Quizás sea una de esas pequeñas cosas con las que tanto disfruto, una de aquellas en las que me paro y me regodeo, y de tanto contemplarlas y hacerlas mías las que engrandezco sin que nadie lo note, las hago inmensas dentro de mí, a veces ocupan más que yo, tanto que en ocasiones necesito trasladarlo a los demás para que sepan que me estoy sintiendo maravillada ante la espectacularidad de un gesto mínimo. La discreción de un detalle nimio me resulta más agradable que la rimbombancia de un gran momento. Formo parte de la escuela de pensamiento que cree que lo grande en realidad es muy pequeño, o al menos que se compone de pequeñas cosas que es mejor disfrutar por separado. Lo ostentoso es sólo una vulgaridad. Y la vulgaridad me aterra. Pocas cosas me molestan más que la zafiedad.
Durante estos días, en la Granada que adoro, he podido disfrutar de un millón de detalles que serían mucho más que quince gotas, serían un torrente de emociones, pero fiel a mí misma prefiero revivirlas a pequeñas dosis. Puede que literariamente fuera más llamativo todo junto, salpicando como las cataratas, pero yo prefiero considerarlas como mucho de quince en quince y que vayan surgiendo según se plantee el recuerdo, ese que se traslada a la piel, y algunas de esas emociones me quedaré para mí porque hay pequeñas cosas que sólo son grandes en privado. O a lo mejor yo no sé trasladarlas con la grandiosidad que se merecen.
Ahora tengo un torbellino de emociones que se convierten en gotas que son lágrimas, pero no son mías, o al menos no me pertenecen en exclusividad. Y me gusta sentir la humedad resbalando entre mis pecas, esas que odio, pero que asemejan a cantos rodados por los que se desliza un río sereno y tranquilo. Quien haya estado cerca del río Darro a la atura de la granadina Plaza Nueva y se haya parado a escuchar y a mirar sabe a lo que me refiero.
Cerca de allí, y en otros lugares también, pude disfrutar de ver en ojos ajenos la belleza de los detalles. A veces, es mejor contemplar lo que emociona en miradas contrarias para aumentar el sentir.
Me gusta ver la mirada cómplice de alguien ante quien considera báculo divino y se pliega ante ella (Ella) con humildad y confianza, comprendiendo así mucho mejor lo que significa, lo que yo sólo puedo observar con ojos nuevos. Extasiada en la belleza de un conjunto grandioso, pero abrumada ante la magnificencia, poder serenarme en ese inmenso pequeño detalle que es la visión especial de otras almas.
Tampoco puedo evitar estremecerme al recordar lo contrario, la mirada asombrada de alguien que mira por primera vez horizontes que yo tengo taladrados en la piel. La silueta de la Alhambra, por ejemplo, vista por quien no hace más que descubrir algo más que un palacio con la distancia justa que da el mirador de San Nicolás, es una forma maravillosa de volver a verla. Por mucho que yo escarbe en mi recuerdo no tengo consciencia de cuando fue la primera vez que tuve el placer de asumir que ese perfil no es común, y lo busco en ojos ajenos.
He vuelto a sentir el empedrado granadino y la inmensidad de su Catedral en los ojos bajos de una paloma que bebiendo en un charquito me hacía ver la huella de los pasos de tantos siglos atrás y lo pequeños que somos cuando la señorial morada de los Reyes Católicos se asoma entre callejuelas. Y la paloma me llevó a los ojos de un hombre ajado, destrozado, que pidiendo limosna en una de sus puertas, sin más techo que el prestado, descubría la belleza sin rutinas que el ave nos mostraba, hasta que levantó el vuelo y desapareció, no sin antes dejarnos una mirada de reproche por haber usurpado su intimidad.
He vivido la mirada de ilusión de un niño bailando con música callejera llena de guitarras extranjeras para él, y la chispa de un hombre mayor, borracho y tirado en la calle entre cartones de vino, en conversaciones con un grupo de niños que llenos de inocente picardía le hacían hablar y conversar con palabras trabadas, puede que hiciera mucho que nadie le dejara contar sus cosas sin perjuicios. He visto la mirada de una mujer mayor en sus tareas diarias, con la rutina de la belleza albaicinera en sus pupilas. He contemplado la mirada de orgullo de un hombre reconocido por entre los suyos. Le he puesto mirada a palabras amigas escritas.
Quizás alguien ha mirado también a través de mis ojos…espero que haya entendido mi emoción y mi sentir, feliz, contenta y con un regusto a nostalgia y dolor por la ausencia que iba a llegar. Prometo volver a mirarte pronto… Granada.
Muy bonito, Rocío. Sigue escribiendo, que falta hace leer cosas así en estos tiempos en los que se lleva más hablar de lo que detestas que de lo que te gusta
Muchas gracias, me gusta quedarme con lo bueno, aunque a veces caiga en lo común y proteste…Intentaré remediarlo.