no es cuestión de locura transitoria, es que la biología se encarga de recordárnoslo a cada momento. Somos madres sí, aunque no seamos de las perfectas, hasta perteneciendo al club de madres que queman las lentejas, como dice la elegantísima @GraceRigby.

Del tema de los primeros momentos de la maternidad gestante se escribe mucho. De la de noches sin dormir por culpa de un barrigón que te cambia el epicentro y te oprime la vejiga, se habla con naturalidad, pese a que los temas escatológicos tengan en sí mismos una doble moral: se sufren pero no se debe de hablar de ellos…salvo que estés embarazada. Se comenta sin pudor de las hormonas revueltas para consolar, sobre todo, a hombres ojopláticos que pese a que han pasado cinco meses siguen sin saber qué demonios está pasando. Incluso en voz baja se comentan los miedos y por fin: El parto.

Infinidades de blogs, webs, libros, columnas, facsímiles, trípticos y vídeos de YouTube nos ilustran sobre incontables anécdotas de niños llorosos, lactancias difíciles, noches en vela, primeras papillas, gateos de vuelo raso, pasos vacilantes y pequeños balbuceos, pero nadie habla del sentimiento, que no me avergüenza reconocer, que a mí me afecta.

Mis hijas son mayores, trece y nueve años, y ya no hay bebés en casa, ni siquiera puedo decir que hay niños pequeños. No son mujeres ni son autosuficientes, pero son cada vez más independientes (como debe ser) y yo he pasado de ser imprescindible a ser , en todo caso, referente. A mí me gustan los niños pequeños, matizo, sobre todo me gustan MIS niños pequeños. Y entonces nace la pregunta…y si tuviera otro bebé. Un runrún que no me abandona, que incluso me hace descubrirme mirando ropa de «primera postura» y sintiendo un deje de envidia por la cantidad de bebés que van naciendo a mi alrededor. Por un lado la respuesta a un hijo más es un sí rotundo, por otro da miedo económicamente, y en último lugar aterra volver a pensar en biberones y pañales, pero era fantástico.

Reconozco que cada etapa que te van marcando es estupenda, hasta el pavo más típico, lleno de tópicos, pero echo de menos un bebé. Ya está, ya lo he dicho, no sé si es normal o sólo me sucede a mí. No sé si es nostalgia exclusivamente femenina porque desconozco que van sintiendo los hombres, éstos suelen ser de pocas palabras y más en estos temas, quizás por eso me ha emocionado Gistau y me ha hecho pensar, tanto, que casi quemo las lentejas…

 

 

VARIAS VIDAS

No sé las vidas que caben en el espacio que va desde que nacemos hasta que morimos. No es sólo una.

Estoy segura que nos suceden muchas vidas, no somos los mismos, no actuamos igual, no tenemos la inamovilidad de un árbol, somos mar. Entiéndase mar como licencia pseudopoética porque está claro que algunos son de secano desde que nacen hasta que mueren. Expelen tierra.

Me niego a creer, y la experiencia así me lo dice, a quien dice «yo siempre soy el mismo». Es imposible, es incierto. Vamos modificando nuestro yo, por pasiva o por activa, por reacción o por omisión, a la fuerza o por gusto, pero cambiamos.

No acierto a comprender si yo soy la única que se para a observar si he transfigurado mi vida. A ratos, en mis soledades acompañadas, busco el punto de inflexión que me hizo alterar una u otra forma de vivir. Incluso, en un bucle infinito, mientras averiguo que me ha hecho voltear mi vida, puedo estar cambiando. O tomando la decisión de cambiar, para luego hacerme caso, o no. Soy poco de obedecerme.

En la contemplación de lo que me rodea, como sentada en una terraza en verano, también busco si  lo han hecho los demás. Me gusta analizar como van cambiando poco a poco las personas, prefiero descubrir el pequeño giro de costumbres antes que sorprenderme de un drástico comienzo, que también los hay. No lo juzgo, a duras penas me planteo si yo lo hubiera hecho igual, sólo encuentro lo diferente. Algo parecido a aquel juego de las siete diferencias, pero en 3D, en la vida real.

Es algo parecido a sentirme como esa señora de pueblo, ojo avizor en una calma de chicharras veraniegas, que cuando alguien llega con una noticia de las que hacen temblar los cimientos de la quietud rural, siempre responde (cruzándose la rebeca o la bata de estar por casa, si la climatología así lo pide): «Se veía venir».  Y es cierto, lo sabía, y no porque su vida esté centrada en la de los demás, sino porque sabe mirar.

Defiendo (¿tengo que seguir avisando que no dogmatizo, que sólo tengo opiniones personalísimas?)  que el cotilleo es malvado, tenaz y simple. Simple desde el lado más feroz, anclado en la falta de inteligencia.  Juzgar sin ser juzgado, que luego, a éstos, a los cotillas, les nace una dignidad para su intimidad y sus opiniones que sólo puedo despreciar. Pero aprender a mirar es otra cosa, es la manera de conocernos. Observar desde la barrera, sin opinión, sin intensidades, pero descubriendo cómo somos.

Y todo esto nace porque esta mañana, nublada en un dolor de cabeza que se ha anclado en mí como si veraneara en mis sienes, me he dado cuenta de que algo ha cambiado, y me he parado a buscarlo. Y lo he encontrado. Ahora sé algo más de mí.

 

CALCETÍN ALTO.

Ha llegado el día clásico del verano, el de la segunda quincena de agosto, ese que nos iba preparando despacio para lo que se veía en el horizonte. Está hoy el día de un levante gris con trasfondo azul. Las nubes quieren quitarse el alivio de luto para llenarse de luz, y lo harán, pero en esta hora de la mañana su color pardo funciona como letra impresa de burofax. Es un aviso.

Todavía queda pendiente el día del diluvio, siempre lo hubo en los primeros días de septiembre. No es raro en otras latitudes, pero aquí sí. Ese diluvio que pillaba siempre haciendo los recados de la mañana y que siempre me cogía en mitad de la calle, con pantalón corto y sandalias. Me asombraba, todos los años, como alguien siempre tenía un paraguas a mano y sin conocer el accuweather.

Pero hay que ir por partes. Hoy sólo son nubes y un viento que gime desconsolado. No sé si porque ansía volver o porque teme que tenga que trabajar sin resuello hasta que la primavera le de días de descanso. Viento de levante que ulula tras las ventanas y se arremolina en los patios de vecinos como una chismosa de rulos y bata de boatiné. Un levante que me habla con la voz de mi niñez.

Éstos eran los días en los que temías pasear por el centro de la ciudad. Los escaparates ya estaban cambiados y los alegres carteles de rebajas daban paso a los uniformes, y entonces ya sabías que era imparable. Ya está aquí, te decías. Mirabas con rencor a ese calcetín alto que pronto asfixiaría a tu pie libre, amplio y cómodo en sandalias veraniegas. Empezabas a temer el momento en el que tu madre, previsora y sin remordimientos, te empujaba a la tienda y te probaba un jersey crecedero, que tiene que llegar hasta junio. Y picaban, todos picaban, da igual el material, la mejor lana, el más excelente poliéster, picaban porque te notabas la alergia de la tiza, del pupitre, de las horas de estudio. Te picaba el despertador.

Yo, que disfrutaba de volver a ver a mis compañeras y amigas, en esas maratonianas nueve horas al día de horario escolar, también sufría picores. A mí que me entusiasmaba (y me entusiasma) un cuaderno nuevo y un bolígrafo lleno de historias por contar, sufría con cierta dualidad de sentimientos, se me hacía difícil comprender que los uniformes habían vuelto a estar en primera línea de playa y quería estrenar mochila.

En mi caso, las malas noticias revestidas de grandes cristaleras venían de la mano de  Almacenes Mérida, Galerías Villanueva…qué bonitos nombres de tiendas que ya no existen. Tenían el mostrador de madera y venía a atenderte una «señorita» o un señor encorbatado. No se puede comparar el glamour de esos comercios con la vulgaridad de elegir zapatos justos al lado del pescado en Carrefour, eso es un hecho que nadie puede discutirme.

Los tiempos avanzan, sí, la vida no es la que conocimos, en esencia eso es muy bueno. De entonces sólo queda el machacón e incesante pasar de los días, nada es como entonces, ni siquiera es igual el uniforme de mi colegio y soy yo la madre que compra el material escolar.

Ahora que voy terminando este texto ya va abriéndose paso el sol entre las nubes, sigue susurrando el viento con la voz de mi ayer, y confío -con cierta nostalgia- que al salir hoy a pasear por las calles de mi infancia me encontraré, aunque sea para sentir ese escalofrío, algún escaparate con uniforme de calcetín alto.

BATIDO

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«Verás linda, voy a dejarte un consejo, deberías seguirlo, pero qué demonios, todos hemos sido jóvenes y alocados, y hemos escuchado con respeto a nuestros mayores y rápidamente lo hemos olvidado. Aún así escucha a tu abuela…atiende: cuando un hombre lleva un traje de chaqueta con corbata estrecha, huele a colonia y su pelo está delineado, muchacha, estás perdida. Si su sonrisa se enmarca en un rostro perfecto y sus pies pueden llevar el ritmo de la música y se atreve a sacarte a bailar, entonces, actúa, sé lista, no debes dejarle marchar. Y sobre todo, princesa, si te gira en el taburete del bar y te invita a un batido con nata, entonces, sonríe y busca colgarte de su cuello. Es el hombre de tu vida.»