Lo bueno o lo malo de haber sido una niña precoz, y nada tonta, es que las cosas que pasaban en susurros nunca se me perdían en el olimpo de la divinidad de «los mayores». Ser capaz de escuchar y oír lo que se dice, procesarlo y hacerlo de manera correcta con apenas tres años no sé bien si es un don o una desgracia, pero sucedía. Abstraída en mi mundo literario e infantil se colaban los sucesos y las conversaciones, y más tarde, cuando ya volvía a la soledad de mis juegos, comprendía lo que había pasado y callaba.
Y callo.
Pese a ser alguien hablador y hasta dicharachero, pese a que envuelvo mi timidez y mi inseguridad en el papel de seda de la sociabilidad, reconozco que me abstengo de hablar mucho: lo importante, lo que reflexiono, lo que siento, lo que me hace cambiar el compás del corazón. Hay un doblez más en mí, incluso más allá de estas gotas hay un recodo en la escalera, una esquina – a veces sombría, a veces llena de luz de colores- que guardo para mí, más por vergüenza que por egoísmo.
Puede que todo sea un error, desde la infancia silente hasta mis reflexiones últimas. Puede incluso que esté equivocada, no soy perfecta ni infalible. Contradecirme puede ser uno de los ejercicios más enriquecedores, suelo aprender y sacar conclusiones.
La reflexión interior, me acontece en cualquier momento, entre risas, sueños, lágrimas o incluso besos, a fin de cuentas no deja de ser una voz que procesa rápido cada uno de mis pestañeos, sin necesidad de llegar, como entonces, a la soledad de mi cuarto de juegos. La práctica hace que no necesite masticar momentos a posteriori y que cada uno de los pensamientos y conclusiones se queden taladrados en la piel o los olvide al instante.
Desde esa niñez de ojos grandes, aún sin lastrar por la miopía, aprendí que el sello de la autoestima no estaba en mi cartilla, me faltaba ese cromo en mi álbum, esa paz en mi alma. Y no pasaba nada. Ese hueco lo acepté como el sonido hogareño de la baldosa que se mueve en el pasillo, como el plato esportillado, como el dibujo de una grieta en la pared. Nunca hice por ocuparlo de otra cosa, ni tuve la capacidad de rellenarlo, sólo a veces, como en un espejismo, caían unos volátiles granos de nada.
Pero si algo tengo bueno, y es un hecho contrastado y no un ataque de vanidad, es escuchar y comprender a los demás -también está quien me escucha a mí- y desde una sinceridad a veces más contundente de la cuenta, soy especialista en subir las autoestimas ajenas.
Siendo una adolescente de sueños enormes, de diarios eternos, de música a volúmenes contundentes y pósters en la pared, recuerdo el día en el que pensé que yo no podía quererme porque todo mi amor, mi sentimiento y mi cariño lo entregaba a manos llenas y no me podía guardar nada para mí. Me sentiría egoísta. Y callé. Y asumí con kilos de indolente juventud que toda mi vida sería así…y no me equivoqué.
Hoy por hoy no me pesa decirle a alguien lo que vale, alegrarme de sus alegrías, descubrirle una parte de sí mismo que a lo mejor tiene atrofiada a base de desilusiones o de lágrimas. Creo que es justo abrir los ojos a la esperanza del reencuentro de uno mismo y de sus valores y sus «cositas buenas». Y aunque a veces en ese reconocimiento a lo ajeno, por carambolas de la vida, vaya implícito perder parte de mi autoestima si es que cayó despistado un vulanico de confianza en el hueco, incluso si el hoyo de mi vacío se vuelve más grande, creo estar haciendo lo correcto.
Esta manera de ser, de la que de la que a veces alguien quiero que me salve, me ha dado más alegrías que disgustos, al menos con el pasar del tiempo, y sé que aunque me proponga quererme más, sin vaya en detrimento de ayudar a los demás, yo no lo voy a conseguir. Sólo conozco una manera de apoyar y es dejando parte de mí en ello. Y si me nace por dentro un reproche, una queja, la callaré, como a los tres años, porque nadie puede obligar a querer, a sentir, porque no existe la reprocidad emocional completa. Pero cuando las cosas adquieren la perspectiva que da el pasado, me gusta poder sonreír -ya sin pena – y decirme…es feliz, está sonriendo, vuelve a quererse y, aunque no lo sepa, dentro de esa autoestima recuperada hay una parte invisible de mi hueco.
Hoy he escrito las gotas a mano, suele pasar pocas veces. Cojo notas, da igual el sitio, a veces puede que sea una factura de la luz, una receta del médico o por fin una de las miles de libretas que rescato del olvido, pero hoy han sido completas, con letra rápida de apuntes de ayer. Hoy han sido así…
Pero, ¿qué te pasa con la autoestima, Rocío? Con lo guapa que eres y lo bien que escribes la deberías de tener tirando a alta. (Perdón por la intromisión)
Esto viene mal de fábrica…. 🙂