Los niños siempre nos enseñan cosas interesantes porque saben mirar de una manera diferente, se pueden expresar con un léxico escueto y hasta lleno de fallos, pero lo contrarrestan con una claridad meridiana. Cuando se les deja libre en sus teorías existenciales, cuando se les anima a pensar y a desarrollar lo que piensan y sienten, la sorpresa suele ser la más común de las reacciones.
Comprendo que puede ser más fácil ponerles la televisión, darles la Tablet, decirles que estamos al teléfono. Lo sé porque yo también lo he hecho, porque a veces estás hasta arriba de trabajo o de estrés y les ruegas que se callen de una vez. No somos perfectos, pero en cuanto les dejas que te cuenten sus cosas y le vas llevando la conversación, vas descubriendo que los niños son cortos de edad pero no de vida interior. Tienen sus razonamientos sesudos o su imaginación desbordada llena de historias maravillosas.
Mi hija Julia ha llegado a plantear, con nueve años, si en realidad no somos, si no que sólo estamos en el pensamiento de alguien que nos maneja a su antojo, y por tanto dejamos de ser para pertenecer. Ahí lo dejó y yo me vi con serias dificultades para poder seguir su razonamiento y su reflexión, reconozco sin pudor. A la vez maneja la teoría, desde los cuatro años, de que las cebras son sus animales favoritos pero en realidad si son machos se llaman «Co» y si son hembras se llaman «Pachis», eso sí, sólo cuando ella les da el visto bueno, y las hace suyas, son rebautizadas con esos nombres, si no las siente parte de ella, sólo son cebras.
Pero ojo, que ellos son niños pero no tontos, saben bien de lo que hablan y pueden dejarte en ridículo en cualquier momento, porque en su mente está todo perfectamente claro. La culpa es nuestra que con nuestros perjuicios y nuestra predisposición en el razonamiento, obviamos que hay cosas que no se pueden predecir, y menos cuando de niños se trata.
Algo parecido hizo su hermana cuando tenía tres años. Yo la subía andando por el Realejo en Granada, eran dos tres cuestas de tamaño considerable y siempre íbamos contando alguna historia para hacerlo más ameno y para que el frío o el calor tórrido no hiciera mella en el ánimo de unos pasos pequeños. Reconozco que yo estaba embarazada y tampoco me venía nada mal no subirlos como si fuera la Maratón de Nueva York. La primera cuesta que subíamos era una que terminaba en unas escaleras, la Cuesta -que no calle- Molinos. No estaba asfaltada, si no que tenía un empedrado de cantos rodados, no eran adoquines. Ella me contaba que todas esas piedras del suelo en realidad eran unos seres que se llamaban «Michis» y que estaban ahí quietos y en familia hasta que algunos se separaban y se volvían michis independientes, es decir, piedras. Ella cada día me contaba si un abuelomichi estaba enfadado o si mamámichi le estaba enseñando las cosas importantes a los niñosmichi…era unos cuentos por entregas hasta que veíamos al «perro de los hígores» (un perro donde una higuera). Así todos los días. Las historias de los michis eran maravillosas y lamento no haberlas escrito. Un día llegó su padre con dos piedras y le dijo muy contento «Mira Rocío, te traje dos michis», ella miró la mano de su padre, miró a su padre, suspiró con cansancio y le dijo…»son piedras papá, son piedras»…