Ayer estrené color de pelo, como la que estrena blusa o zapatos de finísimo tacón. Cambiar de color de pelo es voltear de ánimo, siempre, la duda es que quede bien. Si queda mal, el humor se desplaza al suelo justo en el sitio adecuado del pisotón, la basura y las ratas. Es difícil remontar un estado emocional provocado por un mal día en la peluquería. Tengo la suerte de que a mí me haya quedado bien, al menos de mi gusto, que ya es más que suficiente. La suerte y el buen oficio de mi peluquera, claro. Las peluqueras siempre van en posesivo, no decimos mi carnicero ni mi zapatería -salvo que seas dueña de una- , la posesión es por la entrega total que hacemos al dejar nuestra cabeza en sus manos. En lo físico y en lo mental, un mal corte de pelo puede ser peor que un dolor de muelas. Ayer mismo había una criatura de más de veinte años al borde de las lágrimas porque para sanearse la melena tenía que pasar por un corte de pelo más allá de las «puntas».
Yo voy a la peluquería por devoción, por ajuste mental y por necesidad. Me crece mucho el pelo y las canas que peino dibujadas en tinte se dedican a mostrarse más rápido de lo que mi escueto bolsillo se puede permitir. Este es mi drama. Así que durante equis tiempo -más del que debería- mi peinado se convierte en arte y arquitectura del disimulo. En los hombres está la versión Luis Aguilé o Anasagasti para esconder la calva o los tintes de nuestro antiguo Rey que siempre le quedaban color cucaracha.
Mi siguiente párrafo comenzaba…»Luego dicen que el dinero no da la felicidad…»
Estaba en esa reflexión cuando me di cuenta de lo superficial que me estaba quedando la reflexión, pero es cierta, eso me llevaba a pensar que soy hueca. Es bastanta desagradable pensar eso de uno mismo, pero no es cierto, creo que al final nos adaptamos al medio como los camaleones y lo que son los problemas del primer mundo quedan ridículos fuera de nuestro hábitat natural. Pero nos fastidian en nuestro día a día, graves no son, pero incomodan.
Es cierto que quedarse sin batería en el móvil, perder las llaves, olvidar el pin de la tarjeta de crédito, sufrir un atasco que nos haga llegar tarde a trabajar, o mi «drama capilar» no son nada comparado con no tener agua, sufrir la malaria o ser mujer en un país donde son tratadas como mulas de carga, perros y trozo de carne para satisfacer deseos sexuales o de reproducción. Pero, me parece, que igual que es un error grave intentar descontextualizar los sucesos históricos, tampoco debemos fustigarnos más de la cuenta por dar la categoría de problema a lo que en realidad no lo tiene.
A la hora de la verdad, cuando nos llega el fango a las rodillas porque aparece un virus nuevo, una enfermedad, una mala racha.., y nos sitúa de golpe en esa nueva circunstancia, damos la talla y se nos olvida la superficialidad. Con todo y con eso, es probable que ni por esas estemos al nivel de lo que se puede llegar a sufrir en otras partes del mundo más pobres…
En el fondo el ser humano no es tan estúpido. La mayoría. Casi todos. Algunos. En fin.
Me he cortado el pelo más allá de las puntas, y estoy que rabio..¿por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?, que diría Mou.
Porque aunque no lo parezca…es mucho!