Desde que cambié las gaviotas por los olivos, hace sólo un ramito de días, he vuelto a madrugar. Madrugar en un verbo que nunca gusta, en ningún tiempo verbal. Lo difícil es abrir los ojos, poner el pie en el suelo, salir del confortable calor en el que se hiberna seis horas -a veces menos-. Después, lo complicado es adaptarse al medio sin tropezar. Una vez visitado el baño ya no queda nada más que asumir que la hora de desconcierto ha terminado.
Los amaneceres son mi compañía y donde mojo el café, o viceversa. La trazada línea de claridad se va abriendo hasta que al salir de la ducha tengo una luz de horizonte completo. Todos los días estoy tentada de fotografiar el instante y a veces lo hago, y después de hacerlo me siento ridícula, la luz en una imagen fija no llega jamás a la belleza de la natural y ni siquiera puede ser el asterisco que me lleve a la nota a pie de página de la sensación. Es algo que sucede, se siente y es mejor que se escape por los poros de la piel.
Esta mañana amanecía en rosa. Me vestía con urgencia y no por llegar tarde, si no por no morir de frío, y tarareaba » La vie en rose» en un ataque de originalidad. Si no hubiera temperatura polar igual hubiera podido recrearme en la vista y, como otras veces, embobarme con la lentitud de la luz que se empeñan los físicos en decirme que es rapidísima, y saborearlo hasta que se me hiciera tarde, aunque esté en ropa interior o con un calcetín sólo.
Al salir, en hora y sintiendo el frío en la nariz como si fuera un puñal, hemos visto una bandada de pájaros detrás de otra, la relativa cercanía con el Parque de Doñana y el ecosistema propio hace que mis olivos sean pasajeros conocidos, siempre en tránsito, o casi siempre que yo tampoco sé mucho de estas cosas, puedo distinguir entre pájaros y aves. Ya, ya sé que no es demasiado. Se arremolinan en el orden, yo creo que vivo en una rotonda o algo así, que tampoco sé si existe.
Mi hija miraba al cielo y me contaba la migración que le habían enseñado en el cole mientras yo subía los cuellos del chaquetón y guardaba rápido las manos en los bolsillos otra vez. Le dije que estaría bien ser pájaro. Se calló un instante, que para ella es una eternidad, y me dijo que lo de ahuecar las plumas para no tener frío está muy bien, y vivir en verano constantemente pude ser la solución a mi frío intenso. No me pareció nada mal eso que ella llama vivir en verano y mientras lo imaginaba ella seguía hablando enumerando ciudades que al no saber colocar bien en el mapa no sabe en que estación están. Al final decidió que quería irse a Sudáfrica, con las cebras que adora, pero si íbamos volando teníamos que ir todos juntos sin que nadie se quedara atrás.
Y me gustó su facilidad para decir grandes cosas: «todos juntos y en verano», al final puede que sólo sea así de fácil, buscar un verano con los que quieres, aunque fuera arrecie la lluvia, el viento, nieve, o atenace el miedo. Y sin necesidad de levantar el vuelo…