Los tiempos cambian, la vida sigue y nada de lo que fue, volverá a ser. Es imposible volver a vivir lo vivido y nunca habrá un instante como el anterior. Todo eso es cierto y de perogrullo, e incluso si lo firmara Cohelo -o el ínclito Benedetti-, podría ser un gran power point lleno de gatitos, flores, puestas de sol y mariposas. Muchas mariposas. Más mariposas de las que existen.
Aprovecho este marco incomparable, para solicitar y/o suplicar, a algún pirata informático que tenga la bondad y el (buen) criterio de leerme y visitar esta humilde morada (como la de Marco y su madre), que investigue la manera de que esos horrores se autodestruyan o, en su defecto, que inocule un virus, produzca un parche, o lo que considere más eficaz y oportuno, para que mi adorable ordenador -Máximus por nombre, no sé si recuerdan- quede inmunizado, libre y protegido de tamañana amenaza y a ser posible que se extienda a las fotos y montajes que luego cuelgan en las redes sociales.
Hay momentos en los que, ofreciéndolo como un sacrificio a los dioses (o porque sabes que te van a preguntar si lo has visto), lees algunas de esas frases o visionas con paciencia el power point de turno, y cuando vas por la tercera línea entre la autoayuda y la diabetes, tienes que sacudirte la purpurina de las pestañas. Eso si no lleva añadida una música del Il Divo o doce faltas de ortografía, entonces, además te sangran los oídos y las pupilas.
Perdón por el speech, pero no podía dejar pasar la oportunidad.
Echar de menos, decía, pensar en lo que sucedió, rememorar circunstancias y sobrellevar el presente con el recuerdo de algo, o de alguien, es condición humana. Tenemos memoria afectiva. Reconozco que soy más de mirar hacia delante que de volverme a contemplar con nostalgia, pero algunas de las historias vividas se quedan rayadas en la piel más que algunos tatuajes.
Yo empiezo a ver anunciada la Feria del Libro de Madrid y reconozco que me entra cierta nostalgia y algo de envidia. El año pasado pasé dos días divertidísimos en lo que iba de los saludos efusivos a la perplejidad; del frío intensísimo y la lluvia pertinaz, a la cálida acogida de los amigos que se pasaban por donde yo estaba trabajando. Fotos, risas, cervecitas y Alvite firmando libros sin descanso. Este año lo echaré mucho de menos, son unos días realmente divertidos.
También siento cierta envidia, sanísima, por esos autores que llegan con su novedad literaria entre las manos. Ese montón de ejemplares apilados a su lado que son parte de su vida dispuesto a ser alguien nuevo en la vida de otra persona. Un ser (los libros son seres cuasi vivos) del que presumir y a la vez, que ofrecer a los demás. Me gustaría saber a qué sabe (valga la redundancia) el instante en el que abres por primera vez tú libro que será su libro. Tiene que ser como desvirgar a un íntimo amigo, la primera vez con alguien que conoces a la perfección y al mismo tiempo lo mancillas escribiendo unas palabras en una de sus primeras hojas, y sin embargo, le estás dejando un mensaje de amor de ida y vuelta.
Ojalá algún día sea yo la que firma esos libros en una de esas estrechísimas casetas y aunque ese momento jamás lo volvería a vivir tal cual, estoy segura de que formaría parte de mis recuerdos más felices -aunque lloviera a cántaros en el Retiro, como es tradición-. Lo deseo tanto que no me importaría que mis frases acabaran en un Power Point.