Entrelazo las piernas y me acurruco en mi propio regazo, me cobija la esquina del dormitorio. Paredes blancas que se sienten más frías que nunca. El suelo donde estoy sentada, helado, no está más congelado que mi interior. Tiemblo por dentro. Me estremezco.
Tu galán de noche donde dormía tu chaqueta, inerte, al fondo, lejos de mí. Nunca te conté que cuando no estabas por la noche a mí lado, abría el armario y cogía cualquiera de tus chaquetas, daba igual que fuera vieja que nueva, y la colgaba con esmero para que estuvieras un poco más cerca de mí, como si algo te hubiera retrasado para venir a la cama, nuestra cama, y al girarme y cerrar los ojos, pensarte. Lo hubiera hecho de todos modos, siempre fuiste mi pensamiento favorito.
Sonrío triste.
Ya sólo queda enredado como telaraña, el dosel que compraste entre risas para mí, para que fuera como una princesa. Jugaba a esconderme para que me encontraras. Nos tapábamos de un mundo que no queríamos ver. Cuántas emociones bajo ese techo con el que hilamos nuestros sueños, juntos, de la mano. No tengo que hacer esfuerzos para encontrarlas, las tengo a flor de piel.
Cuando me preguntan si lo abandono todo por huir de tu recuerdo no suelo contestar, pero si lo hiciera les explicaría que no necesito nada material para traerte a mí, para que vuelvas a mi lado, para que todas aquello que vivimos se materialice en forma de recuerdo, otra vez. Mi renuncia a nuestro hogar no tiene que ver con mi dolor.
Me levanto y lloro. Sin estruendos. Estoy sola. Ya no estás, amor, pero estarás siempre conmigo…