A lo largo de la vida vas conociendo personas que se añaden a tu lista de amigos, de conocidos, de archienemigos o de íntimos. También en estas listas hay espacio para la familia, que no tengo muy claro en que lugar colocarla. La directísima está claro, pero nunca supe situar bien al resto. Tengo parientes que quiero muchísimo menos que a algunos amigos, y tengo parte de la familia que la quiero como si eso de la sangre fuera cierto.
Si acoto el listado y lo reduzco a hombres importantísimos en mi vida, me quedo con dos. El padre de mis hijas, indiscutiblemente, porque por encima de ser marido, amigo, compañero y todas esas cosas en las que apoyarte, es la persona que hizo posible que yo tenga lo que más quiero en este mundo -esto si lo tengo clarísimo-, mis hijas. Y el otro hombre es mi abuelo. No se llegaron a conocer, pero creo que se habrían caído bien. Se parecen en muchas cosas, por eso creo que mi abuela le tiene tanto cariño.
Mi abuelo era especial, el hombre más íntegro que he conocido, y aunque sus últimos años estuvo en una silla de ruedas y casi no podía hablar, jamás perdió la compostura, la ilusión y la fe. Cuando me preguntan si ser creyente ayuda siempre me acuerdo de mi abuelo y esa mezcla de resignación y alegría con lo que le había sobrevenido, lo que ocurre es que nunca lo explico porque es complicado de hacerlo entender. Genio seguía teniendo, que yo tengo a quien salir, no es por generación espontánea.
Es curioso que al final los grandes hombres de mi vida sean tan pocos. Todo esto lo pensé abriendo un tarro de mermelada de fresa, ayer por la mañana. El bote se me resistía y pese a que, por regla general, yo soy la que tiene el «mojo» adecuado para abrir los recipientes que se ponen tozudos, no podía ganarle a éste y las tostadas se me enfriaban. No quise pedir ayuda masculina en un acto de orgullo impuesto: si voy a tener que estar un tiempo sin varón, lo mejor es adaptarse desde antes. Fui incapaz, se me enganchó el drama al aire y ya fue inútil, al final clavé un cuchillo en la tapa, se rompió el vacío y esparcí, por fin, la mermelada en el pan.
Lamentando que ya estuvieran frías, acometí la tarea de engordarlas y proseguí la reflexión que procuran los desayunos a solas y con tiempo. (nota: si hay que engordar que sea por cosas que gusten mucho, engordar por algo que no me apasiona me da muchísimo coraje).
Estoy convencida de que cualquier tarea que hace un hombre la puede realizar una mujer, y creo que yo podría hacer casi todas las rutinas domésticas que normalmente cedo a mi «con suerte», pero es que no las hago, de la misma manera que él es capaz de hacer todo lo que yo hago, pero no lo hace porque no está en su reparto de tareas, que no está escrito en ningún sitio, pero que la costumbre lo ha convertido en la rutina de trabajo. Durante quince años hay cosas que nunca he hecho y ahora de repente me he dado cuenta y se me entremezcla la ternura con el llanto, no porque sufra, si no por nostalgia.
Y de repente me acordé de mi abuela. En mi casa siempre ha habido gente, ya fuera porque antes eran muchos, porque luego vinimos los pequeños, porque después mi abuelo enfermó y le hacíamos compañía, la casa nunca se vaciaba… Si mi abuela salía a la calle era con mi abuelo o sabiendo que había luego alguien en casa para abrirle la puerta. Cuando él murió, la encontré a los pocos días sumida en un atardecer nublado, sentada en su sillón, con todas las luces apagadas, llorando como llora ella, sin lágrimas. Empecé a encender luces, y le pregunté por lo que le pasaba, con cierta mano izquierda porque suponía por donde le venía la tristeza. Mi miró con sus ojos claros casi transparentes y me dijo: «No tengo llaves de casa, nunca he tenido, las tenía tu abuelo y ahora no sé que hacer»…
Acabo de leer esto y me ha parecido precioso.
Un beso niña. ❤