TIEMPO PERDIDO

Le quedó cierto regusto a haber perdido el tiempo. Quizás fuera eso lo que más le molestaba. Podía pensar en otras cosas que iban implícitas en ese devenir de días, pero al final, lo que de verdad le irritaba, es que había sido para nada y que su poco tiempo libre disponible, lo había derrochado de una manera estúpida.
Era cierto que había existido una carga emotiva, esto también le podía incomodar. Por poco que sea y hasta de manera tangencial, molesta entregarse a una persona. Aunque la entrega fuera mínima. No podía hablar de amor, tampoco de amistad. Es difícil etiquetar las relaciones, del tipo que fuesen. Ni siquiera iba a intentarlo. A lo mejor – o a lo peor- sólo fue afecto o una manera de empezar a conocerse. Lo intentaron y no hubo esa conexión interestelar, no nació la chispa que parecía a todas luces que iba a prender. No supieron. Quizás él no quiso. A lo mejor ella tampoco estaba en su mejor momento.
Incluso sin verse, existe la posibilidad de saber si dos personas son polos opuestos o tienen la posibilidad de llegar a ser buenos amigos, a formar una duradera pareja, conocidos eventuales, excelentes amantes. Virtualidades que nos ofrecen una manera nueva de relacionarnos, reflexionó. Pero en algún momento hay que llegar a tenerse frente a frente, razonó, aunque si lo descubres antes te ahorras mucho…Ella ni siquiera había llegado esta vez al paso de tomar un café juntos. Tampoco lo lamentaba.
De todas formas, también sucede cuando no hay virtualidades y los primeros pasos se dan en el mundo real. El acercamiento, la conversación, el conocer unos de otros, es un desgaste emocional. Somos seres sociales, es cierto, pero a veces se necesita un océano de paz, un cordón sanitario de nuevas emociones y personas, un poco de soledad. Y eso es lo que necesitaba ella ahora.
No quería saber nada de conocer gente nueva, a duras penas tenía ganas de hablar con la que ya conocía, incluso se veía incapaz de confesarse con las buenas amigas de toda la vida. No le apetecía hablar, ni por escrito, ni siquiera tenía la necesidad de vaciarse y soltar el lastre que dejaba cada intento fallido.
Hasta con esa pequeña herida aún escociendo quería -necesitaba olvidar. Intentar que el frío que se le colaba en el corazón a cada mala experiencia, no se convirtiera en hielo y la hiciera una mujer fría. Pensar. Desconectar de todo. Y sobre todo, aceptar el tiempo invertido, como usado y no perdido.

NATALIA

Iba pedaleando con fuerza. Todas las energías que tenían las intentaba mandar a su tobillo, a sus rodillas o donde fuera que fuese la primera pieza del engranaje que ponía en marcha el movimiento que le hacía avanzar. Tenía tanta prisa que no le importaba llevar la frente brumosa de sudor y esperaba que el desodorante que le había robado a su padre funcionara y el olor no le dejara en evidencia al llegar.
Él vivía en el pueblo, todo el año entre esas cuatro o cinco calles estrechas de casa blancas. Ella venía a pasar los veranos y tenía una casita de madera cerca de la playa, casi encima de la arena estaba su porche. Allí la vio por primera vez y se quedó embobado, parado en mitad de la nada mientras su hermano le gritaba que llegaban tarde, que su madre les iba a regañar y movía sus manos, agitándola en el aire como para hacerle volver en sí. En medio de esos aspavientos casi vuelca el cubo donde llevaba los pulpos que había cogido entre las piedras.
Ella estaba viendo el atardecer acodada en la barandilla. Seguro que había visto más de una película en la que sucedía eso y lo estaba imitando. También pudiera ser que en realidad estuviera reflexiva, sumida en la contemplación de los colores del ocaso que perfilaban el horizonte marítimo. Fuera por la razón que fuera, le quedaba perfecto, y la puesta de sol le hacía juego con sus minishort vaqueros y su camiseta rosa.
En el momento en el que ella salió de su ensoñación, quizás por sentirse observada, y le miró fijamente, él se quedó frío y aún más quieto, ni siquiera respiró. No tuvo capacidad de reacción, podía haber disimulado, no fue capaz. Escuchó entonces a su hermano y salió corriendo. La peor opción.
Esa noche repasó la escena una y otra vez, tuvo ganas de abofetearse por su reacción. Había quedado como un tonto, como el pueblerino que era. Ella, tan elegante y de cuidad, habría pensado que era un palurdo que se asustaba de las mujeres. Las mujeres, ¡ja!, en realidad tenía quince años. Ella tendría más o menos los mismos, pero seguro que estaba mucho más «vivida» que decía su madre. No había mucho más que pensar, se decía, había hecho el ridículo más espantoso.
Al día siguiente se sorprendió de verla sentada sobre las piedras. Tomaba el sol con un vestidito blanco de tirantes anudados. Ellos tenían que ir justo a ese sitio. Su hermano, más pequeño, no se daba cuenta de la situación tan tensa. ¡Niños!. Al verla sólo farfulló algo de qué pesada y de si no había espantado a todos los pulpos. Lo hacía mientras andaba diligente, clavando los talones en la arena. Llegó a la orilla y él seguía retrasado, sin saber que iba a hacer. Su hermano volvió a vociferarle mientras se quitaba la camiseta y fue cuando ella, que miraba hacia el mar, se giró como una diosa, como una sirena con piernas y se dio cuenta de que ellos estaban allí. Sonrió. Era sin duda la sonrisa más bonita del mundo.
Había que tomar una decisión, así que le devolvió la sonrisa con cara de sufrido hermano mayor y se acercó a presentarse. La voz le salió llena de gallos y ella no hizo ninguna broma o mal gesto como solían hacer las niñas del pueblo. Era una señorita, saltaba a la vista. Ella le dijo que se llamaba Natalia. ¡Natalia! No puede haber un nombre más bonito en el universo. Natalia.
Se quitó la camiseta como si fuera un Tarzán y se lanzó al agua con estilo. Era su medio natural, ahí si que tenía las de ganar. Intentó presumir mucho pero los pulpos no estaban poniendo de su parte. También le daba miedo que en una de sus inmersiones, al volver a la superficie a coger aire, ella no estuviera. Pero estaba. Estuvo hasta el final. Eso le dio fuerzas, no iba a negarlo, y se envalentonó tanto que le regaló todos los pulpos que habían cogido, cubo incluido.
Le acompañaron a su casa, con su hermano protestando por lo bajini, y cuando se volvieron a casa montados en sus bicis, él iba flotando. Ni las airados argumentos de su  insistente hermano, ni el miedo a que su madre le pidiera cuentas del cubo, ni siquiera lo tarde que estaban llegando a cenar, le importaba. Sólo tenía un pensamiento, un nombre, una cara, una música en su cabeza: Natalia.
De eso hacía exactamente un mes, tres días y un puñado de horas. Hoy habían quedado para ir al cine de verano. Lo ponían cerca de la playa. No era mucho más que un descampado, una lona y sillas incómodas, pero a ellos les parecía mágico. Se suponía que iban más amigos, una pandilla, pero él era el encargado de recogerla. Eso era todo un lujo y una declaración de intenciones. A lo mejor tenía valor de decirle que le gustaba. Lo llevaba intentando muchos días, pero no conseguía el momento, la ocasión, el arrojo. No quería llegar tarde, por eso pedaleaba con fuerza.
Cuando llamó a la puerta de su casa y le abrió su padre se sintió muy azorado, pero supo resolverlo con relativo silencio, pero cuando la vio bajar con ese vestido de cuadritos amarillos y blancos, tan morena y tan guapa, se le abrieron los ojos de par en par. Le tuvo que cambiar la cara demasiado, no pudo disimular el asombro y el padre de Natalia carraspeó con tal intensidad que él se puso firme, se cuadró como si estuviera en el Ejército. Mientras ella reía y cogía una rebequita, que luego refrescaba.
Con la bicicleta a un lado, caminaban juntos en dirección al cine. Ella charlaba de la película, que ya había visto en la ciudad, pero él no podía articular palabra. Iba extasiado en ella, alucinado con su voz y temblando por todo lo que iba pensando. Igual en la oscuridad podría decirle algo. Tendría que hacer por sentarse a su lado.
Antes de llegar ella le pidió que paran, tenía arena en el zapato. Se apoyó en él. Sintió su mano en su brazo y quiso morir. Entonces tomó aire. Le miró a los ojos y le dijo:
– Me gustas mucho Natalia. ¿Quieres salir conmigo?
– ¡Ya era hora!, contestó ella…
Rieron azorados y se miraron a los ojos. Echaron otra vez a andar. Y llegaron al cine cogidos de la mano. 

DUEÑOS DE LA MORAL

Hay personas que se creen dueños de la moral. La Moral, con mayúsculas. Algo así como los derechos, deberes y sentimientos que deben primar en los humanos. No tiene que ver con conceptos religiosos ni tampoco políticos, puede ser un añadido pero no la razón básica.
Existen personas que creen que o estás con ellas o contra ellas y en este último caso, tus ideas, gustos, forma de ser y manera de vivir está condenada al infierno, al que ellos crean, el de los no-elegidos. Ellos pertenecen a los «Elegidos», que a su vez se eligen ellos mismos por ellos mismos, perdón por el trabalenguas, con un cierto componente endogámico que linda con la estupidez humana.
Estos seres que se creen imbuidos de un don, que parece que han sido tocados por una fuerza supra natural a la que por cierto tutean, no sólo establecen las directrices de la moda, es que también consideran lo que está bien o no pensar. Y pese a caer en la frivolidad, me parecen igual de graves.
Comprendo, no soy alguien tan estricta, que hay momento para la broma y el comentario jocoso. En este país vivimos de la ironía y esto nos hace ser al menos distintos, y para mí, es un rasgo de inteligencia. El problema está cuando las risas pasan a ser verdades veladas y poco tiempo después, agresividad contenida. Y a veces deja de contenerse. Ya me resulta un ataque que otra persona quiera o pretenda imponer su voluntad sobre la mía o la de otros, mucho más si es utilizando la coacción, el miedo o la fuerza.
A su vez, estas personas se tildan de tolerantes, nadie como ellos blandiendo la bandera del respeto a los demás, incluso usan esa frase de «yo tengo un amigo…» a rellenar con lo que sea: gay, que usa faldas cortas, que no tiene estudios, que canta cuando se ducha…lo que ellos consideren censurable, pero que ante la pregunta directa se escabullen como arena entre los dedos.
Existe un grupúsculo aún peor, son los que presumen de ser intransigentes, que supongo que es como presumir de callos en los pies, flatulencia o halitosis. Por mucho que quiero encontrar un lado positivo a la superioridad moral no encuentro nada que me haga verlo como una virtud.
Sé que vivimos en sociedad, entiendo que tiene que haber unas normas para establecer una convivencia normal, pero no puedo asumir que nadie se erija en dueño y señor de otra persona, que decida a quien debe amar, cómo se debe vestir, qué debe votar o el largo de las faldas. Cuidado con las bromas que son traicioneras y acaban yéndose de las manos…

#BRINGBACKOURGIRLS

He pecado de ingenua. Lo reconozco. Lo digo con cierta vergüenza, no por errar que es humano como todo el mundo sabe, sino porque pensé y confié en la bondad de las personas y parece ser que eso es de estúpidos.
Cuando llegó la noticia de que doscientas niñas habían sido secuestradas pocos medios se hicieron eco, muy pocos. De repente, no sé bien si fue la fuerza de la red, las onegés, los que sí que estuvieron siendo altavoz de estas personas, no sé la razón, pero al cabo de los días la tragedia se hizo voz, se volvió real y entró en juego la Comunidad Internacional.
Entiendo la Comunidad Internacional como un nombre propio que agrupa a personas y entidades con poder y posibilidades. Cuando «tomaron cartas en el asunto», cuando quisieron hacerles caso -por iniciativa propia o por presión popular, da igual- pensé que sería cuestión de días…me equivocaba. He esperado para escribir de estas niñas porque yo quería contar un final feliz. O al menos un final menos trágico o incierto. Los días transcurren, nuestra vida pasa y no hay soluciones.
Hoy, a dos días de que se cumpla un mes de las desapariciones, dice la ONU que actuará de inmediato. No sé si es que su concepto de inmediatez y el mío es distinto. Durante treinta días no quiero ni pensar a lo que habrán sido sometidas esas pobres niñas, si es que no han sido vendidas ya y están aún más difícil de localizar. Las pocas supervivientes que escaparon, cuentan verdaderas aberraciones, quince violaciones al día por niña, treinta días, cuatrocientas cincuenta violaciones. Supongo que no serán tantas porque se aburrirán  ellos o las niñas estarán tan aterradas que no podrán resistir más violencia. Pero sobra todo. Si a nuestras niñas occidentales nos asquea que les hagan fotos, les rocen, les miren de manera extraña, ¿son menos niñas esas que están sufriendo estas barbaridades?
Secuestradas. Violadas. Vendidas. Obligadas a casarse y a «aceptar» los usos, ritos y costumbres islámicas. No sólo son doscientas niñas, es que luego secuestraron a ocho niñas más que estaban tranquilas por su barrio. Doscientas ocho niñas. Doscientas ocho madres. Doscientas ocho familias. Puede que sean más.
«Los hombres reales no compran niñas» «Queremos que nos devuelvan a nuestras niñas» son consignas en la red, fotos y etiquetas que demuestran que hay gente asqueada con este tema. Sé que es cierto que muchos piensan que es la manera de lavarse la conciencia y sé que no sirve para nada con respecto a la liberación de las niñas, pero el segundo hagstag, #BringBackOurGirls, lo crearon las madres y además de haber servido para que esa lenta, obsoleta y caduca Comunidad Internacional tenga que dar explicaciones, es una manera de que esas familias se sientan acompañadas. No están solas.
Recuerdo, hace años, que hubo una catástrofe natural en España, no sé si en Aragón o Extremadura, pero en medio de la desolación fue el Príncipe de Asturias. Yo pensé que era una idiotez, ganas de obligarles a estar pendiente de su seguridad, dejar los trabajos de reconstrucción para atenderle, y todo para que su Alteza se hiciera la foto. Luego, los damnificados decían que se sentían muy reconfortados por su apoyo y porque gracias a él los medios estaban pendiente de su tragedia. Ese día cambió mi idea de estas cosas, no lo olvidé nunca. Por eso yo también utilicé, utilizo hoy, el hagstag.
Boko Haram es una guerrilla, un grupo terrorista fanático religioso, que intenta imponer el Islam (entendido desde la locura más irracional) en una zona de Nigeria que siempre fue laica, con gran número de cristianos. Saben cómo y dónde hacer daño, y deben saber también que nadie mira a Nigeria, y que pueden hacer su voluntad -cruel y despiadada- sin grandes consecuencias. Es intolerable. Por ser niña y querer estudiar, por ser una futura mujer preparada y desde esa libertad elegir una u otra religión (o ninguna) no se puede estar condenada a ser secuestrada, violada y vendida.
Yo todas las mañanas dejo a mis hijas en sus centros de estudio como hacían esas madres, que no son menos madres que yo. En condiciones normales y rutinarias volverán (si Dios quiere) a casa a comer. Hay doscientas ocho niñas que no volvieron. Pensarlo solo un instante da vértigo. Ponerse unos segundos en la piel de alguna de esas madres que saben lo que están haciendo con sus hijas, que no saben si volverán a verlas, que no pueden sentir más dolor, es angustioso.
Por favor que no se nos olviden, ellas no tienen voz, necesitan la nuestra.

EL INSTANTE (Y V)

Las llaves seguían inertes sobre la mesa, su función no era la de ser pero en este instante tenían un pulso que le hacía parecer que era un ente animado, vivo, capaz de fagocitar otros seres.
Ella intentaba que el momento no fuera tenso y sonreía distendiendo la escena, aunque ella era la única que estaba sufriendo un ataque de pánico. Tenía que reaccionar de alguna manera y no lo estaba logrando. Debía hacer algo, tomar alguna decisión. Los minutos parecían horas de reloj y sin embargo, cualquier observador lejano, neutral y con buena vista, podría decir que en realidad apenas habían pasado treinta o cuarenta respiraciones, que en el caso de ella no eran más de quince. Estaba helada.
Salió de la congelación para sonreír y preguntar: «¿Estás seguro? ¿Qué conlleva esto?» No eran grandes preguntas y no estaba siendo alocada y sentimental, pero ganaba tiempo. Necesitaba pensar y con esta respuesta esperaba un impasse, pero en mitad de su nebulosa mental no acertaba a captar ningún pensamiento coherente. Incluso achinó los ojos, como una miope sin gafas, para conseguir ver bien dentro de ella, pero no servía de nada y mientras tanto, él contestaba: «Nena, claro que estoy seguro, sabes que no hago locuras -normalmente-, y no conlleva más que la confianza que tengo en ti, en nosotros. Es un paso más sin movernos del sitio»
«Todo cambia y nada permanece» que dijo aquel filósofo que jamás se vio en la disyuntiva que se estaba viendo ella. Quisiera ver a Heráclito pasando por el momento de elegir: huir o seguir adelante. Confiar en su reposada reflexión (aunque cobarde) o cambiar de planes vitales en lo que dura el compás del pulso. La filosofía sin sentimientos es fácil, de andar por casa.
Ella suspiró, no sabría decir si de desesperación o de amor, o si en realidad, el amor no es más que la desesperada necesidad de unirte a alguien afín para sentirte querida, cuidada, satisfecha. En sus planes no estaba la maternidad y tampoco se veía como una sacrificada ama de casa, sin embargo era agradable sentirse querida, mimada.
Mientras alargaba la mano para coger las llaves, decisión tomada, recordó el pensamiento y la decisión con la que había abierto esa puerta. Se visualizó escribiendo aquel email descartado. Intentó adivinar qué hubiera pasado si lo hubiera mandado…
Le besó, en ese beso estaba un cambio de vida, de manera de ser, y no le pesaba. Se sentía extraña pero feliz. Empezó a meter las llaves en el llavero de lujo con cierto temblor en las manos. Lo mejor que sabía hacer era no cumplir lo que se proponía.
El instante había cambiado. Ahora tenía uno nuevo, a su lado, arriesgándose a perder, pero deseando ganar.