Tengo una incapacidad natural para expresarme. Supongo que no deja de ser un fiasco que alguien que lleva varios años escribiendo a diario sobre cotidianidades y sentimientos, al final sea una inútil como oradora en la vida real. Además hablando no puedes culpar al corrector del móvil y cuanto lo lamento. Y no me refiero a hablar en público, que también. Recuerdo con horror verme en el atril presentando los eventos, dándole la espalda (y lo que es peor, mi inmenso culo) a grandes figuras del periodismo, mientras los asistentes escuchaban algo que yo había escrito sin el tamiz de la censura. Al final, los amigos asistentes me besaban con cariño y decían al oído «muy bien, has estado muy bien» mientras yo pensaba que es bueno elegir amigos caritativos como público porque para mí había sido más una mezcla entre el tartaja de Arévalo, Gracita Morales y el rebuzno de un asno ronco.
Puedo reconocer, no sin cierto -y metafórico- sonrojo, que se me da fatal la expresión oral. Y lo peor es que no suelo estar callada, que en silencio es mucho más difícil meter la pata, pero nada, mi torrente verbal es caudaloso y salvaje, así que es probable que lo que de verdad me suceda es que soy cortita, como los tintos de verano de las señoras del Imserso, esas turistas incansables que piden festivaleramente un «tinto de verano, cortito y con limón». Después suelen reír, pero yo hoy no me encuentro la gracia. Es más, y siguiendo la analogía, igual por escrito soy el refresco de limón, burbujeante, dulce y pringoso a la par que un poco ácido y en la vida real, la de pagar facturas, soy limitada como una carretera nacional.
No bromeo.
Durante mi vida me he visto infinidad de veces explicando una y otra vez lo que he dicho. Está claro que el problema es mío. Plasmo una idea, la expongo, llena de buena intención y hasta bondad (no soy tan mala como me.pintan) y mi interlocutor (o interlocutora, según sea el caso) entiende justo lo contrario. Es fácil comprender lo que entonces sucede: lo contrario de lo bueno y el bienintencionado mensaje, es la maldad y la mala leche, así que el de enfrente se mosquea más que un pavo escuchando una pandereta y yo vuelvo, como en «Atrapado en el tiempo», a vivir la desagradable experiencia de explicarme…si me dejan hacerlo.
Eso sí, el ser humano, una vez cabreado, es difícil de sacar de su visión primigenia. Esto quiere decir que mi tasa de éxito intentando dar mi versión es negativa, en en mejor se los casos, cero.
Ejemplos tengo para aburrir, las cosas que hacen sentir mal nunca se olvidan. Recuerdo un día que incapaz de ayudar a un amigo en su tragedia, tras varios días intentando animar, comprender y acompañar…le dije que si prefería que le dejara algo de espacio para encontrarse así mismo…si llego a asesinar a su madre no se enfada tanto, y palabra se honor que yo sólo intentaba buscar otra salida a su dolor. Otro día y ante un amigo estresado con quien tenía una cena pendiente, tuve a bien decir «si quieres no quedamos», como además tenía que darme un libro le comenté que podía mandar a alguien por él; aquello fue más sangriento que Dexter, yo sólo quería aliviar su agenda y parecía más que yo le había subido el interés de la hipoteca. Tengo miles de casos, soy un desastre.
Lo que sí he aprendido es a percatarme de cuando es inútil insistir en mi defensa. Hay veces que sólo puede ir a peor. Entonces bajo los hombros, entrego las armas y pido perdón. No sé si lo pido por ser tan idiota, por haber enfadado a mi interlocutor o por la bomba atómica, en esos momentos soy capaz de culparme de cualquier cosa, hasta de matar a Manolete.
Lo que al final me queda de todo esto es un mal sabor de boca que me dura días, una desolación tan grande como el afecto que le tenga a la persona «ultrajada», una constatación de mi merma y muchas ganas de emborracharme. Así que por favor… que alguien me invite a una copa y no me deje hablar más que por escrito…
Seguro que exageras, como buena andaluza, pero en parte comprendo esa incapacidad oral. A mí también me cuesta a veces la palabra hablada. Un saludo, Rocío.