Ayer corría un niño por los pasillos de El Corte Inglés, supongo que no tenía más de dieciocho meses, iba suelto y pese al correr bamboleante, ni se caía ni se desviaba. Gritaba. Era un gritito de placer y de vez en cuando volvía la cabeza para sonreírle a su padre. Aunque el chaquetón le impedía el movimiento, llevaba los brazos hacia las luces de Navidad y los adornos como si quisiera cogerlos. De repente provocó la sonrisa de todos los que estábamos allí. Y supongo que ese es el mérito de estas fiestas, sonreír y hacer sonreír.
Me gusta la Navidad, y en el fondo siento mucha desazón por quien no la disfruta. Conforme más años voy cumpliendo, más personas que la odian voy encontrando. Es triste. Es mucho más triste que la melancolía que produce echar de menos a los que ya no están físicamente celebrando con nosotros o más duro que los kilómetros que nos pueden separar de los que amamos.
La Navidad, desde la postura religiosa o la atea, no deja de ser una celebración de recordar a los demás, de compartir con ellos y de obsequiar a los que han sido buenos. La distancia o la muerte no pueden acabar con ese sentimiento. Mi abuelo adoraba la Navidad, todos los años cuando termina la comida del día veinticinco, justo después de brindar, en mi casa se canta el «Adeste Fideles» porque era lo que le gustaba a él -dicho sea de paso, cantaba mucho mejor que nosotros, pero ponemos interés-. Es el momento en el que recordamos todos juntos, porque por separado estoy convencida de que está siempre con nosotros.
Si hay niños entonces la Navidad es un el placer inmenso. El genial Quino lo definió de la manera más correcta de todas «terrorista de la felicidad». Ahí va implícito todo. No hace falta puntualizar, ni explayarse. Es la condensación perfecta de lo que pueden ser estas fiestas si hay algún niño en casa. Yo, que me niego a crecer para según que cosas, entro en la categoría infantil. Puedo llegar a ser peor que ellos. Me encanta ponerles nerviosos…
Soy tan pesada que a veces, por broma, he llegado a felicitar las navidades en abril. Nada de esperar al Adviento. Yo antes que los centros comerciales. Sobre todo me gusta fastidiar a los que la odian que acaban entrando en el bucle de mi felicitación aunque sólo sea para que me calle.
Este año alguien que quiero muchísimo me felicitó la Navidad en marzo. Me extrañó porque la odia. Reí y nos felicitamos como si fuera el veintitrés de diciembre, con el mismo ímpetu. Le dije que me había ganado este año y que no sabía si podría soportar la afrenta de haber llegado tarde. Bromeamos con comer polvorones en Agosto, si teníamos lo que teníamos que tener y volvimos a decirnos » a ver si nos vemos». Las distancias y los horarios de lo cotidiano hacen que a veces el placer de la amistad tenga que reducirse a mensajes y llamadas.
Al final pasó el verano y no nos comimos los polvorones, ni nos vimos. Ella sabía algo que yo no sabía. No lo conocía porque así lo quiso y las decisiones ajenas hay que respetarlas siempre. En la primera quincena de septiembre me llamaron a darme la peor de las noticias, me senté incrédula y noté como la angustia me aprisionaba el pecho. No podía ni llorar. Una de las mujeres más vitales que he conocido en mi vida, con la sonrisa más franca y la chispa de la inteligencia más prendida, ya no estaba. Se había ido, pero me había dejado la felicitación de Navidad. Jamás olvidaré tu anticipación, Esther, sabia, dulce y esperanzada, como tú eras.
Este año me acordaré de ti, canalla, como tantas veces a lo largo de los días. Formas parte de las personas inolvidables de mi vida y estás conmigo desde donde quiera que estés, ese sitio que se merece la buena gente. Te echo de menos. Feliz Navidad corazona.
¡ Ay ! cuantas cosas vividas en tan poco tiempo
Uf … me ha dado el llanto. No la olvido ni la olvidaré jamás. Era «jartible» mi corassona ….