Las nubes dicen que ya ha llegado su hora y mientras no se demuestre lo contrario, llegará la Navidad y las luces avisarán de que hay sonreír, echar de menos y hacer las compras que se odian o se aman. Pero aún no es tiempo. Es un aviso por medio de las castañas.
Llegó la lluvia intermitente que acerca océanos locos al fondo de la acera y moja a los niños que desprecian el frío. Llueven torrentes y nacen charcos. Oleajes de ríos que surcan acequias, desbordan alcantarillas, riegan las plantas hasta el ahogo.
Empieza el frío que bloquea las sábanas por la mañana y aunque la claridad llega antes, el sol suele esconderse y llena de tibieza el antiguo calor. La bajada de las temperaturas araña el camisón de los pezones erectos de frío, sin pasión, hasta el momento de calentarse las manos con la taza del café o con la ducha londinense que hace que no nos reflejemos en el cristal. O un abrazo.
La tiniebla doméstica ya no mueve a la risa y el hilo musical, que siempre acompaña, cambia a ritmos lentos de nostalgia al piano. Y pese a intentar sobrellevar el clima que se aferra al calendario como excusa de envolvente niebla, se instala otro compás. Nace la angustia inducida por clave de sol y ésta se redime entre pucheros que hierven brebajes que santifican las almas.
Y hoy, mientras las cucharas vuelven a mi mesa con platos humeantes, me dejo envolver bajo la invocación de quien allí arriba dejó una ristra de nubes surcando por mi cielo azul Velázquez. Suena el piano mientras compruebo que hay personas que usan y disfrutan vidas ajenas, ya sea a placer, o por necesidad de vaciar sus penas. Existe gente que utiliza a otros como escalera para ascender en la vida o en el estado de ánimo y luego olvidan a esos peldaños humanos con el riesgo de sufrir la caída al vacío del ahorcado. Miro desde un burladero que siempre fue ruedo.
Me ahoga durante un eterno momento un sollozo que freno abriendo los ojos. No voy a caer, pero no encuentro salvación en la lluvia ambulante. Me niego entender a la felicidad como una manta en un sofá, ni en ver llorar a mi cristal. Pero me sobrepongo. Me atrapan los libros por leer y me lleno de esperanza. Aunque aborrezco no poder elegir donde hacer reposar a un libro para que duerma en mi regazo. La gotas mojan las palabras. Lo asumo mientras va entrando la oscuridad gris clarito, la que perpetua los noviembres de hojas arrastradas y acerca los vientos que silban piropos.
Miraría con los ojos entornados entre el humo, si estuviera fumando. Recordaría a quien tenía aquella voz que me hacía sonreír porque sin ser una bonita, me hacía cosquillas,pero ya no está. Volvería a mi mente el rostro de quien me hizo llorar la última vez y por más que lo intente no recordaré quien me hizo llorar la primera, supongo que sería el hambre, la supervivencia o la necesidad de oxígeno. Repasaría el poema infantil que acompañaba con palmas de niña entrechocando con la pared por no tener una pareja de manos que hiciera eco a las mías. Rezaría aquella oración infantil o temblaría al recordar aquella respiración en mi nuca. Atraería cual imán, los recuerdos que me pusieran la piel de gallina.
Y sin nicotina y con el cuerpo erizado, con las lágrimas al borde del precipicio lacrimal me ha salvado un rayo de sol que entró temblando entre las cortinas. Justo cuando la canción me trasportaba al vacío. Me salvó el sol, aunque fuera de otoño.