Dicen que era de una belleza sublime y que enamoraba desde lejos. No lo dudo. Creo que hasta siendo cándida y poco racial, una rubia casi transparente, sería una mujer que me haría mirarla, volvería la cabeza como un hombre, me llamaría la atención y la envidiaría en silencio. Reconozco que la belleza de una mujer me entusiasma más si es cuasi agresiva, llena de garra, pero su belleza era sublime. Enamoró a un Príncipe de una dinastía de segunda división, algo así como un premio de consolación monárquico, sólo llega a principado y con eso consiguen bastante, sobre todo si se hacen las cuentas en función del terreno que poseen, pero ella llegó a ser Alteza Serenisíma.
Como en «Alta Sociedad» o en «La Ventana Indiscreta» la he visto pocas veces, quizás el día de su boda. Es cierto que la prensa de entonces cuidaba los detalles y no solía haber fotografías donde las estrellas de entonces salieran descuidadas. Quizás Audrey por Roma en los años sesenta sí tuvo algún que otro paparazzi intentado retratar su rutina, pero ni por esas perdía la elegancia, la compostura y la belleza.
Pero Grace Kelly, Grace de Mónaco, era plebeya. De familia media. Aprendió a fomentar la elegancia, quizás muchas de sus representaciones principescas no fueran más que actuaciones frente a un público diferente, uno que se llama súbditos o que compran el Hola. Pero sabía estar. Supongo que aprendió protocolo y dejó de lado una vida más común a cambio de unos privilegios más monárquicos. Y fue discreta.
La plebeya nacional con título de Reina, es de todo menos discreta. Le gusta dar que hablar como a las folclóricas de los años sesenta. Se le ve rígida frente al protocolo y vulgar ante sus cometidos. Hay una teoría que dice que quiere dinamitar la monarquía desde dentro y yo, de natural descreído, cada vez la veo más cierta porque si algo debe ser una institución tan obsoleta como ésa es… exquisita. No es cuestión de dinero, es cuestión de clase y saber estar, o en su defecto de saber actuar y hacerlo como si se hubiera aprendido desde la cuna. Si la realeza española se va a convertir en una señora nueva rica del Barrio de Salamanca, yo me opongo desde el minuto uno, me hago insumisa de pagarle la hipoteca, los cortes de pelo y la silicona.
Esto mismo me ocurre con el hijo del señor Jordi Pujol, el Puojlito, que así dicho parece hasta torero y escuece más. A fin de cuentas si uno se inventa un reinado que no depende de Aragón, alguien tiene que ser el principito. Con esta familia tengo la sensación de estar delante de una dinastía de la mafia, sin el encanto de la Mafia -que poca gracia tiene más allá del cine. Mal está robar caudales públicos, timar, montar un imperio a costa del esfuerzo de otros, cual dictador cubano. Es terrible saber que durante años y años pudieron enriquecerse ilícitamente con el beneplácito de la concurrencia que podía frenarlos. Todo esto lleno de presuntamentes. Pero si con todo ese dinero se va a dedicar a hacer el hortera (y no de bolera, si no de los fetén), si se va a dedicar va a desgraciar un Porsche 911, entonces ya no hay ni siquiera templanza, ya no se puede soportar ni esperar a juicios. Debe comprenderlo.
Poco importa, en ciertos momentos, como han llegado a la riqueza algunos individuos, pero les exijo que al menos utilicen ese dinero con más clase, con más glamour y si no saben que actúen, pero ni una insolencia ni un ataque al buen gusto más.