LOTERÍA

Desde que la cosa cambió de moneda le soniquete no es igual. El «dinero nuevo», ese que no cunde nada y que tiene un índice de evaporabilidad mucho más alto que el anterior, no se presta ni al juego. No es lo mismo al menos para mí que conocí otras rubias antes de las cervezas y alguna amiga mechada -como la carne-. Aquellas rubias eran amables, no sé si tontas, pero más agradables. El runrun de hace una vida, la mía, era más cadencioso, más musical, con la métrica inherente de las trisilábicas. Lo de ahora queda corto, brusco, como las grabaciones pregrabadas de los servicios de atención telefónica. A lo mejor sólo es que cualquier tiempo pasado, siempre fue mejor…

Quizás sea esa falta de musicalidad la que me hizo despegarme del Sorteo de la Lotería de Navidad. Eso fue mucho antes de que se acabara con la tradición de que el premio no tributara a Hacienda, y mira que me gustaba esa excepción, no por la cuestión monetaria, si no porque me parecía que era el momento en el que el Gobierno -ente abstracto y culpable por naturaleza-, tenía un momento de humanidad y espíritu navideño. El aguinaldo gubernamental que sólo le tocaba a unos pocos, como lo del pueblo ejemplar de Asturias cuando los Príncipes de ídem se entregan en Oviedo, tenía su punto de reconciliación con el Ministro de Hacienda. En vez de eso, ahora lo ha cambiado por el derecho de pernada y conforme se gana, hay que hacer la cuenta de a cuánto va la sodomización. Es el «primer agujero a tapar».

A lo mejor también cuenta que me nació la vergüenza ajena y fui consciente del espectáculo dantesco -dicho desde el respeto y la adoración de las libertades ajenas- de los trajes hechos con monedas, con décimos usados o la proliferación de gorros de Papá Noel con luces. No ayuda el visionado de gente, presuntamente normal, disfrazada en el patio de butacas. El frikismo que rodea los sorteos de Navidad me sonroja hasta tal punto que prefiero ni verlo. Desafección le llaman.

Tampoco me gustan las noticias de hoy, doy mi palabra que no es envidia, es que quiero esconderme muy hondo cuando veo la exaltación con cava de cinco euros (para eso es preferible la ínclita sidra El Gaitero, famosa en el mundo entero), burbujas derramadas por cabezas y vasos de plástico. Reporteros sin originalidad y agraciados contando sus alegrías, en las que tampoco hay ni un soplo fresco de novedad. Igual lo que me abruma es el aburrimiento de que el ser humano sea tan predecible. Desde luego, puedo prometer y prometo, que si a mí me toca la lotería lo último que haría sería ir al punto de venta a dar saltos televisivos.

Echo de menos lo que para mí era magia y hoy es nostalgia. Lo reconozco. Puede que todo tenga que ver con hacerme mayor, con confiar más en el esfuerzo que en la suerte, en la constancia que en las bolitas de madera. No lo sé. Me queda la ilusión de que hoy era el día en el que «de verdad» empezaba la Navidad y se hacían los roscos, los bizcochos, el pudding, y por fin me podía comer un polvorón. Eso sí, la tableta de turrón de chocolate no se abría hasta la cena del veinticuatro, ya podía yo tirarme de los pelos…

Recuerdo que cuando el sorteo terminaba, sólo quedaba un papel roñoso donde se había apuntado los números premiados, conforme salían los iba apuntando; ese papelito luego yo lo pasaba a limpio, por orden, subrayado, remarcado, lleno de fantasías con boli bic, o con rotus de colores, daba igual, no nos había tocado pero así podía enseñárselo a los que llegaban más tarde, por si tenían el reintegro. El reintegro es la vieja trampa, por un lado hace que se remuerda menos la conciencia por el gasto, pero por otro hace incidir en el sorteo del Niño. Reconozcámoslo, los reintegros provocan ludopatía.

Pero entonces, al medio día, antes de comer, cuando sólo habían pasado unas pocas horas desde la última bolita bajando por ese «cuerno de la fortuna», mi abuelo se ponía el abrigo, el sombrero, cogía su bastón y se iba a la Administración de Lotería de al lado de casa y recogía un papel enorme, «la sábana de la pedrea». En la punta sur de España había una niña alucinada por esa rapidez y exactitud, ya estaban ahí, impresos y listos parar ser consultados, todos los números que habían estado cantándose, en tan poco tiempo, estando tan lejos como estábamos, eso sí que me parecía magia. Debo de reconocer que si entonces me cuentan que se iban a comprobar los décimos on line, hubiera creído que se estaban riendo de mí.

Este año estoy convencida de que la lotería no me va a tocar, tan claro lo tengo que casi no he comprado, sólo llevo un décimo del trabajo de mi consorte, por aquello de la colectividad, pero no tengo ni esperanza ni ilusión. No me vendría mal, nada mal, para que engañarnos. Será que este año las Navidades van a ser difíciles, será que no es cuestión de dinero lo que de verdad deseo, puede que tenga que ver con prioridades distintas…yo me conformo con que el año que viene todos sigamos aquí.

¡Suerte!

 

 

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