Alcayata. Hasta la palabra es bonita.
Repetirla me hace pensar en paredes blancas, en muros encalados con rejas negras, en calles estrechas. No puedo evitar relacionarla con olor a geranio o a yerbabuena, con olores a hogar trenzados por adoquines.
Alcayata, es palabra de reminiscencia árabe que se me queda colgada en el presente sujeta a la tradición. Quizás aquellos que pasearon por nuestra tierra enfrascados en álgebras y medicinas necesitaron de ella y nació en sus manos, mucho antes de que se enroscara en si misma y naciera el cáncamo, allá donde los helenos.
Ahí está, firme y altanera, marcando con su sombra la hora que dicta el sol, avisando del final de una siesta con moscas. Sola. Imagino que en silencio añora tiempos pasados donde fue utilizada, usada y se sintió parte de algo. Igual la insertaron en la pared inmaculada para colgar una chaqueta, enredar un cable o una cuerda que sirvió de tendedero de sábanas batientes al aire, pudo servir de apoyo a una maceta con un corsé de hierro redondeado que le abraza para buscar la ingravidez en la pared o colgar un cuadro, quizá soportó el letrero de una calle o un pequeño altar en una plegaria a una Virgen con un pequeño soporte para velas y flores.
Ahora inútil y vacía ve pasar el tiempo. La espera no es eterna, lo sabe, la necesitarán tarde o temprano, mientras «ronea» de su maquillaje blanco de brochas continuas. Ahí sigue, observando idas y venidas desde su atalaya. «Ya vendrán, ya…» se repite
Alcayata, hasta la palabra es bonita.