Podría decir que soy una mujer melancólica, apática y con tenencias suicidas. Una mujer descreída de cine negro que sólo piensa en que los días pasen caminando, lentos y arrastrados, hasta el sepulcro. Podría decir que los silencios llenan mi vida, y que por no tener una conversación, huyo de mí misma. Incluso, si es que está bien visto, podría afirmar que soy rara y solitaria, casi huraña. Pero mentiría.
Me gusta conversar y divertirme, lo que muchos dirían que es un «no te callas ni debajo del agua», aunque tengo que reconocer que la edad hace estragos y soy más templada (que no tibia). La charla con los amigos, incluso con conocidos, es uno de los placeres que tiene la vida y la sociabilidad la tengo bien desarrollada. Como los tiempos son muy modernos, ahora se puede charlar sin que se te seque la boca, así que en el tecleo dactilar también encuentro conversación. Tengo que reconocer que la interacción con personas inteligentes es uno de mis pasatiempos favoritos.
No es menos cierto que, como Miguelito el de Mafalda, a ratos necesito un instante para estar conmigo a solas. Tampoco mucho, que escucharse demasiado es el paso previo a la autocomplacencia y eso me desagrada en grado máximo. El ombliguismo no está entre mis cualidades preferidas para los humanos, que una cosa es quererse y otra muy distinta adorarse, hasta provocar el vómito de los de alrededor.
En una de las conversaciones que surgen en los espacios siderales, (sé que son virtuales, pero con categoría sideral soy más galáctica, como Beckham y Zidane) alguien me hablaba de áridos y hormigón. Reconozco que mi pensamiento primero fue de mafioso siciliano afincado en Brooklyn o en Chicago: «Ya conozco a alguien que puede hacer desaparecer un cadáver». Después de pensarlo, según terminaba el hilo de mi razonamiento, en donde yo veía, con nitidez de High Definition, unos pies asomando por un perfecto cubo de grisáceo hormigón, me estremecí.
Hasta qué punto el cine negro, las novelas policíacas y oscuras, el glamour de los años en blanco y negro, la estética de entonces, la ley seca, los casinos ilegales y el swing, están haciendo mella en mi materia gris. Cómo es posible que desde mi sillón, en una cálida tarde de primavera, sin odios profundos ni rencores extremos, mi cabeza piense en deshacerse de un fallecido. Porque además entiendo que, mi razonamiento implicaba, que el muerto no había llegado a ese estado de falta de respiración de manera natural.
Entonces recordé un episodio de «Castle», esa serie donde un escritor de novelas de misterio se hace asesor de la policía de Nueva York para documentarse, ayudar y enamorarse de la inspectora Beckett. En un capítulo que no recuerdo con exactitud, alguien dice algo así como: «Los que más muertos ocasionan son los asesinos y los escritores». Entonces me sentí mucho mejor, casi bien, no era grave. La imaginación efervescente de junta letras me había hecho ser una asesina en busca de maneras de las que librarse de una cadáver. Empezaba a sentrime orgullosa de mí, tuve que frenar en seco porque tengo que admitir que sí, que casi caigo en la autocomplacencia.