LISTA DE SUEÑOS

Reconozco que tengo una lista infinita de sueños por cumplir. No sé si esto me hace ambiciosa, tonta por pensar que puedo conseguirlas, o frustrada porque la mayoría de ellas no las voy a acometer. Hubo una época en mi vida en que hice una lista, iba tachando lo que conseguía y eso mismo volvía a aparecer al final si la experiencia había sido tan positiva como para repetir.

También es cierto que mi lista es tan ecléctica como yo misma. Ha habido dos palabras que me han marcado en la vida y fue porque, en su momento, no sabía lo que significaban cuando me las dijeron y no tenía un diccionario a mano para que me salvara del sonrojo y la vergüenza ante la indigencia cultural, una fue ecléctica y la otra irascible. No se me olvidarán jamás.

Lo mismo cabe en mi lista zamparme un plato alpujarreño, tarea ardua pero conseguible, porque como dice mi abuela «con una buena baranda, todo se anda», es decir, si a ese plato se le riega bien de vino o cerveza, sólo es cuestión de tiempo y oportunidad, que entrar en un casino de Las Vegas vestida de fulana y ya sería insuperable si alguien me llamara «encanto».

No sé que click hay en mi cabeza que me hace desear cosas rarísimas, como tener unos pendientes de coral, al gitano modo -no vayamos a ponernos susceptibles con las etnias que ellos se reconocen y están bien orgullosos-, sabiendo incluso que pocas veces en mi vida los podré utilizar, o quizás no, y a ser posible con unas peinas a juego, como si acabara de salir de un cuadro de Julio Romero de Torres.

Me apetecería muchísimo surcar por las curvas de Niza o de Mónaco en un descapotable blanco de tapicería roja, ir de copiloto de un señor estupendo, con gafas de sol grandes y perder el pañuelo que llevara protegiendo mi pelo, y que éste luego volara al viento. Y luego ir a una de esas fiestas increíbles de camareros con chaquetas blancas y martinis  en bandeja, para acabar nadando desnuda a la luz de la luna en mitad del mar. Muy de película de Cary Grant.

Quiero tener un pub irlandés, hasta con olor a rancio, de barra de madera con esas toallitas desgastadas y húmedas, donde a determinada hora de la noche se canten himnos y canciones tradicionales, y tintar la cerveza de verde el día de San Patricio. Y quiero que se llene de gente pelirroja.

Me gustaría poder montar a caballo. E ir a la peluquería cada vez que quisiera.

Imagino jugar horas en una mercería antigua curioseando mil cajones, llenarme los ojos de colores, sentir lazos y botones en mis dedos y atender a las clientas que me cuenten sin prisa lo que quieren hacer y que a mí me parece magia. Acariciar encajes. Y medir tela con una de esas varas de madera.

Vivir horas de felicidad en una papelería.

Saber que se cuece en el taller de  un pintor, de un escultor, de cualquier artesano que me impresiona su trabajo con las manos ya haga toneles o sople vidrio. Ser pinche en un restaurante de nivel.

Pasear sin prisas por Nueva York, pedir un whiskey doble ( que allí siempre será un adorado Jack), y caminar descalza por el parque. Comer pasta en casa de una mamma italiana en mitad de la Toscana. Bailar toda la noche en los tejados. Un día de guitarras y compás en las arenas, hasta que llegue la hora de hacer la candela.

Y muchas cosas más, pero luego, cuando repaso la infinita lista de cosas por hacer, lo pienso despacio y en realidad no me hace falta nada de eso,  me quedo con que  mi  gente esté bien, con  un rato de compañía y risas con amigos, con una cervecita al sol, con reflejarme en los ojos de quien quiero, con unos besos y un abrazo de verdad, con un instante que se vuelve de pronto mágico…que no es poco, eso sí, no estaría nada mal que algún día me llaméis «encanto»

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