EL CALOR DE SUSANA

Susana se abanicó con fuerza, casi con fiereza, incluso con un punto de rabia. Abría y cerraba el abanico haciendo rasgar las varillas de manera ruidosa, violenta y cotidiana. Estaba enfadada con todos y con todo. Dentro de ese absolutismo estaba también ella misma, quizás el primer enfado y madre de todos los cabreos, era que no estaba conforme con su yo interior.

Le molestaba el calor por el que había estado suspirando todo el invierno. Quería haber dormido la siesta y los gritos de los niños en la piscina se lo impidieron. Era demasiado temprano para cualquier cosa decente (y hasta indecente) en una sobremesa de sudor y moscas. Un auténtico día de verano. Sólo podía acometer abanicazos y pensar. Darle vueltas a la cabeza que siempre era una mala idea.

Se levantó perezosa y renqueante sin achaques, con apatía, sin ganas, en sus muslos desnudos el dibujo de la silla de enea y en la espalda de su pequeña camiseta, la sensual sombra de las pequeñas gotas de sudor que le resbalaban hasta el hueco que había justo en la línea de su trasero, sudor al punto – como la carne a la brasa- ese que puede ser excitante y no antihigiénico.

Preparó café y mientras se hacía se agachó al congelador, el vaho helado le hizo sentir alivio, un poco de esperanza vital. Cogió los hielos y llenó un vaso bajo y ancho. Por un momento estuvo tentada de llenarlo de whisky y dejarse llevar por la inconsciencia alcohólica, aunque para llegar a eso, con una sola copa no tendría bastante. No importaba, le sobraba tiempo y su hígado podía resistir un poco más.  Pero mejor no, el alcohol -como los hombres- siempre le traicionaba; al principio era refrescante, excitante, dulce y le hacía perder la cabeza, y al poco tiempo, le hacía llorar, dejar de ser ella misma y cuando pasaban a penas unas horas, acababa con el estómago revuelto, con dolor de cabeza y jurándose que no lo volvería  a hacer más. Mejor café, oscuro, fuerte, con mucho hielo.

Mientras removía el azúcar con la cucharilla se quedó absorta en la regularidad del movimiento, vivió un momento de trace, empezó a evadirse, y acabó con un único razonamiento que no era más que una conclusión: «La vida es injusta». Suspiró. Las  manos le temblaban levemente, quizás estuviera a punto de desmayarse, ni las emociones intensas, ni el calor, ni esa losa que le aprisionaba el corazón hacía por mejorar su estado de salud.

Volcó el café en el vaso y repiquetearon  los hielos, una gota resbaló por la taza como una lágrima ennegrecida, asombrada por lo familiar de la escena y lo metafórico del momento no evitó que cayera al suelo. Miró la mancha y ni se inmutó.

Volvió a suspirar, vaya tarde.., lo hizo con tal intensidad que notó crujir las costillas, la bandera de su delgadez. Cogió el vaso donde aún ronroneaban los hielos y se vio en el espejo, descalza, despeinada, en braguitas y camiseta, con una pátina de pena que se notaba hasta en los gestos. Mejor ni mirarse, la oscuridad provocada del salón le era más cómoda y el compás de las aspas del ventilador le funcionaba como eco de su abanico. Cerró los ojos dando sorbos al café frío.

¿Cómo podía ser que estuviera enamorada del único hombre que no la idolatraba? ¿Era eso justo? Le volvió la rabia…pero no era más que  la desesperación impaciente de una mujer preciosa sin opciones y con mucho calor…

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