Me he comprado un espejo. Es grande. Mide un poco más que yo. Tiene un marco blanco y pronto estará colgado de la pared de mi dormitorio.
No tiene mucha relevancia si no fuera por lo que implica para alguien como yo: acomplejada.
Durante una época de mi vida, los cinco años que estuve en Granada viviendo como madre de familia, los espejos convivían con mi día a día, es más, estuvieron en mi dormitorio. Tenía dos muy grandes en el armario y uno más colgado de la pared, conseguí odiarlos y odiarme. Los compré yo, los elegí yo, fui la única culpable de mi tortura. No pensé que pudieran afectarme tanto, sólo me pareció una buena manera de que la habitación pareciera un poco más grande. Fue un error. Si no fuera porque me hubiera costado el divorcio, los habría pintado de negro. No decía nada a nadie, ni siquiera protestaba, pero me ignoraba y me negaba a enfrentarme a mi propio reflejo. Me rehuía y aprendí a ver sólo lo que necesitaba mirar de mí. Y sólo si era imprescindible. Con cierta destreza acabé peinándome sin necesidad de verme reflejada.
Fue entonces me juré no volver a tener un espejo de cuerpo entero. Me prometí que no volvería a pasar más por la angustia de tener que bajar la mirada delante de mí misma y que no volvería a llorar al verme completa, llena de defectos físicos que conseguían hundirme hasta niveles insospechados. De eso hace seis años. Igual no es adulto, ni sensato, puede que sea algo que no debería ni siquiera contar, pero es la verdad. Negarlo sería una estupidez y tampoco voy a decir que lo tenga absolutamente superado. Sólo he dado un paso que me ha costado mucho más que el dinero que marcaba la etiqueta.
El primer paso que di fue mirarme en el espejo del ascensor y el que hay en el portal de casa. Se que habrá quien no me crea porque incluso llegué a hacerme alguna foto, pero lo hago sin verme, en la costumbre de entonces, la de mirar sólo un punto que no me desagrade del todo. Reconozco que cuando me hago alguna foto luego me entretengo en ampliarla con el móvil para castigarme con los defectos que veo. Esto no creo que lo vaya a superar tan fácilmente. Las cosas poco a poco.
Ayer me compré un espejo. Me lo repito y no me lo creo.
Hoy he pasado por delante, está apoyado en mi armario, desafiante y altivo. Me he armado de valor, sin premeditación he sido capaz de mirarme matizada por el plástico que lo envuelve. Me he obligado a pararme y contemplar cada parte de mí, no he evitado ninguna, no ha sido fácil. Podía ver reflejado mi pulso desbocado y cierto miedo a mí misma. Como última prueba de fuego, a la desesperada, como un kamikaze emocional, me he desnudado y me he vuelto a mirar. Se me ha aguado la mirada pero no he llorado. Me he vuelto a vestir y me he sentado en el filo de la cama. He respirado hondo y me he plantado otra vez enfrente. Unos segundos nada más. Suficiente. No he vuelto a entrar a la habitación.
Ahora tendré que hacerlo y no sé si quiero verme derrengada después de todo el día, cansada, con calor y seguro que con ojeras. Mañana vendrán a ponerlo en su sitio y estará sin el filtro que le otorga el film que lo protege. Me produce cierta ansiedad, pero igual que he ido superando otros miedos, estoy dispuesta a superar este. Me digo que sólo es un espejo, y que sólo soy yo, pero me asusta.
(A quien tanto ha hecho por este paso, para que no me suelte de la mano y venga pronto a mirarse al espejo conmigo)
Magnífico texto. Me ha venido a la mente Borges:
Al espejo
¿Por qué persistes, incesante espejo?
¿Por qué duplicas, misterioso hermano,
El menor movimiento de mi mano?
¿Por qué en la sombra el súbito reflejo?
Eres el otro yo de que habla el griego
Y acechas desde siempre. En la tersura
Del agua incierta o del cristal que dura
Me buscas y es inútil estar ciego.
El hecho de no verte y de saberte
Te agrega horror, cosa de magia que cosas
Multiplicar la cifra de las cosas
Que somos y que abarcan nuestra suerte.
Cuando esté muerto, copiarás a otro
y luego a otro, a otro, a otro, a otro…