DUCHAS INTERRUPTUS

Esta mañana sonó el teléfono mientras estaba en la ducha. Por supuesto tenía el receptor (¡qué bonita palabra!) inalámbrico sin batería, as usual, así que asumí que iba a ser una llamada perdida que ni siquiera me iba a molestar en mirar de parte de quien venía. Sonó hasta mi desesperación y en mi cabeza la excusa del mundo moderno: si es urgente, me llamaran al móvil.  El teléfono fijo (eso tan antiguo, que dice Tallón) me desquició con su timbre hasta enmudecer por voluntad propia porque, salvo grito estentóreo, mis hijas no cogen el teléfono, creo que ni lo oyen, es algo que para ellas no sucede ni sucedió, debe ser como entender un mundo sin Disney Channel y con telediarios en blanco y negro. Podía haber gritado pero las siete y media de la mañana no son horas para berrerar como una posesa. No en mi mundo.

Me acordé entonces de cuando vivíamos en el piso anterior a este, no me acuerdo que número hacía en mi lista de mudanzas. Yo, como parafraseando de manera osada a Machado, podría decir: «Mi vida son las cajas, que hicieron mis mudanzas». Ni me acuerdo cuantas veces he cogido los bártulos y me he cambiado de residencia, eso sí, mi casa está completa cuando aparece un toro de plástico que no sé qué cuernos hace conmigo -he hilado fino con los cuernos- y una figura de porcelana de un bebé pelón. Cuando aparece eso ya tengo montado otra vez mi hogar, da igual que no hayan aparecido las toallas, la olla exprés o la plancha, estando el bebé cabezón y el toro, estamos todos.

En aquella casa también tenía un fijo redundante y un inalámbrico descargado, cajas sin terminar de quitar y libros por todas partes. Mi mesita de noche era una caja de plástico y cuando recogí otra vez mis cosas para mudarme a donde vivo ahora, me di cuenta que al final no había encontrado ninguna que  me gustara. Eso sí, ya tenía una caja hecha.

Una tarde estaba en la ducha, mi baño estaba justo en la otra punta de la casa, y las niñas debían estar haciendo algo que no debían porque no se les oía. De repente escuché unos gritos desde el salón: «¡No por favor! ¡Qué desgracia más grande! ¿Por qué tienen que pasar estas cosas?» . Salí del baño de un salto. Me dejé la espinilla en el filo de la bañera, no perdí el tiempo ni en quejarme. A duras penas me enredé en la toalla, ni siquiera la de baño, la de manos, así que tapar, me tapaba poco. No me puse zapatillas… iba dando resbalones por el frío suelo de mármol (inciso, en Sevilla cuando hace calor hasta el mármol arde). Al doblar la esquina del pasillo me aferré al quicio de la puerta para impulsarme y llegar antes a destino porque los gritos seguían, «¡No me lo podía esperar! ¡Qué palo más grande!», lo malo es la propulsión hizo que me dejara media cadera en el camino. Metafóricamente, claro. Ahí si tuve tiempo par una interjección de dolor en forma de palabra malsonante de proporciones épicas.

Por fin llegué al salón, medio desnuda, descalza, despeinada, chorreando agua, sin importar que el balcón estuviera abierto y me pudieran ver los vecinos. Y ahí estaba él, mi marido, el mismo que tiene un hijo que se llama Arcadio (ver la trágica historia pinchando aquí), gritándole a la televisión… «¡Manolo, qué desgracia, tú no! ¡Tú no!» Miré a la pantalla y estaba (el descansado de) Manolo Escobar anunciando danacol.

Miré a mi marido con perplejidad y odio y él muy tranquilo, sin inmutarse, me dijo: «Si ya Manolo tienen colesterol, ¿qué nos queda, Rocío, qué nos queda?». Después de reírse hasta el infinito y más allá, me preguntó ¿Qué haces con esa pinta?». Lo miré. Me di la vuelta, digna, dolorida, enfadada, sin decir una palabra, hasta que en el pasillo ahogué las carcajadas.

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