Esta Semana Santa el Sábado de Pasión -que es el que va después del Viernes de Dolores- tuve a bien marearme dentro de una Iglesia abarrotada de gente. La comparación más laica que se me ocurre es la boda de Lolita con aquella Faraona enjoyada gritando «Si me queréis, irsen». Hacía muchísimo calor pese a que el sol se había ido, el cambio de temperatura radical nos tenía despistados, y para no negar nada, nos gusta mucho una bulla y allí que estaba media Sevilla y parte del extranjero. La conclusión fue que rompí un tacón, no pude ver lo que iba a ver y acabé sentada en el escalón de una de las puertas auxiliares de la Iglesia intentando quedar medianamente digna.
Nota al margen: Cuando vas arregladísima, maquillada con esmero, con un vestido de color claro, ajustado y que te sienta divinamente, no hay forma digna de estar sentada en un escalón. Lo puedes intentar, cruzar las piernas de lado con cierto aire de señora de los años treinta, pero es inútil. Se pasa de princesa del glamour a yonkie consumidora de caballo en menos de lo que tarda un Ferrari de ponerse de cero a cien.
Después de una cervecita y con el calor apretando con nocturnidad y alevosía se nos empezó a notar el cansancio. Poco, pero empezábamos a decaer. El grupo de amigos con el que iba y yo misma intentábamos llegar a la meta que supone encontrar el coche aparcado. No es ese momento en el que se confunden las plantas del parking del centro comercial, ni cuando, como una amiga mía, denuncias la sustracción de tu vehículo y resulta que te has equivocado de edificio de aparcamientos (esta anécdota es en USA donde hay edificios dedicados sólo a ser aparcamientos, hacia arriba y no subterráneos como aquí), es cuando has tenido que aparcar al final del mundo y la vuelta exige coger un taxi y un autobús.
Intentamos la opción transporte público porque nos pillaba de camino sin descartar del todo la idea la de coger un taxi. La Semana Santa, he aprendido, es uno de esos momentos en los que no puedes dar nada por supuesto. A esas alturas yo llevaba unos zapatos rotos (los que rompí en la Iglesia estaban en una bolsa y fueron recambio frustrado de los que llevaba puestos) y eso es muy desmoralizador. Me sentía Charlot. Para rematar la estampa me apoyé en un escaparate, por aquello de la comodidad y me di cuenta que era de una ortopedia. Nada puede ser menos elegante que una ortopedia, no piensen, no hagan el esfuerzo, no hay resquicio a la duda. El cuadro que yo misma me planteaba era desolador. Hubiera roto a llorar, pero no recuerdo bien si es que estaba demasiado ofuscada.
De repente miramos a la no-marquesina donde debía parar el bus. Es uno de esos palos con las paradas, mil avisos, trescientas notas informativas y un cartel de se alquila habitación o se ha perdido un perro. Había una pareja de señores mayores, setenta y pocos ella, setenta y largos él. Perfectamente vestidos y elegantes. Ella seguía siendo una señora de muy buen ver. Estaban de la mano, se sonreían, se regalaban besos y caricias, algún arrumaco. No había pudor alguno y era precioso. Esa misma escena la habíamos estado viendo en parejas de críos que no eran aún ni mayores de edad, pero la ternura que irradiaban, el amor que desprendían los dos nos dejó en silencio, mirando sin disimulo y envidiando el momento (su momento) a manos llenas. Tenían más pinta de haberse conocido hacía poco que de un matrimonio largo, soltaban chispas de pasión por estrenar. Quizás fuera una segunda oportunidad.
Sonreímos y susurramos elogios a la belleza y la importancia del amor. Llegó el bus, subieron ellos con cuidado y cuidando uno del otro, se sentaron frente a frente para seguir mirándose…