La vida, intrigante, anodina y perpetua no me tenía preparada para ir rellenando los espacios en blanco de los días que amanecen de colores, aunque sean grises. Cada vez que he considerado que entraba en una balsa sobre la «calma chicha» de un aceite de los que pica en la garganta, ha saltado el levante y además de despeinarme mucho más de lo que suelo estar, me ha hecho ver que jamás hay que dar nada por supuesto.
No imaginaba lo difícil que iba a ser lo cotidiano ni que lo extraordinario fuera mi normalidad. No pensé que coger un libro, en papel, y leer un par de páginas, quizás todo un capítulo, iba a ser algo que me produjera una emoción que va más allá de la retórica y la cursilería, más lejos de todas las figuras literarias que cuentan de los libros y de la lectura.
Porque es real, es un escalofrío como el de la primera cucharada de helado, ese que nos tomamos habiendo pasado los cuarenta grados y con el ardor del sol en la piel. Es un suspiro hondo. Es paz. Y me acaba de ocurrir, he dejado de lado todo lo que se enchufa, he clavado los ojos distraída en la mesa de noche donde se me apilan los buenos propósitos (los grandes deseos en todo tipo de formato físico editorial) y he abierto uno de ellos, sin pensarlo demasiado y disfrutando cada pequeño ritual que tantas veces he hecho de manera sistemática.
La portada sin aprenderme el título, -nunca he sabido contestar que libro me estaba leyendo-, la foto del autor y mirar quién la ha hecho, dejar atarás la contraportada y ahí está: la primera página en blanco, como el telón de un teatro, la que siempre acaricio. Me parece bonita, como la primera hoja de una libreta por estrenar y en al que jamás escribo. Es un hall elegante y minimalista. Por favor nunca dejéis que mancillen esa primera hoja con dedicatorias, firmas, nombres, ex libris…, dejadla en su virginidad, respetadla.
Y después la dedicatoria, me gustan cuando me dejan pensando que no lo entiendo pero que hay alguien que sí y que es el pequeño secreto entre el autor y uno solo de sus lectores. La dedicatoria impresa es un regalo infinito.
Y por fin He leído, ¡he leído!, no sé si siete u ocho páginas y he parado a disfrutar el momento. Nada de prisas, aunque la tenga, y entonces me he puesto triste. Con una tristeza flamenca, que es un sí pero no; la adversativa de la pena. Porque si echo de menos leer, casi tanto echo de menos escribir.
Y sabiendo que llego tarde, que voy a tener que vestirme en el ascensor y que se me quedan cosas pendientes por hacer, me he venido a contarlo, necesitaba poner grafías al momento, como antes, como aún lo hago en mi cabeza, como supongo que haré siempre.
Son las ocho y media de la mañana, he leído, he escrito, ya puede venir el día por mí.
Esta Luna tiene parte de culpa.