INTELIGENCIA Y LETRAS

Es por todos sabido que las personas con una inteligencia superior a la media sufren mucho. No sé cuantas universidades norteamericanas me respaldan y seguro que alguna de Canadá ( me reconozco muy partidaria del uso de la expresión «del Canadá»  que no  sé porque se usa -si alguien puede ilustrarme que lo haga- porque me resulta un poco de Julio Verne, aún así me he reprimido).

Las personas con un coeficiente intelectual alto son capaces de ver más lejos que los demás y hasta he llegado a leer que no pueden ser monógamos porque una sola relación no les satisface la superioridad emocional con la que cuentan. Ante esto hay tres opciones: que sea verdad, que sea la coartada de una persona muy torpe pero muy promiscua y se las quiera dar de lista, o un regate desde la inteligencia para huir del compromiso. Hagan sus apuestas, señores.

Yo tengo que reconocer que durante toda mi vida he intentado ponerme cerca de las personas inteligentes, y no tiene nada que ver con el estudio promiscuidad vs coeficiente intelectual, es que me fascina lo que saben y lo que cuenta. Por lo general las personas que saben mucho, siempre están dispuestas a enseñar. Y aunque yo siempre he querido aprender -y a poco que tuviera un poquito más de retentiva, se me habrían fijado más cosas- ni por asomo llego a los niveles de las personas con las que he compartido amistad, charla o discurso.

Entre esas personas tocadas por el don de la inteligencia estaba Alvite. Era un hombre tan inteligente que creo que por eso vivió tantas vidas, incluso estoy convencida que se le quedaron muchas otras por vivir para sentirse pleno del todo. Pero sufrí. Yo no falto a ninguna verdad, ni cuento ningún secreto, diciendo que pasaba por rachas verdaderamente duras y así lo trasladó en la introducción de «Lilas en un prado negro». Aunque no me fascinaban sus remordimientos ni sus entresijos mentales, porque lo veía sufrir, reconozco que me admiraba hasta niveles inauditos su capacidad para sentarse delante de un teclado y ponerse a escribir. Me parecía que le salía tan fácil, que era tan innato su don, que cuando no entregaba columna a tiempo, porque su estado no se lo permitía, me «enfadaba». No era un enfado cierto, era la frustración de no poder leer otra obra de arte. Siempre me decía lo mismo: «no creas que es tan fácil como hacer churros». Pues ni por esas me quedaba tranquila, para mí lo suyo era un don.También es verdad que cuando no me gustaba una de las columnas, que las había, se lo decía directamente y entonces el que se «enfadaba» era él.

Hoy -como tantos días, todos- me he acordado de él cuando me he puesto delante de este teclado. Yo no tengo una de esas depresiones que permiten escribir, a ratos, con una amargura negra y descarnada, pero que a la vez dejan inerte para la vida. Por suerte mi estado de salud mental es razonablemente bueno, con las «taras» que traía de fábrica y alguna más que me he ido agenciando por el camino. De estas últimas espero que al menos la mitad se vayan por donde han venido, a ser posible pronto, y a otras ya les he cogido cariño. Pero, de un tiempo a esta parte, he descubierto que cuando el ánimo es gris se tiene la opción de volcar en letras parte del dolor, las lágrimas se transforman en líneas húmedas y pueden quedar textos bastante aceptables, amén de cierto alivio en el alma. Lo malo es cuando sólo se ve en negro, en todos los tonos de negro que no son más que oscuridades diferentes, entonces es imposible volcarse en nada, se sobrevive por supervivencia,  y no se puede escribir nada.

Así que valgan hoy estas gotas como sincero perdón al maestro, llena de arrepentimiento por las veces que dije que lo intentara, e insistí, por la de ocasiones en las que no comprendí su negativa. Es lo que ocurre cuando te rodeas de personas muy inteligentes, que a veces cuando por fin lo entiendes…es demasiado tarde.

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