Hoy me he recogido el pelo.
Conforme he sujetado con mis manos, las dos, la melena rizada y larga -demasiado- que ahora me acompaña, he mandado hacia atrás, hacia el olvido, todo lo que me estaba nublando la vista y el despertar ha sido físico y emocional. He tenido un amago de sonrisa al darme cuenta de que Alvite siempre ha escrito que el humor era más bien cosa del calzado y yo lo relaciono más con el peinado. Al menos en mi caso, esta mañana, ha sido cuestión de una goma del pelo, más bien tirante y dos horquillas que aferraban un poco mejor los rebeldes rizos que se empeñan en declararse independientes de la orden de recogimiento dada.
También cuenta que ha salido el sol.
Ayer, antes de dormir, pensaba en el reencuentro con el teclado, con las gotas, que es como decir con parte de mí, y temía que sólo naciera del teclear de mis manos, algo triste y sin salida. Vacío y lúgubre. Poco apetecible, pero sin embargo irremediable, porque mi estado de ánimo no estaba para más. Porque tampoco sé mentir. El aburrimiento, el miedo, la deslealtad y la desilusión son malas compañeras de cama.
Pero mi mundo de las pequeñas cosas hace que lo que son minucias para otros, sean pasos importantísimos para mí. Y la decadente tragedia que ilustraba a mi almohada se convirtió por arte de luz solar y peluquería doméstica, en un despertar de esperanza y ensanchamiento del alma. Esperemos que el retroceso no sea inminente.
He venido, al final, con la intención de llenarlo todo de colores, de mares azules con el glamur en la punta de sus olas ribeteadas en blanco, de taxis amarillos que parecen rayos movidos en la foto, de rosas color piruleta, de negros brillantes como de asfalto en curvas que sirven de alfombra a deportivos descapotables plateados, de naranjas radiantes en sombrillas bajo el sol, de violetas de tul en disfraces infantiles y de labios rojos. He pensado en espolvorearlo todo con purpurinas dulces o con destellos de luz que iluminen sonrisas. Algo pleno.
Quería contar un cuento donde los amigos lo son siempre, hasta cuando no hay risas. Donde los secretos se convierten en cuevas secretas inaccesibles para los demás y se comparten fifty -fifty. Grutas en piedra que la marea las rellena de buenos ratos para tener donde nadar cuando las alegrías se hayan despistado detrás de una nube gris. Quería un puente fiel y silencioso, metáfora del amigo de verdad, ese imprescindible para seguir andando y que sólo a veces somos consciente de cuánto de bueno trae a nuestra vida. Y quería llenarlo todo de flores a pie del mar porque alguien las lanzaba desde la orilla hacia la arena para verlas bailar al compás de un vals tarareado al pie de la esperanza, verde por supuesto.
Quería un acantilado vertiginoso y firme, que a la vez estuviera como a punto de derrumbarse a poco que soplara un viento que deshojara árboles cobrizos, que fuera la imagen de el paso efímero de los malos ratos de la vida, porque siempre volverá a nacer el fruto salvaje en el árbol y las piedras seguirán un siglo más tarde donde están, puede que algo erosionadas por el tiempo (la vida) pero inalterable en el fondo.
Lo que ocurre es que me he quedado sin espacio, pero se me ha afianzado la sonrisa y el sol me calienta la nuca que llevo despejada porque hoy me he recogido el pelo…
… y anda que no está guapa ni ná con el pelo recogido
se me ven más las arrugas, pero ya va siendo hora de aceptarlas