«Sicilia…años veinte…» Decía Sophia, la adorable anciana de aquella telecomedia de sofá que eran Las chicas de oro, las de verdad, no lo que luego se intentó españolizar, creo que con éxito nulo. Cuando Sophia empezaba así una historia es que se removían en su interior los más adorables e increíbles pasajes de su vida en Italia o la de sus padres.
Hay veces que a mí se me inquietan recuerdos y cuando voy a contarlos, me visualizo como ella. Sé que no es muy normal, pero algún cable tengo que no hace bien el contacto y ya no estoy en garantía. La cuestión es que me veo en aquel sillón, con el pelo cardado y endurecido a base de laca (Nelly, por supuesto) y el bolso agarrado firme en las rodillas. A veces, me espanta tanto la visión que surge una especie de exorcismo y desaparece el pasado que se quiso contemporaneizar.
Hoy no se ha ido, he recordado cuando el internet era cosa de algunos hogares en los que maldecías que sonara el teléfono porque te hacían caer de la red y donde piratear era cuestión de voluntad y tesón teniendo en cuenta la velocidad de bajada. Eran tiempos de letras de colores en IRC y despuntaba a duras penas el Messenger. Desde aquí aprovecho para reivindicar mi odio infinito al que añadió los emoticonos y/o emojis a nuestra vida. Y si eran imprescindibles, que lo dudo, con la flamenca teníamos bastante.
Por aquél entonces yo era una madre jovencísima con una niña de un año. Las circunstancias familiares hacían de mí una mujer trabajadora que amanecía muy temprano y que se acostaba muy tarde, «soltera» de lunes a viernes, mi vida era una espiral continua. Caía en la cama a modo piedra. Pero durante unos meses, todos los días, entre las dos y las tres de la mañana, sonaba mi teléfono. Y lo más llamativo era que hasta lo oía. Yo me levantaba corriendo para que no se despertara la niña, iba al salón, descolgaba y entonces: «Rubén, soy tu padre», no sonaba como Darth Vader pero sí como el más borracho de la ciudad. «Oiga, yo no soy Rubén, aquí no vive ningún Rubén»… Según la borrachera, me confundía con su exmujer y madre de Rubén y me ponía de vuelta y media, con una rotundidad de insulto tejido a la velocidad del rayo, o pensaba que era el mismísimo Rubén y me pedía perdón. El padre de Rubén era impertérrito.
Le podía perdonar hasta que me despertara, pero mi voz no es masculina, eso sí era un insulto.
Le dije de todo, le amenacé, intenté -sin éxito- que Telefónica prohibiera la entrada de esas llamadas, pero resultó que nunca llamaba desde el mismo número, le escuché toda la dramática historia y al final me decidí a preguntar… Mi labor como investigadora privada fue excelente. El CNI no sabe no que ha perdido. Conseguí un puñado de datos y pese a que Google no era ni sombra de lo que es, encontré a Rubén.
No os podéis imaginar la emoción del momento. Marqué el teléfono, de mi misma ciudad, con dedos temblorosos, ni si quiera vivíamos muy lejos y entonces, al explicar que desde Cataluña me llamaba un señor preguntando por Rubén, una señora (aquella con la que me confundían) tuvo un ataque de histeria. Jamás pensé que fuera por algo tan serio, supongo que el trasfondo era duro, tuvo mi número de teléfono pero lo cambió porque la localizaron y yo heredé la numeración y al padre de Rubén. Se negó a ayudarme.
Sólo cuando coincidió la llamada con que estuviera Dani en casa y perdonara al padre de Rubén como si fuera éste paró el suplicio nocturno.
Muchas veces pienso en ese hombre, igual descansó del tormento de sus remordimientos, a lo mejor en muy cabrón era un maltratador que no se merecía mi compasión, a lo mejor encontró físicamente a Rubén, puede que la cirrosis hiciera estragos, pero por lo menos a mí no me llama más… también es cierto que yo cambié de teléfono…igual ahora sigue llamando entre efluvios alcohólicos en la madrugada buscando a Rubén.