Es curiosa la medida de los sentimientos. Creemos que tenemos el universo a nuestros pies y las emociones agarradas por las riendas y de repente se nos desboca el corazón cuando menos lo esperamos, y del «corre, corre caballito» pasamos al Hipódromo de la Zarzuela, como si fuéramos uno de esos Ferraris que lucen los «hijos de» en la costa catalana, o por las calles andorranas. La calma chicha se vuelve temporal de levante. Y viceversa.
Y lo espectacular que es verse vapuleada por los acontecimientos. Como comprobar que el día a día, tan pragmático, es al final, una cuestión más emotiva que alienante.
La emoción no deja de ser un privilegio. Me niego a entender la vida de una manera pasiva y en modo ameba. Sentir es una manera de tener consciencia de que se está vivo, que los pulsos siguen su compás. El estado vegetativo no forma parte de nosotros, a no ser que tengamos una de esas resacas que hacen historia y dejan huella en nuestra vida. Hay memorias que se cuentan por resacas, lo importante es poder recordarlo entre carcajadas o sonrisas, y eso nos hará ver lo estupendo que fue estar en el mundo de los que respiran, ríen, vomitan y lloran.
Yo que intento vivir cada momento con la mayor intensidad, sin red, y buscando el más difícil todavía, reconozco que soy incapaz de utilizar la emoción contenida, y mi lado británico queda reducido entonces a unos exquisitos modales en la mesa (mal está que yo lo diga) porque para lo demás soy tan racial que sólo me queda gritar ¡Jerónimo! cada vez que me dejo llevar. Es decir, siempre. Las locuras están para hacerlas, los retos para desbloquearlos, las malas rachas para superarlas.
La emoción que me produce el sol coloreando el cielo, el olor a azahar, la primavera inminente, la risa de los niños, el olor a incienso, su mirada en la mía, el sabor de las torrijas, el cosquilleo de su voz, son emociones positivas que vivo en primera persona. Me paro a disfrutarlas y a ser consciente de que las estoy paladeando para que luego no se me olvide de los momentos en los que soy feliz y, al rememorarlo, volver a sentirlo.
Pero hay algo más y son las emociones de segunda mano, buenas o malas. Empatizo con quien me cuenta un sentimiento tanto que lo estoy viviendo yo desde la piel ajena y puede llegar a ser tan placentero o doloroso como hacerlo por mí misma. Me gusta más, incluso. Ser esa oreja confesora que puede ayudar a que nazca una sonrisa o una paz entre las lágrimas, o ser quien sonríe por la alegría ajena es la forma en la que disfruto o sufro con más placer (o con más dolor).
El llanto feliz está tan cerca del que nace por un dolor inmenso…
Siempre quise arreglar el mundo, mi Mafalda interior buscaba que desde pequeña que todo el mundo fuera feliz, mi utopía básica es que todos los que quiero (y hasta los que no conozco) sean seres que miran a la vida con una chispa en los ojos que le nace del alma efervescente y feliz. A veces soy rematadamente cursi, pero no puedo evitar soñar con realidades perfectas para los que están mi pensamiento. Y lo pienso, de verdad, me descubro mil veces imaginando cómo salvar de las penas a unos o llenar de alegrías a otros, lo malo es que me faltan superpoderes para conseguirlo. A veces la impotencia me frustra, pero la mayoría de las veces dejo mis sueños parados a la espera de que me pique una araña o me pueda comprar una batcueva. Con un traje de licra no sé si ganaría yo mucho, pero los demás prometo que sí.
Debe ser el sol, lo que deseo, lo que viene, lo que espero. Deben ser las ganas de tirarme al ruedo de la vida y hasta de equivocarme con total consciencia. Debe ser que a mi vera hay gente feliz, contenta, y otras que quiero que sonrían porque se lo merecen, pero veo con otros ojos el día que empieza y si se tuerce y toca pasar un mal ratito, al menos que sea porque estoy espléndidamente viva.
(Hoy escribí con esta canción…
Me encanta, yo también me siento espléndidamente viva!
¡Estupendo!
🙂