El reloj marca las cinco y cinco, intuyo que de la tarde pero nada me lo puede confirmar, quizás la sombra me avisa de que no yerro.
El salón de una casa, quizás uno de esos graneros o trasteros que tanto envidio de las casas estadounidenses. Espacio al fin y al cabo para rellenar de nada, de trastos o de recuerdos, porque las cosas que guardamos sólo son el paso previo de la evocación de un momento. Y hay momentos que no necesitan nada material para invocarlos. Aquí lo llenaron de vida.
Un grupo de amigos, al menos hay otra mujer con calcetines bajos y zapatos de cordón, como se usaba en la época y hoy en los uniformes escolares. Quizás sea joven para llevar medias y sentir la sensualidad de la seda en la piel. A lo mejor son familiares disfrutando de una tarde de domingo, o de sábado, quién sabe. Pero disfrutan tanto que merece que se inmortalice en papel.
En la mesa un tocadiscos es la banda sonrosa de las risas y la imprescindible base del baile. El sonido de la aguja rasgando las vueltas sinuosas, como entre baches, del disco girando sobre sí mismo, y esos giros trasladaros a los bailarines. La música lo inunda todo y es fácil dejarse llevar. ¿Quién puede decir que no a una mano tendida que invita a la lucha erótica de un compás de tres por cuatro?
Algún vaso habrá que no sale en la escena, quizás con tres dedos de un whiskey barato o sólo hay algunos refrescos. Se puede oler el humo.
No era un sofisticado club donde los grandes trompetistas de la época iban a deleitar a señoras con estolas de visón, no hay señores con elegantes esmóquines (la rae me matará de un disgusto), no hay elegantes alfombras ni mesas con pequeñas lámparas de tulipas que juegan con las sombras en el lugar adecuado, no hay joyas. Tampoco un escenario.
A veces hace falta muy poco para ser feliz.