Esto era una vez una niña muy guapa que intentaba aprender a leer. Leer le parecía conocer los misterios que encerraban los mensajes, las aventuras, la lista de la compra, y los cuentos. Necesitaba saber leer, pero tendría que conseguirlo sola.
Lo había pensado muchas veces, quería saber leer y también escribir, pero cuando supiera hacerlo lo guardaría en la caja que tenemos dentro, donde están los secretos grandes, como el día que sin querer se hizo pipí en la ducha porque se le olvidó hacerlo antes de entrar y luego no pudo aguantarlo o cuando cogió aquel puñado de gominolas sin permiso. Qué buenas estaban. No podría contarlo porque entonces quizá papá no se sentaría en el filo de su cama a contarle cuentos. No había nada mejor que el momento de dormir con la voz de papá.
A veces le costaba ir a lavarse los dientes, ponerse el pijama y meterse en la cama. Unos días porque estaba remoloneando en el sofá, otros porque venía entusiasmada de la calle y cuando hacía frío porque no quería desprenderse de su ropa calentita, pero cuando pensaba que llegaba el momento de que papá viniera con ella hacía todas las tareas muy rápido para poderle llamar.
Con total sinceridad tenía que reconocer que ella prefería que los cuentos no fueran leídos de un libro, si no que le inventara historias en las que era protagonista una niña muy guapa que se llamaba como ella, tenía su edad, y a la que le pasaban cosas maravillosas. Casi siempre era una princesa. Como además no tenía libro estaba libre para cogerle la mano o hacerle caricias.
Pero también estaba bien cuando cogía el libro y le ponía voces a los personajes, a veces era tan gracioso que no podía dejar de reírse como si le hiciera cosquillas. Cuando leía, le hablaba muy despacito y el sonido del pasar de las hojas le marcaba el parpadeo de sus ojos, cada vez más lento, hasta quedarse dormida. Lo bueno de dormirse así es que al día siguiente podía darle otra vez el mismo libro para conocer el final.
Era difícil aprender sola, a veces buscaba a los abuelos, que leían más despacio, para intentar comprender que cada cosa que le contaban estaba ahí escrita. Pero era difícil. A ellos sí podía preguntarle, como distraída, tampoco quería que supieran lo que pretendía. Si conseguía saber leer cuentos tendría que ocultárselo también a ellos. Al abuelo le gustaba presumir de las cosas que ella hacía bien, y la abuela, que también la llenaba de besos y achuchones, no se lo decía a las amigas cuando ella estaba delante, pero baja la voz cuando alguna vecina venía, y contaba todo lo que ella había dicho y hecho. Se le notaba orgullosa.
Tendría que esmerarse. Las letras le bailaban difusas y conocía a la perfección las que formaban su nombre y hasta algunas más, pero no era suficiente. Escribir era otro gran problema. Quería que esas letras que se alineaban con un orden concreto no le salieran tan torcidas ni tan dispares, los mayores conseguían que sin ninguna línea escrita, las letras quedaran derechitas, como la seño quería que se hiciera la fila en el patio. La seño tenía el mismo éxito que ella dibujando su nombre.
La seño, en ella no había pensado. Era buena y siempre intentaba ayudar a cada uno de los niños de la clase. Incluso con los que se salían al colorear. Seguro que si le contaba su necesidad de querer conocer lo que dicen las letras y su razón para hacerlo en secreto, le ayudaría. El lunes sin falta le pediría ayuda. Ahora llegaba su momento favorito del día, ya escuchaba desde la cama, los pasos de papá.
Es mágico el momento en el que las letras empiezan a tener significados y el mundo extraordinario que se abre a continuación. Un saludo, Rocío. Me gusta tu blog