No sé las vidas que caben en el espacio que va desde que nacemos hasta que morimos. No es sólo una.
Estoy segura que nos suceden muchas vidas, no somos los mismos, no actuamos igual, no tenemos la inamovilidad de un árbol, somos mar. Entiéndase mar como licencia pseudopoética porque está claro que algunos son de secano desde que nacen hasta que mueren. Expelen tierra.
Me niego a creer, y la experiencia así me lo dice, a quien dice «yo siempre soy el mismo». Es imposible, es incierto. Vamos modificando nuestro yo, por pasiva o por activa, por reacción o por omisión, a la fuerza o por gusto, pero cambiamos.
No acierto a comprender si yo soy la única que se para a observar si he transfigurado mi vida. A ratos, en mis soledades acompañadas, busco el punto de inflexión que me hizo alterar una u otra forma de vivir. Incluso, en un bucle infinito, mientras averiguo que me ha hecho voltear mi vida, puedo estar cambiando. O tomando la decisión de cambiar, para luego hacerme caso, o no. Soy poco de obedecerme.
En la contemplación de lo que me rodea, como sentada en una terraza en verano, también busco si lo han hecho los demás. Me gusta analizar como van cambiando poco a poco las personas, prefiero descubrir el pequeño giro de costumbres antes que sorprenderme de un drástico comienzo, que también los hay. No lo juzgo, a duras penas me planteo si yo lo hubiera hecho igual, sólo encuentro lo diferente. Algo parecido a aquel juego de las siete diferencias, pero en 3D, en la vida real.
Es algo parecido a sentirme como esa señora de pueblo, ojo avizor en una calma de chicharras veraniegas, que cuando alguien llega con una noticia de las que hacen temblar los cimientos de la quietud rural, siempre responde (cruzándose la rebeca o la bata de estar por casa, si la climatología así lo pide): «Se veía venir». Y es cierto, lo sabía, y no porque su vida esté centrada en la de los demás, sino porque sabe mirar.
Defiendo (¿tengo que seguir avisando que no dogmatizo, que sólo tengo opiniones personalísimas?) que el cotilleo es malvado, tenaz y simple. Simple desde el lado más feroz, anclado en la falta de inteligencia. Juzgar sin ser juzgado, que luego, a éstos, a los cotillas, les nace una dignidad para su intimidad y sus opiniones que sólo puedo despreciar. Pero aprender a mirar es otra cosa, es la manera de conocernos. Observar desde la barrera, sin opinión, sin intensidades, pero descubriendo cómo somos.
Y todo esto nace porque esta mañana, nublada en un dolor de cabeza que se ha anclado en mí como si veraneara en mis sienes, me he dado cuenta de que algo ha cambiado, y me he parado a buscarlo. Y lo he encontrado. Ahora sé algo más de mí.