El mundo se ha llenado de momentos de pánico. Debemos aceptar que quizás no somos la rubísima Tippi Hedren -mamá de la rubísima ex señora de Banderas- huyendo despavorida con una más que merecida ornitofobia, a lo mejor no llegamos a los niveles del gran José Luis López Vázquez absorbido al vacío en aquella cabina que ni soñaba con teléfonos móviles, pero vivimos momentos de pánico y micro infartos de continuo.
Yo, de natural exagerado y estentóreo, suelo sufrir estos ataques a cada momento. A veces los acompaño de gritos de pánico y en otras el compás acelerado de mi corazón es el único que le hace compañía a mi sudor helado. Hablamos de miedos…si por casualidad me salta el aceite mientras estoy friendo croquetas, se me cae un vaso de agua encima, o salen disparados, como con magia, tres libros hacia mi pie o mi cabeza, entonces ya hablamos de otro tipo de gritos que termina con la frase «¿Y por eso gritas? Cualquier día te va a pasar algo grave de verdad, y no voy a venir» ¡Qué culpa tengo yo de tener unas reacciones así!
Ayer, cuando empezaba a planear acostarme muy temprano para leer un buen rato, calentita y arropada, y dormir horas suficientes para tener guardadas en la recámara porque nunca se sabe lo que los lunes pueden deparar, me acerqué a mi esbelta mesa de mi pomposamente llamado despacho. Todo iba bien. Acababa de planchar, las niñas habían cenado y se disponían a dormir. Mi cabeza intentaba dilucidar si debía o no cenar y abrí el ordenador, que hibernaba cual oso pardo, para apagarlo.
Fue entonces cuando sentí que el mundo se derrumbaba. El ordenador no terminaba de arrancar, como le pasó a Carlos Sainz, y por mi cabeza pasaban una cantidad ingente de fotos, textos y documentos que no estaban a salvo en ningún sitio. Yo era el vivo ejemplo del miedo, la definición gráfica de la angustia. Entonces mandas mensajes, cuatro, cinco personas diferentes, ya sean familiares, amigos, especialistas, frikis, quien sea…y porque San Ramón Llull, patrón de los ingenieros informáticos, no tiene whatsapp, ni Telegram. Que Dios dijo santos pero no primos, pensará él.
De repente un rayo de esperanza…menos mal que no ha sido cosa del wifi, al menos puedo buscar soluciones con el móvil, con la Tablet de la niña, con el horno, con lo que haga falta. La situación es desesperada.
Por fin una respuesta desde Turquía: «Reinicia y dale a F8». Pues no, mira, pasa olímpicamente de mí, como si le digo qué bonitos ojos tienes, el ordenador no me hace ni puñetero caso. Tengo el dedo insertado en la novena tecla superior, empezando por la izquierda, siento la gangrena corriendo por mi mano derecha y no ocurre nada. NADA.
Y entonces, te dicen aquello que no quieres jamás oír, «Pues no sé que puede ser». ¡¿Cómo no lo vais a saber, maldita sea, se hunde mi vida y vosotros como pasmarotes diciendo que no sabéis salvar al paciente?! ¿Qué clase de mundo es este que deja morir a un ser indefenso como mi ordenador de nombre Máximus? ¿Por qué Dios mío? ¿Por qué este castigo?
Estuve a punto de caer al vacío y cual Escarlata poner la mano sobre Máximus y decir aquellos de «después de todo, mañana será otro día», pero no, no lo hice. Decidí luchar como una gladiadora, como una espartana y cual Alatriste mandé un mensaje al vacío «cuenta lo que fuimos».
Me sereno. Respiro hondo. Está bien, pienso, abandonadme, no pasa nada, yo podré salvarme sola, podréis quitarme la vida, pero jamás la libertad de mirar en los foros. Y entonces, como respuesta a otra voz desesperada, una solución extraña, disparatada, pero estoy contra las cuerdas, no tengo opciones, acepto cualquier cosa como una yonkie con el mono. Sigo paso a paso aquella receta mágica que un buen samaritano dejó escrito en un hilo.
¡Aleluya hermanos! ¡Funciona! Soy el doctor Victor Frankenstein gritando: ¡Vive! Ha pasado el miedo, por fin puedo respirar con normalidad, y en medio de la «bajona» húmeda de lágrimas saltadas, una promesa sin la tierra de Tara «A Dios pongo por testigo que de hoy no pasa que haga una copia de seguridad».