Decía ayer que hay frases que son de madre y que parece que nos la insuflaron en paritorio. Teniendo en cuenta que esas frases llegaron antes que la epidural, estoy segura que es por imposición de manos de ginecólogo, partera o matrón (cambiadle el género para ser políticamente correcta, por favor, que es muy cansado estar siempre pendiente de esas cosas). Sale el bebé y entra el bloque de tópicos maternos y ya no puedes librarte de ellos.
Al principio, de manera displicente, piensas que no vas a caer. «Yo no voy a decir eso», pero de repente te escuchas a ti misma pronunciando alguna de ellas y te avergüenzas, es la verdad, sientes un tremendo pudor por haber sucumbido de semejante manera. Hubo una campaña publicitaria maravillosa de Coca-Cola en la que decían: «que levante la mano la que dijo que no se parecería a su madre». Ahí había una realidad implícita. Conforme vas cumpliendo años vas haciendo el check de las frases en las que juraste no caer.
También hay gestos. Estos por ahora los controlo mejor. No presumiré mucho porque nunca se sabe donde está el peligro y en cualquier momento me puedo ver reflejada en el espejo mientras voy echando dos cucharones de comida más después de que me digan «ya». Y si me veo cogiendo del codo a mi hija para cruzar y provocando que ella lleve la mano extendida al cielo mientras se retuerce intentando soltarse, entonces, me ataré cómodamente en la vía del tren y esperaré a que todo acabe. Habré llegado a mi tope. En mi descargo diré que pese a haber estado a temperaturas extremas de frío en Granada, no les puse ese odioso gorro, de denominación aún más horrible, el verduguito.
Luego están las conductas. En esto no sé si soy muy madre o muy madrastrona. Creo que lo segundo. Soy inflexible si castigo y delimito líneas rojas constantemente, en función de su crecimiento. Les doy besos hasta que huyen, pero hasta ahora creo que voy sobrellevando con cierta dignidad mi maternidad. Reconozco que el día que mi hija pequeña decidió que cantar con acompañamiento musical, cual rockera en escenario multitudinario, y subió el volumen de su equipo de música hasta niveles que rompían la barrera del sonido, o del espacio, o de lo que estuviera a punto de romperse por allí -además de los cristales- y tuve que decir: «Baja la música» ¡y fui yo y bajé el volumen!, fue un dolor inaudito. Me debieron de salir manojos de canas del sufrimiento. Ese día ahogué mis penas en chocolate en cantidades industriales.
Existe también aquello de «abriguito»: prenda de abrigo que les ponen las madres a los hijos cuando ellas tienen frío. Y tirar papeles sin mirar, sudaderas amigas, o incluso querer coser rotos de vaqueros ya sean a la altura de la rodilla o en los bajos del pernil. A eso no he llegado. Repito, por ahora. Lo que sí he fomentado es la donación de juguetes que ya no se usan, sin caer en lo que suelo denominar en mi ámbito familiar como «generosidad ajena», que viene a ser cuando tu madre, por su cuenta y riesgo, cogía algo tuyo y lo regalaba o donaba a la primera cuestación que se encontrara.
Mi madre, que es una santa, buena hasta decir basta y todavía más, torera y brava, generosa como para ponerle un palacio… cuando yo tenía diecinueve años regaló todo mi arsenal de comida de juguete. Yo no jugaba con muñecas. Leía, jugaba a tener empresas, hacía puzzles o jugaba a algún juego de mesa. Mi lado más infantil al uso era jugar con una cocinita, más bien con la comida de plástico. Mi hoja de lechuga que tenía un rayón de bolígrafo azul desde ni me acuerdo, mis mejillones pequeñitos y minúsculos, mis gambas, zanahorias, patatas y las bandejitas blancas con las que yo jugaba a hacer un autoservicio. A esa edad, yo estaba estudiando fuera de casa, yo ya no jugaba con nada de eso, como era normal, ni siquiera sabía donde estaban, pero lo hizo a traición y sin comentármelo siquiera, aún no se lo he perdonado. Es algo de lo que solemos hablar muchas veces. Ella se ríe y yo protesto. Eran mis cosas, más allá del recuerdo… No sé por qué eligió quedarse con una infinidad de Nenucos y, sin embargo, deshacerse de mi «comida». Es algo que aún me enfada. No lo entiendo. Yo no lo haré nunca. Aunque claro…mi hija mayor todavía tiene trece…todavía puedo caer.
…ay pobrecita, que penita más grande me ha dado, sus comiditas, su tesorito, es que la veo…
“tómate el zumo de naranja que se van las vitaminas”
Jajajajajajajaja te frío un huevo?