OPORTUNIDADES Y COMPATIBILIDAD

Hay un hecho que parece que nos cuesta aceptar. No todas las personas somos compatibles. No le caemos bien a todo el mundo y no todos tienen que parecernos encantadores y maravillosos, incluso si a un gran número de personas le parece una persona estupenda. El borreguismo social no sólo  se hace patente en corriente políticas, ideológicas o televisivas, a veces en pequeños círculos notas la pleitesía a determinadas personas, y los que pasan a no rendir el tributo al becerro de oro, -perdonen la similitud-, saben que su lugar es el lado oscuro. Ni que decir tiene que el reverso tenebroso es mucho más divertido.
No es que yo abogue por los malos modos, la irascibilidad o el desencuentro palpable. No me agradan, ni mucho menos, las situaciones tensas y el ambiente espeso. Hay un límite, que es el de la buena educación, el que requiere un mínimo de cordialidad -o de hipocresía-, no cuesta nada saludar o despedirse, pedir las cosas por favor e incluso sonreír, pero no es necesario estirar en el tiempo una relación, del tipo que sea, que se prevé desastrosa. Es más, creo que no es necesario si quiera, alargar una conversación. Tampoco hay que plegar las razones propias siempre.
No es que piense que hay que ir por el mundo de manera justiciera, eligiendo y rechazando a personas a la primera de cambio. Todo lo contrario. Pienso que todas las personas se merecen una oportunidad de ser conocidas y todos tenemos derecho a que se nos conozca. Entre las cosas que más me desagradan están los divinismos.
Si algo me parece deleznable, es el grupo de personas que, en un gesto de suprema cobardía, no se atreven a saber de alguien por lo que le han dicho otros, por su aspecto físico o por su condición: sexual, religiosa o física. Y no me refiero a grandes rasgos -que también- me refiero a quien no le da la oportunidad a alguien por tener sobrepeso, no llevar ropa de calidad, o por ser centro de cotilleos y maledicencia por haber tenido muchas relaciones, o por no esconder que va a Misa los domingos. Y no, no estoy exagerando. Son ejemplos al azar, pero de situaciones que he vivido o compartido con otros. Basta con ser observadora en la sombra (sí, la del lado oscuro) para saber que se da con más frecuencia de la que parece. Por supuesto es difícil que entonces yo me pueda llevar bien con ese tipo de persona.
Lo que algunos le llaman química o feeling no es más que una conjunción de características por las que una persona te agrada. Puntos en común en los que coincidir y otros tantos en los que discrepar para poder debatir, que si no es muy aburrido. Personas con las que coincides y al poco tiempo sabes que puede que sea «el principio de una gran amistad», quizás sea un atractivo contrincante en la conversación, y hasta, en ocasiones, puede dar paso a una relación amorosa.
Pero te das cuenta, sabes que puede ser alguien a quien saludes y rehúyas, que sea un buen amigo o un conocido divertido con quien formar grupo a la hora de salir, quizás le ves el perfil de un amor eterno. Lo único  importante, sobre todo por no sufrir, es que en todos esos casos, la otra persona piense igual que tú.

LOS NOMBRADOS

Entre mis muchas rarezas, que no sé si tengo demasiadas, bautizo a casi todo ser, vivo o no. Si es algo cotidiano, está a mi alrededor, o utilizo asiduamente, no hay duda, acabo poniéndole algún nombre. En mi descargo diré que es algo heredado. También hay que tener en cuenta que no todo es susceptible de ser bautizado. Nace la magia y lo notas, sabes que tiene que formar parte del elegido grupo de «Los nombrados».
El primer ordenador que tuvimos como bien ganancial se llamó Joe -léase you, así, en extranjero-…en esa época, la de nuestra primera casa, los treinta y ocho metros cuadrados daban para poco, pero creo que ese pc de sobremesa era el que más espacio tenía. Tampoco andaban mal de espacio los tres canarios que nos regalaron, estaban en una jaula doble que ocupaba todo el balcón. Así de grande era el balcón…y la jaula…Creo que en proporción, los canarios tenían un apartamento más grande que nosotros. Luego tuvieron descendencia, que yo criaba con santa paciencia, y se les puso el chalet más apretado. Los tres primeros se llamaban «Bolita de Alcanfor», «Ranita Tomatera» y «Pequeña Pocha». Ésta última se me murió pronto, creo que erramos al elegir el nombre y la predestinamos.
Tuve otro canario, se llamaba «Curro». Y el único perro que he tenido de casada se llamaba «Pibe», otro homenaje a Mafalda como el título de este blog. Canes anteriores en mi vida fueron «Bambula» y «Duna». Pero ponerle nombre a los animales es más normal, es más, lo extraño es no ponérselo. Acaban formando parte de la familia, se les coge cariño, y es lo más lógico. Además los pobres por algún nombre deben de responder, si es que tienes especial interés porque te hagan caso. Aunque los peluches no tienen que oírme, ni venir corriendo, y también han tenido siempre nombre. Todos, por pequeños que fueran. «Topi» era -y es- mi oso especial…
Uno de mis muebles se llama «El caro» porque aunque no fue excesivo el desembolso, fue lo más caro que habíamos pagado hasta entonces por un mueble. A plazos, por supuesto. Y ahí sigue, salió bueno. Los primeros sofás que compramos, azules, uno más grande que el otro, se llamaban «El vomitao» y «El otro», podrían haber sido el grande y el chico, pero no, todo fue porque  mi hija tenía cierta habilidad, para que después de tres toses, viniera el torrente, y siempre le pillaba en el mismo sofá y no en el otro. Me hice experta en el limpiado de tapicerías. No tiene secretos para mí.
Cuando tuvimos el primer lavavajillas hubo que darle un nombre apropiado, y se llamó Braulio porque tenía la prestancia justa para ser elegante sin dejar de ser eficaz. Puedo asegurar que lo quise con locura. Y el hueco que deja el tendedero de la ropa fue bautizado por las niñas como «La cueva de los monos» y por supuesto, toda la familia le llamaba así.
El segundo sobremesa, (un ordenador potentísimo, elegido pieza a pieza), por un acto de paridad absoluta, decidimos que tuviera nombre de mujer, por eso y porque esta casa piensa en femenino…y como agradecimiento y recuerdo al primero, se llama «Mary Jo» -mariyou, en extranjero- y hasta la fecha sigue con nosotros. Está algo mayor, pero sigue siendo jovial y útil. Es cierto que la flota de ordenadores ha crecido, tanto como las niñas (que por supuesto también tienen nombre…) y mi malogrado Netbook se llama «Chiquinino», el de mi hija Rocío se llama «Teclas» y el que le dio la Junta de Andalucía (esa insensatez populista, de color verde) se llama «Musgo». El siguiente que llegó a la familia fue el de mi hija Julia que se llama «Gandalf» y este desde el que os escribo, que todavía no ha cumplido los cuatro meses, en contraprestación con el anterior, lo bauticé como «Máximus».
El primer geranio que tuvimos se llamó «Gundemaro» y tuve un «Sisebuto», un cactus que sequé…sí, soy una negada para las plantas pero les pongo mucho interés, como a «Olguidría», una orquídea que me duró dos meses, pero le hice muchas fotos. Ahora tengo a «Felipe» y a «Sarah» «Jessica» «Parker» que eran tres iguales aunque ya Parker no esté entre nosotros.
Supongo que se puede vivir sin que las cosas tengan nombre…pero a mí me gusta, ni siquiera es premeditado. También suelo llamar a la gente por un nombre diferente al que lo hacen los demás…pero eso ya es otra historia…

OJERAS

Tenía tipificadas las ojeras.
Algunas tenían números, igual que los impuestos, y siempre se debían a ellos. Según el mal día que le dieran, se trasladaban a su sueño y a sus ojos. Nunca tuvo unas ojeras peores que cuando le tocó liquidar el 303 por primera vez, sola en su oficina las horas corrían en su contra y no pudo ni ir a casa a dormir. Esas ojeras fueron antológicas. Ojeras 303.
Tampoco estuvieron tan mal las ojeras de la maternidad. Esos primeros ocho meses sin dormir, en los que su ex marido seguía a pierna suelta, ocupando más de media cama y diciendo, ante sus quejas, que su trabajo era más duro y tenía que descansar. Gastaba corrector de ojeras al mismo ritmo que botes de leche en polvo para el bebé. Su bebé. Se había ganado por derecho la propiedad en exclusiva. No quería ni la pensión compensatoria, nada de dinero si él no quería ver al niño.
El divorcio no le provocó ojeras, al contrario, empezó a dormir mejor. En cuanto supo que no había que pelear por tener a su hijo, sólo encontró ventajas. Bueno, tenía que ser sincera, el primer fin de semana que lo tuvo a su hijo en casa -pese a que le hubiera correspondido a él-, se sentó a su lado y le llegó el amanecer ensimismada en su belleza y en los dulces pensamientos que le procuraba. Tuvo ojeras de ser feliz.
Y luego llegó la primera noche de pasión, de sexo loco y desenfrenado, de después del divorcio. Esa primera noche que no durmió absolutamente nada e hizo todo el ejercicio que tenía atrasado. Eso sí que fueron ojeras a la mañana siguiente…no hizo por taparlas, eran elocuentes y sin embargo le quedaban  bien a su sonrisa. Porque es así, pese a que todavía piensen que las mujeres se enfrentan al sexo como una obligación, es incierto. Sonreía desde el cansancio y las ojeras iban acompañadas de ojos brillando.
Las ojeras de salir alguna noche, pocas, eran un ritual como la resaca y el dolor de gemelos después de unos zapatos de tacón casi imposibles. Se aceptaban desde el momento en el que elegías que ibas a llevar. Si era noche de fiesta, al día siguiente estarían ahí las ojeras, impertinentes y osadas. Lo mejor era no tener que hacer nada ese día y recuperarse sin prisas, pero si había algo que hacer, ni el estómago revuelto ni las ojeras pensaban irse. Era inútil luchar contra eso. No había remedio. Sólo había que dejarlo pasar.
Había tenido ojeras de pasar la noche consolando a una amiga, de eternas vigilias de hospital, de desilusión tras un fracaso sentimental -entendido como una ilusión, no un amor verdadero, para eso, por ahora, estaba inmunizada-. Ojeras por algún fin de mes que se hacía más difícil de lo complicados que solían ser, por una discusión tonta con la familia…pero esas no eran bonitas, no tenían regusto a felicidad.
Hoy tenía ojeras, ahora mismo las estaba maquillando, tenía que salir a una reunión de trabajo y debía estar presentable. Y mientras las maquillaba lo tuvo claro: estas ojeras tenían tu nombre.

REVOLUCIÓN ESTUDIANTIL

Yo una vez fui cabecilla de una revuelta estudiantil.
Así, una revolucionaria. Usé el derecho a la huelga que en realidad no tienen los estudiantes. Seamos sinceros, se llama huelga pero no lo es. No son trabajadores por cuenta ajena. No cotizan a la seguridad social como empleados. No son autónomos ni profesionales asimilados. Son usuarios de un servicio, público o privado, por el que pagan una determinada cantidad de dinero.
Supongo entonces, igual me equivoco, que se debería llamar «Protesta estudiantil», «Reivindicación estudiantil» o «Cabreo» pero huelga jurídicamente entendido, pues no.
Por supuesto mi revolución no era agresiva, ni siquiera fuimos mal educados, fueron reivindicaciones de usted. Que lo cortés  nunca estuvo reñido con lo valiente. No tiramos ni media piedra, no existió el vandalismo y por supuesto no hubo barricadas ni quema de neumáticos, con el mal olor que deja eso. También es cierto que no había ningún sindicato estudiantil apoyando mi causa y supongo que no fue por desidia ante mi convocatoria (que fue un éxito) sino porque no se enteraron a tiempo.
Pero hice una Asamblea. La huelga en sí no hizo falta. Creo que quitando alguna exposición en clase o los exámenes orales, era la primera vez que hablaba en público. Sola, ante mis compañeros de las dos diplomaturas que se impartían en mi escuela. No estaban todos porque no cabíamos en el aula y eso que estábamos en la más grande y había gente de pie, tampoco es que hubiera un exceso de compromiso desorbitado. Pero éramos un mogollón.
La causa de mi huelga fue que habían vaciado la biblioteca, no sólo de libros, si no también de mesas y sillas. En la biblioteca no había más de seis mesas extragrandes y libros pocos. Estábamos de traslado pero hasta el curso siguiente no se podía utilizar el otro edificio. Nuestra Escuela era muy pequeña, coqueta si intento venderla bien, cutre si soy sincera, pero llegaban los exámenes y había gente que no tenía más remedio que usar la biblioteca porque o no podían estudiar en casa o no les compensaba estar para arriba y para abajo todo el día porque vivían lejos. Por supuesto yo no estaba en ninguna de las dos opciones, y tampoco usaba la biblioteca, pero mis compañeros sí y allí estaba yo. La defensora del universo.
Así yo, sin pañuelo palestino, por supuesto, anoté nuestras reivindicaciones: Queríamos biblioteca y queríamos horario continuado. Me aplaudieron y todo. Fue un gran momento.
Ante el revuelo apareció el director, asustado, al borde la apoplejía, pobre hombre. Creo que pensó que le íbamos a armar la de los Astilleros de Cádiz pero sin puente Carranza que cortar. Mis compañeros me eligieron interlocutora válida -también era la única que se atrevía- y accedí a reunirme con el director.
Me pidió que fuera a su despacho, tardé en sentarme para que tuviera que mirarme desde abajo, que los diecinueve es una edad muy pedante, así que muy seria, expuse: «Necesitamos las mesas y las sillas, hay gente que no tiene acceso de otra manera a poder estudiar, estamos de exámenes y necesitamos que la Biblioteca esté hábil y tenga más horas de acceso». Ni siquiera hice referencia al dineral que costaban los créditos, ni a las pocas becas que teníamos, en ningún momento hablé de los dos o tres profesores perrilleros que teníamos. Tampoco me hizo falta amenazar con huelgas y medios de comunicación. Fui concisa y directa. Al director le cambió la cara, supongo que esa contracción facial era alivio y musitó: «De acuerdo, en treinta minutos tenéis aquí las mesas, los libros igual llegan mañana.El horario de biblioteca será ininterrumpido de ocho de la mañana a diez de la noche». Asentí victoriosa.
Volví al aula y se lo dije a mis compañeros, me aplaudieron y todo. No hubo que ir a la huelga, no tuvimos que llamar a los periódicos, no salió nadie herido, y ni siquiera perdimos una hora de clase. Conseguimos lo que queríamos en poco tiempo y de buenas maneras. Por desgracia supongo que no siempre es tan fácil, pero lo que es seguro es que tampoco hace falta acabar delinquiendo.
La verdad es que me lo pasé bien. No se me dio mal, sin embargo ahí terminó mi carrera como revolucionaria.

REFLEXIÓN TUITERA

Tras una inocente, o no tan inocente, conversación en Twitter, ayer me tuve que parar a reflexionar. Además fui consciente de que era el momento de analizar aquello que me decían dándole toda la prioridad. Quizás a cualquier otra persona no le parecería necesario o lo compatibilizaría con otra actividad, que el razonamiento no precisa de huelga de brazos caídos, sin embargo yo reconozco que con las manos en el teclado me quedé inmóvil y le di vueltas al breve intercambio de opiniones que había tenido. Creo que no fueron más de tres tuits por cada interlocutor, nada comparable a las reñidas discusiones que se pueden llegar a tener, ésas que se alargan tanto en el tiempo que los hilos de conversación varían seis o siete veces. También es cierto que no fue una discusión.
Después de un tiempo, no demasiado, pude sacar algunas conclusiones que no por ser mías tienen que ser ciertas, pero al menos me son útiles y me satisfacen. Puede que esté equivocada o todo lo contrario, que los relativismos en la subjetividad de los razonamientos humanos son, por contra, imposibles de refutar. Lo que el pueblo soberano suele denominar «mi verdad», que es la manera lógica de admitir que es cierto pero a la vez subjetivo. No sé lo que dirá la RAE al respecto, que como la donna è mobile, pero en el fondo la expresión no deja de ser clarificadora. Más o menos vulgar, pero elocuente.
La primera conclusión que saqué, respecto de mí misma, es que no me gusta lo que en el tuitero mundo se llama, con gran exactitud, una «pseudomención»; es decir, hablas de algo que hace alguien o de alguien en si mismo, pero sin decir quién es o sin usar el nombre de la cuenta. Lo que era antes, hablar por la espalda o tirar la piedra y esconder la mano. Estoy segura, no apuesto mi mano derecha pero tengo grandes certezas, de que si a estas personas se les dijera que incurren en este comportamiento, lo negarían con grandes aspavientos. Son personas que suelen alardear de «ir de frente», sin embargo, la «pseudomención» no es más que evitar un enfrentamiento directo, pero dejando una acusación o juicio en el aire.
Me reitero en que no me gusta. Si no quiero discutir, callo. Si tengo algo que decir, lo digo a la persona en cuestión, en público o en privado. Pero no lanzando indirectas al aire.
La segunda conclusión fue que debo ser muy mala amiga y sin embargo muy buena persona. No deja de ser en sí mismo una gran paradoja, pero reivindico que no tengo doble personalidad, ni estoy loca.
Cuando tengo confianza con alguien, o soy seguidora fiel (el Real Madrid, un escritor, mis columnistas de referencia, mi amiga de la infancia, mi santa madre, por poner unos ejemplos) creo que tengo la oportunidad y la capacidad de ser crítica con lo que hacen y no por eso los quiero menos. Supongamos, si uno de mis autores favoritos escribe un mal libro lo digo (y razono), y si puedo -milagros de la tecnología- se lo hago saber. Si uno de los columnistas que leo a diario me desilusiona, no me gusta lo que dice o cómo lo dice, teniendo en cuenta que los gustos son personalísimos, pues lo digo. Si tengo opción, a la persona en cuestión, si tengo confianza, se lo digo en privado, y si no la tengo, pues en público, razonando y mencionando al autor. La pasión no me nubla el entendimiento. Puede que alguna vez me haya sucedido, nobody is perfect, pero es algo contra lo que lucho. También la edad es un grado, a más años menos extremismos.
Por eso me defino como mala amiga o mala seguidora fiel, porque cuanto más quiero a alguien o más conozco su obra, que no deja de ser la mejor manera de conocer a su autor, más libertad de crítica tengo, menos «agradaora» soy, eso sí, siempre con razonamientos y educación. Y a veces, esa educación es un dulce silencio.
Sin embargo, me reconozco buena persona porque cuando alguien me enseña un trabajo amateur, de pintura, escritura, un dibujo, veo tal cantidad de cariño, de esfuerzo y de pasión por lo que hacen (hacemos), literalmente por amor al arte, que no me queda más remedio que aplaudir muy fuerte. Puede que no sea de mi gusto, quizás tenga muchos fallos, pero soy incapaz de juzgar la emoción de alguien. Si me preguntan directamente si encuentro fallos, si me piden que supervise, quizás, de la manera más dulce que sepa, diré lo que yo cambiaría, pero siempre asumiendo que es todo pura subjetividad, y que cada uno tenemos nuestros gustos, formas y maneras.
En este razonamiento no hay moralejas ajenas, me las quedo yo todas, quizás, la única que puedo compartir ,es que estamos dejando de ser respetuosos con los sentimientos ajenos. Detrás de un nombre, de un avatar, de un pseudónimo, hay una persona que tiene un corazoncito y que aunque a veces las redes sociales se presten a la crítica feroz, no debemos olvidarlo. También es cierto que de una simple conversación, he podido descubrir parte de mí. ¡Y luego dicen que Twitter no vale para nada!