PALABRAS ATRAGANTADAS

En mi nulo mundo matemático entiendo que hay sumas y restas, llegué a comprender la multiplicación y la división y aún estoy en la perplejidad de para qué sirve una raíz cuadrada. A partir de ahí el temario se me volvió metafísica e incluso teología, me aprendía las cosas por fé, con esperanza y deseando la caridad de quien me iba a corregir el examen.

Pese a que intentaba que me gustaran, comprenderlas y hacerlas mías, el resultado fue nefasto. Igual que con el dibujo técnico. Yo lo intentaba porque quería ser ingeniero, así son las cosas, tener anhelos que tu capacidad mental te censura. También es verdad que no fue demasiado trágico ya que antes quería haber sido piloto, periodista, química, farmacéutica y bróker. Aún así, después de aprobar un COU de ciencias puras y una selectividad con esa opción, mi profesora de dibujo -que era ingeniero- una señora encantadora, me llamó durante un recreo y me dijo: «Rocío, ni lo intentes, jamás aprobarás el dibujo de primero de carrera». Y la creí, la creí porque había memorizado los problemas y aún sigo sin dibujar un estúpido punto en el espacio.

Lo que sí comprendo es que hay personas que suman y personas que restan. No me gusta la expresión pero así puedo hilar con mi catástrofe matemática. Hay gente con la que a su lado te creces y sacas lo mejor de ti, te ríes y sientes que la vida tiene menos baches, acabas pensando que puedes con todo y que detrás de la niebla siempre habrá una tarde de paseo en la que ganarle al sol. También hay otros que cuando estás con ellos te hacen vacilar la autoestima, la alegría, y cuando por fin te despides, te quedas un poco más triste que cuando saludaste. No tienen que ser malas personas, es que la incompatibilidad es un hecho.

También he aprendido que debo guardar ciertas palabras y callar, supongo que eso es restar. Me sé la teoría porque reconozco que la práctica se me da un poco peor. Muchas veces, justo cuando es tarde, me doy cuenta de que he perdido una magnífica oportunidad de haberme mantenido en silencio. A veces no es tanto lo que se dice como la dignidad que se queda enredada en la contestación. Ya podría haber sido yo un poco más rencorosa.

Sin embargo, reconozco que tengo verdaderos discursos guardados, cosidos al paladar, que si algún día sufren una «descosura» (véase entrada de ayer) quizás lo de Troya se quede en un juego de clicks de Playmobil (que para mí que antes eran famobil, pero es que yo no jugaban con ellos y puede que me esté equivocando. Tampoco jugaba con muñecas, atrás las feministas por favor). El día que me arremoline y diga todo lo que pienso, y sobre todo, le diga a determinadas personas lo que llevo guardado, con todas las palabras que tengo casi memorizadas de tanto pensarlas, sé que no me voy a sentir bien, porque de esos lances siempre se sale rejoneado, pero igual a largo plazo sí que compense. Pocas veces en mi vida le he «cantado las cuarenta» a alguien con total plenitud, del uno al cuarenta como si fuera un programa de radio, creo recordar -cuando me pongo muy nerviosa luego no me acuerdo de las cosas e incluso me desmayo- que al final no merecía la pena.

En mayor o menor medida, entiendo que a todos nos pasa igual, y a más tiempo pasa, más experiencias tenemos y más veces te lamentas de haber callado o de haber hablado. A mí, de unas semanas a esta parte, se me ha descompensado el silencio y se me han salido las palabras a borbotones, justo de la manera que no debía. Y aun me queda mucho por decir, y sé que me voy a encontrar en situaciones en las que debo callar, y no confío nada en mí.

Quizás lo mejor que puedo hacer es seguir el consejo de la señorita Menchu: «Rocío, ni lo intentes»

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