CALCETÍN ALTO.

Ha llegado el día clásico del verano, el de la segunda quincena de agosto, ese que nos iba preparando despacio para lo que se veía en el horizonte. Está hoy el día de un levante gris con trasfondo azul. Las nubes quieren quitarse el alivio de luto para llenarse de luz, y lo harán, pero en esta hora de la mañana su color pardo funciona como letra impresa de burofax. Es un aviso.

Todavía queda pendiente el día del diluvio, siempre lo hubo en los primeros días de septiembre. No es raro en otras latitudes, pero aquí sí. Ese diluvio que pillaba siempre haciendo los recados de la mañana y que siempre me cogía en mitad de la calle, con pantalón corto y sandalias. Me asombraba, todos los años, como alguien siempre tenía un paraguas a mano y sin conocer el accuweather.

Pero hay que ir por partes. Hoy sólo son nubes y un viento que gime desconsolado. No sé si porque ansía volver o porque teme que tenga que trabajar sin resuello hasta que la primavera le de días de descanso. Viento de levante que ulula tras las ventanas y se arremolina en los patios de vecinos como una chismosa de rulos y bata de boatiné. Un levante que me habla con la voz de mi niñez.

Éstos eran los días en los que temías pasear por el centro de la ciudad. Los escaparates ya estaban cambiados y los alegres carteles de rebajas daban paso a los uniformes, y entonces ya sabías que era imparable. Ya está aquí, te decías. Mirabas con rencor a ese calcetín alto que pronto asfixiaría a tu pie libre, amplio y cómodo en sandalias veraniegas. Empezabas a temer el momento en el que tu madre, previsora y sin remordimientos, te empujaba a la tienda y te probaba un jersey crecedero, que tiene que llegar hasta junio. Y picaban, todos picaban, da igual el material, la mejor lana, el más excelente poliéster, picaban porque te notabas la alergia de la tiza, del pupitre, de las horas de estudio. Te picaba el despertador.

Yo, que disfrutaba de volver a ver a mis compañeras y amigas, en esas maratonianas nueve horas al día de horario escolar, también sufría picores. A mí que me entusiasmaba (y me entusiasma) un cuaderno nuevo y un bolígrafo lleno de historias por contar, sufría con cierta dualidad de sentimientos, se me hacía difícil comprender que los uniformes habían vuelto a estar en primera línea de playa y quería estrenar mochila.

En mi caso, las malas noticias revestidas de grandes cristaleras venían de la mano de  Almacenes Mérida, Galerías Villanueva…qué bonitos nombres de tiendas que ya no existen. Tenían el mostrador de madera y venía a atenderte una «señorita» o un señor encorbatado. No se puede comparar el glamour de esos comercios con la vulgaridad de elegir zapatos justos al lado del pescado en Carrefour, eso es un hecho que nadie puede discutirme.

Los tiempos avanzan, sí, la vida no es la que conocimos, en esencia eso es muy bueno. De entonces sólo queda el machacón e incesante pasar de los días, nada es como entonces, ni siquiera es igual el uniforme de mi colegio y soy yo la madre que compra el material escolar.

Ahora que voy terminando este texto ya va abriéndose paso el sol entre las nubes, sigue susurrando el viento con la voz de mi ayer, y confío -con cierta nostalgia- que al salir hoy a pasear por las calles de mi infancia me encontraré, aunque sea para sentir ese escalofrío, algún escaparate con uniforme de calcetín alto.

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