Una princesa

Érase que se era una princesa con demasiadas cosas en la cabeza.

Quería ser dulce y sonriente, pero era aguerrida, ocupada y de risa estridente.

Su madre la quería tal y como era y nunca regañaba a su heredera.

Su padre, algo más aterrado, intentaba que en el futuro su reino no viera devastado,

pero entonces ella reía, despeinada, y se subía en las rodillas de su real padre a horcajadas.

«Papi, aún soy una niña, prometo crecer bien, pero no me riñas»

Y entonces su real padre se encogía de hombros y suspiraba,

su hija era una fuerza de la naturaleza y seguro que no estaba errada,

la posaba en el suelo, le besaba en la frente, le achuchaba entonces quizás demasiado fuerte

y la dejaba marchar, quizás era pronto para intentarla frenar.

Cierta mañana la princesa se vistió engalanada,

estrenó vestido, se puso corona y hasta procuró lavarse los dientes muy bien ella sola,

pero de repente, al salir de su habitación, un lindo conejito se cruzó por su salón,

y ya daban igual las joyas, la Corona de su madre, los zapatos de baile,

sólo quiso perseguirlo por todas partes, inventándose nombres para llamarle, cruzando matorrales, esperando ser la amiga del conejito adorable.

Pero aquel pompón blanco corría más de lo que una princesa engalanada creía

y tuvo que aceptar su derrota mientras veía su falda desgarrada y rota.

Se sentó en un tronco de árbol caído y se quitó su sandalia viendo que se había herido,

no era gran cosa, una rozadura porque le había entrado tierra arenosa.

y así es como Cenicienta se puso sola el zapato,

que no os cuenten historias de Príncipes encantados…

(A Re, porque merecía la pena)

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