VUELVO A GRANADA

Hay sitios recurrentes en la vida y otros que sólo quieres descubrir. Los lugares que se quedan impregnados en el sentimiento son a los que siempre se quiere volver y quedan en la recámara del recuerdo esperando volver a ser transitados. Yo no tengo varios lugares eternos. Creo que sólo tres. Viajaría a cualquier lugar, en cualquier momento e incluso sin pensar el equipaje, pero en mi paladar sólo hay tres sitios a los que volver, y vuelvo cada vez que la ocasión me lo permite.

Granada es uno de esos lugares de la terna. Soy granaína de nacimiento, pero en realidad lo soy de alma. Nací en el Campo de los Príncipes, a los pies de la Alhambra, al lado de un San Cecilio que con discreción es patrón de la ciudad, encima de un cementerio musulmán, frente al Cristo de los Favores, en terreno militar, dentro del barrio del Realejo, barrio de ricos judíos. La plaza se creó para celebrar la boda del príncipe Juan, hijos de Isabel y Fernando, que eso es celebrar por todo lo alto y no lo que hizo Clooney. Siendo así desde el primer aliento de vida, sólo se puede ser de Granada hasta la médula, incluso si no vuelves jamás a pisarla.

La vida me llevó lejos de los pies de la Sierra Nevada y me emperré en volver  a ella para estudiar, para recorrerla, para enamorarme y dar el paso de mi independencia. Y hasta cuando, otra vez, los designios divinos me apartaban de ella y me enrolaban a otro continente, yo anhelaba volver y seguía en mi lista de deseos. Siempre pendiente, perenne.

En mi empeño conseguí volver, cinco años en los que descubrí la ciudad de adulta, de madre y hasta mi hija pequeña nació en Granada, a once bajo cero, con las calles nevadas y la luz del amanecer más brillante. «Huele a nieve», dicen los que siempre disfrutan de sus calles. Mientras  nieva no hace frío. Y desde el mundo adulto la ciudad es diferente, cómoda, pequeña, con todo y sin embargo sin los defectos de las grandes urbes. Un sitio lleno de niños y viejos al sol.

Pero tuve que marchar otra vez. Ahí dolió el alma. Y volvía sí, pero no era igual. Sin tiempo, sin ocasión, casi sin paseos. Apremiando las obligaciones y las responsabilidades, casi viéndola de lejos y en postal. Como aquellos vídeos que nos ponían en la Expo de Sevilla y nos creíamos que habíamos recorrido el mundo, pero no, habíamos visto un documental sentados en el suelo.

Hasta este fin de semana. Podría bautizarlo como el fin de semana de la nostalgia. He intentado aunar los recuerdos de todas mis vidas en Granada y casi lo he conseguido. Además he conocido lo nuevo, lo que lleva menos de cinco años, y también me ha gustado. He recorrido la cuesta de Escoriaza como lo hacía con una niña de cada mano y he paseado por el Paseo del Salón sabiendo que no hace tanto era el sitio donde corrían mis hijas, he vuelto a comer donde lo hacía entonces y a tapear donde lo hice de joven. He sentido la emoción de madre y la alegría de estudiante y he vuelto a bares y bocadillerías que me dieron noches de gloria cuando estrenaba los veinte años.

Pero sobre todo he paseado, no he parado, sin coche, sin miradores, sin fondo de pantalla. Me he recorrido todas y cada una de las calles, desde Pedro Antonio de Alarcón hasta la Alhambra, del Triunfo a el Puente Verde. Paseos y más paseos, sin importar el dolor de rodilla del momento, sin pensar en el dolor posterior. Historia propia y nacional en cada adoquín, en cada calle. Y sobre todo, en cada bar. Somos los bares que fuimos. Estaba tan emocionada, tan feliz, que el primer día no fui capaz de hacer ni una foto para no perderme nada ni siquiera por el objetivo de la cámara o la pantalla del móvil.

Sólo le pongo dos pequeñas faltas a mi viaje de este fin de semana. Una que la heladería de Los Italianos ya tenía la castañera en el escaparate y eso es el final del verano y una pena muy grande, estábamos en mangas cortas, hubiera sido estupendo tomar uno de avellana y trufa, como siempre, como cada vez que iba, como cada vez que voy. La otra es que había demasiada gente. Comprendo que la globalización es esto, que los estudiantes de Erasmus se cuentan por centenas, que sin el calor infernal empieza la buena época para disfrutar de la ciudad, que ahora todo el mundo llega a todas partes, que hay una serie de televisión que les está enseñando a una parte de la población lo que otros ya conocíamos, pero hay demasiada gente. Demasiadas horribles, decadentes y retrógradas despedidas de soltero, o soltera, según sea el caso. Demasiados grupos organizados. Comprendo que es lo que le da dinero a la ciudad, pero soy egoísta, celosa, la quiero para mí sola.

A la vez quiero que todo el mundo la conozca porque es única, que se pare a mirar más allá del Mirador de San Nicolás y de las rutas trazadas. Que abra los ojos y mire los edificios, las piedras del suelo, los balcones, y la gente. Saliendo de la corrala me encontré una familia que con el estrés del mapa obligado, pasaban sin mirar hacia arriba y se perdían el maravilloso techo que les albergaba.

He llorado, lo reconozco, la nostalgia se me vuelve agua con asiduidad, no es pena, es emoción. Y la sentí al bajar por la cuesta Gomérez como tantas veces de estudiante, de novia de quien lleva tanto a mi lado, y me vino el olor a madera de los que trabajan la taracea con la mano del artista único mientras sonaba de fondo una guitarra de un gitano (de los de verdad) tocando, ensayando, practicando. Me he emocionado cuando he vuelto a la plaza de las Pasiegas y me ha envuelto el olor de las especias, como entonces. Y cuando me senté en la Carrera del Darro, justo antes del Paseo de los Tristes, (que no sólo es un nombre precioso y bien puesto) al terminar Plaza Nueva y me acordé de aquellos bocadillos al solecito del invierno cuando estudiaba sólo unos metros más abajo y tenía todos los sueños envueltos en celofán, sin estrenar.

He vuelto a Granada, me he venido con la pena de estar lejos y el deseo de volver, como siempre, como toda mi vida, porque yo he vuelto a Granada para soñar con pisarla otra vez.

 

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