Los domingos son cadáveres, no, son agonía semanal que pide extrema unción para quien tiene alrededor. Muerte extensiva. Son orgasmos tempraneros que dejan demasiado tiempo libre. La alegría con retrovisor. La felicidad con cuentagotas.
El domingo une generaciones: después del arroz con cosas ya no hay más. Vacío. Tiempo inerte. Quieres hacer pero para qué, mañana hay que madrugar o no, pero es lunes y eso trastoca el ánimo. Habrá que ir al trabajo, al cole o a clase. Habrá que hacer cosas de diario, específicas, cosas que solo se pueden hacer entre semana. Cosas sórdidas.
De las tardes de domingo ya está todo dicho, no se puede ser original ni contarlo de manera diferente. La tarde de domingo es la espada de Damocles, es el último estertor, la despedida de la familia, el adiós a los amigos, el calor de un sofá que ya sólo será compañero por tiempo limitado.
Incluso cuando la semana puede empezar llena de buenas noticias y momentos deseados no importa, queda ese regusto a angustia, a comienzo sin ganas, a obligación y esta negritud se extiende como tinta de calamar, oscura, densa, y con afán de ensuciar.
Recuerdo domingos de transistor, de llegar a casa cansada, después de merendar en la calle, y aterrarme por si quedaban deberes por hacer. Domingos de preparar la mochila y el uniforme, de repasar el examen del lunes, de lavarse el pelo. Domingos de no cenes mucho que hemos comido demasiado. Tremendo.
Sólo los domingos vacacionales tienen otro perfil, pero personalmente también los odio. Es el domingo populoso, familiar hasta el extremo, lleno de hordas de humanos sedientos de playa, mar o montaña. Angustia de exceso vital. Yo, tan de la bulla, no soporto el domingo estival.
Comprendo, eh, comprendo que hay quien no tiene otra posibilidad, otro momento, y el domingo es su estampida al veraneo actual, de menos de veinticuatro horas, pero prefiero ser cartujano (miarma, pintor de loza) antes que sucumbir a dos atascos, quince vueltas para aparcar en un descampado a precio de oro y haber cargado con seis neveras, cuatro mesas, ocho sombrillas y toda la familia. Se me pone la piel de gallina sólo de pensarlo. Me estremezco.
Sólo hay dos domingos en el año que me dan paz. El Domingo de Ramos que es comienzo de semana de Pasión, de pasos en la calle, de flores, velas y gente llorando. Domingo con el que empiezan días de Gloria antes de que llegue la Resurrección porque como sabemos que acaba bien celebramos desde el primer momento. Y, por supuesto, el Domingo de Pentecostés, antesala de ese Lunes de Rocío con Ella por las arenas, el día más emocionante del año para mí.
Y hoy es domingo. Domingo de plancha, de limpieza, de cerveza apresurada, de comida para varios días, y en la tarde, miraré el reloj con pesadumbre, moviendo la cabeza con desagrado y sintiendo la punzada de la angustia, del paso inexcusable, del siguiente amanecer…no quisiera preocuparles, criaturas, pero mañana es lunes.