Cuando Lucía abrió los ojos no hubo más que una pared contemplándola, se giró, coqueta, sonriente, llena de amor y descubrió que una vez más a su lado no había nadie, no había nada, ni siquiera sábanas arrugadas de soledad. Su piel cálida no rozaba desde hacía tiempo aquel lado de la cama. La sonrisa congelada y sin perder el calor se perdió en el frío que se suele sentir por dentro cuando la muerte atenaza del sentimiento. Estaba sola.
Cerró los ojos fuerte, hasta ver luces de colores en el negro inexistente y provocado, cerró los ojos hasta el dolor. Cerró los ojos como conjuro incierto para no pensar en nada. Hundió la cabeza en la almohada buscando aún más oscuridad. Deseó que dentro del infinito sin luz se escondiera la amargura.
Ojalá existiera un interruptor para desconectar de la realidad, o al menos de las que encogen el alma. Ojalá saber no despegar los pies del suelo. Ojalá saber mantener la cabeza fría.
Por mucho que lo cuenten y que lo canten, aunque crean que está todo dicho, pese a los románticos y sufridos poetas, existe en el amor un vacío que nadie explica y que se reconoce mal. Puede que sea tan personal que no sirvan historias ajenas, letras impresas, voces rasgando el silencio, consejos de amigos y que sólo cuando lo tienes frente a frente se entiende la magnitud del momento.
Existe en el amor elevado el duro momento de saber que tu amor no es correspondido. Descubrir que frente a los sentimientos que te ocupan el pensamiento, el suspiro y el alma, no hay reciprocidad. Saber que no hay locura en el mundo que no harías por un beso y ser consciente de que ese beso no llega o que no lo hace con la misma intensidad que lo entregas. Que tampoco es fácil asumir que se quiere con una entrega que puede incluso molestar a otros.
La crueldad máxima en este mundo imperfecto, pensó, es no ver en los ojos soñados el brillo del amor auténtico. Comprender que no hay eco en un te quiero. Que los abrazos no llevan incluido el suspiro de la ternura y el deseo. Y no conocer más esperanza que la de los milagros que no le suceden a la gente normal.
Lucía abrió los ojos, exhausta sin haber comenzado el día. Dolorida, maltrecha, arrugada en el cimiento del motor del mundo. Seguiría amando porque no sabía apartar de su día un sentimiento tan grande. Amaría a duras penas en silencio, aceptando las migajas de cariño, soñando con resacas de realidad y sin paladear el feliz momento de un beso a bocajarro, sincero, y sin miedo.